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– Joder… -exclamó, con voz ronca.

La dirección coincidía completamente. No era la zona de La Maroma, ni Nerja o Almería. Aquellos helicópteros se dirigían a Granada, por la ruta más corta. Apostaba a que si hubiera estado aún en el Clipper Breeze, los habría visto sobrevolar La Maroma junto a las cimas de Sierra Nevada, que en esa época del año se dibujaba con un blanco resplandeciente.

La excitación dio paso al germen de una horrible sensación de impotencia. Granada estaba, como quien dice, a una hora y media en coche; al menos, en los viejos tiempos era así. Ahora, sin embargo, la distancia parecía tan insalvable como si estuviera hablando de viajar hasta la luna. Incluso si encontraba un vehículo apropiado, ¿cómo estarían las carreteras?, ¿cuántos muertos vivientes habría diseminados por doquier? Y si lograba llegar a la ciudad, ¿dónde estaba la base, exactamente?, ¿cómo se adentraría por sus calles infectas de resucitados?

El desánimo lo inundó como una marea negra. Apretó los puños con fuerza, sintiendo rabia y cólera, mientras un persistente nudo laceraba su corazón. Tanto si sus amigos estaban en peligro como si no, sentía que debía acudir en su busca. ¿Qué futuro tenía, completamente solo, en una Málaga convertida en una necrópolis?

Ninguno, joder. En una semana estaré hablando solo. Y en tres semanas habré construido un muñeco a base de puré de patatas reseco, y lo llamaré Viernes, y pondré latas de cerveza calientes delante de él para no beber solo, eso si nadie hurga en mis jodidos intestinos mientras tanto

Y todavía con los puños apretados, masculló un juramento. Iría. Vaya si iría, a por sus amigos, a por la salvación o la venganza.

Sólo tenía que pensar cómo.

7.

HAMBRE

A medida que cruzaban el patio, Moses experimentaba la más extraña de las sensaciones. Fue como entrar en un túnel del tiempo y regresar a los primeros días de su época en la cárcel. Percibía en todos aquellos rostros inquisitivos la misma mirada suspicaz que en los reclusos que conoció allí; a veces temerosa, otras desafiante, e incluso creyó descubrir unas pocas muecas de desprecio. Se dijo que aquella gente no veía con buenos ojos su llegada al campamento y podía imaginar por qué.

Abraham les condujo por una avenida arbolada. La belleza grabada en las antiguas piedras y la disposición de los árboles confería al lugar una fascinante belleza, y quizá por eso nadie dijo nada durante todo el trayecto. Al llegar a la entrada del edificio, sin embargo, José se detuvo, mirando alrededor con gesto de sorpresa.

– ¿Qué ha pasado con los árboles? -preguntó-. Esto solía estar lleno…

Miraron, y vieron que todos los árboles a partir de ese punto habían sido talados. Sin la agradable vestidura de la anciana vegetación, los muros de los edificios lejanos se veían desnudos. Ya no se adivinaba la antigua gloria de la fortaleza más emblemática del Al-Andalus, sino que ahora recordaba tristemente a cualquier barrio marginal semiderruido.

– Los árboles, sí… -contestó Abraham con una mueca de disgusto en el rostro-. Benditos sean. Su madera nos proporciona calor en estos días tan duros. El invierno es terrible. No sé qué habríamos hecho sin ellos… fue la segunda opción una vez acabamos con todos aquellos muebles antiguos y los libros que pudimos encontrar, incluso los de la Librería de Antigüedades. Pero… ¡mirad!

Y en la dirección en la que Abraham indicaba, vieron a dos hombres terminando de talar un altivo ciprés. El árbol se estremeció unos breves instantes bajo los últimos golpes de las hachas y luego cayó, con lentitud al principio, pero después se desmayó como una actriz de película antigua sobreactuando. Y así caía, poco a poco, el que fuera el jardín más antiguo de Occidente: los hermosos cipreses, los aromáticos arrayanes, los rosales, almendros, olivos y granados, para terminar desbrozados y alimentando fuegos anónimos.

– Es terrible… -comentó José.

