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– ¿Y si no nieva? -preguntó Moses.

Abraham suspiró largamente.

– Eso es lo malo de este plan. Sería bonito esperar una nevada si estuviéramos bien, pero no lo estamos. El tiempo corre en nuestra contra. El armario de los medicamentos cría telarañas desde hace tiempo, la ropa de abrigo escasea y la moral está por los suelos. Hay muchas personas mayores, y caen como moscas. Al menos hemos comprobado que los ancianos no vuelven como zombis, no sé por qué, pero así es… eso al menos nos ahorra el terrible problema de lidiar con muertos vivientes inesperados en mitad de la noche, pero sigue siendo terrible.

– Entiendo… -dijo Moses en voz baja.

– No sé si es capaz de entenderlo -soltó Abraham con gravedad-. Verá… la comida es lo peor. Sencillamente, estamos agotando las últimas provisiones. Intentamos racionar lo que nos queda, pero hace un mes y medio que alcanzamos niveles ridículos.

Susana asintió, no sin pesadumbre. Desde luego, había temido esa circunstancia desde el momento en que se encontró con aquellos hombres y mujeres esperándoles alrededor del helicóptero. Sus rostros inexpresivos eran propios de quienes no esperan ya nada. Mientras veían el aparato aterrizar, habían creído que los militares traían comida por fin, y se esforzaron por arrastrar sus cansados cuerpos hacia el patio. Hubiera podido entender una reacción violenta a su llegada, pero estaban tan acostumbrados a sufrir penurias, que habían observado con sublime resignación la llegada de más gente. De más bocas con las que compartir lo poco que tenían. Reflexionando sobre eso, no le extrañaba, desde luego, que nadie les hubiera dado la bienvenida. No se da la bienvenida a lugares como ése.

– Los niños -susurró Moses, con los ojos abiertos.

– Lo… lo siento mucho -balbuceó Abraham-. Intentaré conseguir raciones mayores para ellos, pero… realmente no nos…

Pero le fue imposible continuar, y bajó la cabeza.

Y durante unos cuantos minutos, nadie dijo nada.

Antes del anochecer, los supervivientes de Carranque habían desplegado ya los catres y se habían acomodado lo mejor que pudieron. Para ello eligieron una zona no demasiado ocupada en el extremo este del edificio, donde no hacía tanto frío y tenían hueco suficiente para estar juntos. Eso, al menos, les consolaba.

Abraham apareció en algún momento, cargando con ropa, mantas viejas y algunas otras cosas que podían usar para abrigarse. Se las repartieron como pudieron, aunque la mayoría de ellas apestaban y tenían manchas oscuras que las hacían parecer sudarios, impregnados con los icores de la muerte.

Susana, José y Sombra pasaron la tarde paseando por la zona civil, aprovechando para conocerse mejor. Sombra les contó su historia; el particular relato de cómo conoció a Aranda, quién era realmente Jukkar, y cómo él decidió escaparse con ellos y abandonar la locura de la base aérea de San Julián. Ni José ni Susana conocían la historia con detalle, como no fueran unos breves apuntes soltados por Aranda aquella misma mañana, y escucharon con fascinación la parte del ataque zombi a Canal Sur. Mientras caminaban, no obstante, Susana iba registrando cuanto podía: número de centinelas visibles en las torres, accesos bloqueados, su posible vulnerabilidad, y muchos otros detalles.

Moses se fue en algún momento a reunirse con Isabel y los niños. Los encontró con los dos ancianos amables que les saludaron cuando llegaron, y estuvieron enredados en conversaciones triviales sobre las penurias que habían quedado atrás y las que ahora pasaban.

El doctor, por su lado, dijo estar exhausto. Se tumbó en una de las camas y a los dos minutos roncaba profundamente.

Cuando la noche empezó a caer, aún no habían probado bocado. Abraham, no obstante, se las ingenió para traer una especie de magdalenas resecas a los niños y unos zumos de fruta que devoraron con verdadera ansia. Había intentado traer algún otro obsequio para los adultos, pero se disculpó largamente explicando que si alguien le sorprendía, podía darse por muerto.

– ¿En serio? -preguntó Moses. La cabeza le daba vueltas al pensar que alguien pudiera asesinar por un par de magdalenas con aspecto de piedras.

– Ya ha ocurrido antes -dijo con la boca seca.

Un poco después, José se sentaba junto a Susana, que estaba acurrucada, con las piernas recogidas, sobre su camastro.

– Parece que no ha sido una buena idea venir aquí -dijo.

– No lo sé… -contestó Susana, pensativa.

– ¿No? Joder… tengo un agujero en el estómago, y no parece que vayamos a comer gran cosa. ¿Crees que nos dejarán chupar unos granos de café en el desayuno?

– Quizá precisamente por eso… -dijo Susana.

José entrecerró los ojos, valorando sus palabras. Conociendo a Susana, su vieja compañera estaba dándole vueltas a algo. Mordisqueaba con aire distraído su propio pulgar, presionando suavemente con los dientes expuestos.

– Pues ya me contarás qué anda por esa cabeza tuya… -dijo en voz queda-, porque no sé si te sigo.

– Todavía no lo sé -respondió ella-. Pero, ¿qué te parece esto? Quiero decir… realmente.

José negó con la cabeza.

– De verdad que no te sigo, Susi.

– ¿Saldrías conmigo ahí fuera, a la ciudad, a por alimentos?

José permaneció en silencio unos segundos. La pregunta sonó como un gong viejo en su cabeza. En algún momento del viaje en helicóptero, había llegado a pensar que ciertas cosas se habían acabado: corretear por las calles equipados con fusiles, enfrentarse a los zombis para conquistar un viejo edificio donde ya no vivía nadie, o hacer el largo camino hasta el centro comercial Carrefour, vía alcantarillas, para traer alimentos. Realmente esperaba que aquellas cosas empezaran a formar parte del pasado. Y no sólo por la promesa de la Tierra Prometida, donde los soldados se ocupan de esas tareas, sino porque el que fuera el Escuadrón de la Muerte había sido diezmado, sesgado en dos mitades y, por lo tanto, privado de su superioridad táctica. Pensó en Dozer, en Uriguen, y notó con pesadumbre que la vieja herida se reabría.

– Sabes que sí -contestó lacónicamente, aunque comprendía que sin sus compañeros, la garantía de éxito era remota.

– ¿Crees que nos dejarán? -preguntó Susana con voz queda-. Los soldados, ¿crees que nos dejarán?

Y entonces comprendió a dónde quería llegar. Levantó la cabeza hacia los altos techos y, de repente, toda aquella tristeza que se respiraba en el ambiente y toda aquella resignación con la que los últimos supervivientes se aferraban cada día a la vida no era nada comparado con lo profundamente funestos que se le antojaban ahora aquellos muros.

– Oh… -exclamó en voz baja-. No.

Susana asintió con gravedad y suspiró largamente.

– Pero… ¿y Aranda? -preguntó José.

– Esperaremos. Si no viene nadie a informarnos, si Aranda no aparece, tendremos que hacer algo. Pero ahora durmamos. Porque si no me duermo, te juro que acabaré por comerme mis