– ¿De verdad lo cree? -preguntó Abraham, levantando una ceja-. Espere a ver esto.

En el interior del recinto se encontraron con un espectáculo inesperado. Habían dispuesto telas de toda clase: sábanas, alfombras, superficies de uralita, tablones de madera y hasta puertas bellamente talladas, que si alguna vez ornamentaron los aposentos de algún príncipe árabe, ahora servían de rudimentaria separación entre los departamentos de un numeroso grupo de supervivientes. En esos improvisados cubículos había figuras que, al abrigo de las tinieblas reinantes en la sala, adquirían formas casi espectrales. Éstas vagabundeaban con paso lento de uno a otro lado, o se las veía encogidas sobre sí mismas, aletargadas en sus camastros, donde dormitaban entre una miríada de telas y ropajes de todo tipo.

De tanto en cuando, la cimbreante luz de una fogata disipaba las sombras más negras, tiñendo la escena de una luz crepuscular, casi dorada, que sin embargo no hacía más que añadir un grado de dramatismo a lo que tenían delante.

Pero lo peor era el silencio. Había allí bastante gente como para llenar uno de esos abarrotados mercadillos de mañana, pero faltaban el ajetreo y la cháchara persistente. Las toses, ocasionales pero omnipresentes, flotaban en el ambiente, y eso era prácticamente todo lo que llegaba a sus oídos.

En un momento dado, alguien se les acercó. La delgadez de su rostro aumentaba el volumen de sus globos oculares, que parecían estar a punto de salirse de sus órbitas. Cogió a Abraham del brazo con un gesto iracundo.

– ¡Abraham, ha vuelto a suceder! -chilló.

Abraham asintió suavemente y levantó una mano en el aire, como rogando calma.

– Ahora no, Luis, por favor… -pidió.

– ¡Te dije que la próxima vez haría algo!, ¡se lo dije a todos!

– Enseguida estoy contigo, te lo prometo… déjame que ubique a esta gente.

– ¡Es mi puta esquina!, ¡es donde vivo! -chilló el hombre. Una vena gruesa como un macarrón palpitaba en su frente, y los tendones del cuello asomaban entre la carne flácida.

– Ahora lo vemos… por favor… te lo prometo.

Luis mantuvo su mirada unos segundos, furibundo, y después se dio la vuelta y desapareció por donde había llegado.

Intrigado, Moses se acercó a Abraham.

– ¿Qué le pasaba? -preguntó.

– Soy como una especie de juez de paz en este lugar. Toda esta gente vive codo con codo, y los problemas surgen constantemente, aunque reconozco que a medida que las fuerzas se extinguen, cada vez hay menos ganas de bronca. Pero sí, a veces me sorprende que nadie se haya matado todavía. En este caso concreto -añadió, mirando por encima del hombro- parece que alguien orina cerca de su catre, cuando no está mirando. Es bastante desagradable.

– ¿En serio?

– Tuvimos que ponernos muy duros con ese problema. Hubo un momento en el que el suelo era una especie de barro oscuro, mezcla de tierra del exterior y orines. A veces algo más. A los mayores les cuesta salir afuera en pleno enero, y no les culpo, ya tienen bastante con tirar de sus pobres huesos sin prácticamente aporte energético. Y te aseguro que las heces de una persona desnutrida son harto desagradables.

– Por el amor de Dios -soltó Moses, mirando alrededor.

– Pero poco a poco… -contestó Abraham, y reanudó la marcha.

Pese a su edad, Jukkar era todavía joven y no había vivido los horrores de la guerra, pero a veces su madre contaba cosas de cuando su país se vio involucrado en la guerra de Invierno contra la URSS. Lo hacía siempre que sentía nostalgia de su marido, y entonces se abrazaba a una botella. Era una mujer gruesa, dura y fuerte, y toleraba demasiado bien el alcohol como para haberla visto nunca borracha. Sin embargo, la bebida incendiaba sus recuerdos, avivándolos, y le soltaba la lengua por lo general contenida y parca. Lo que le contaba sobre los campos de concentración nazis y los guetos judíos se parecía demasiado a aquello.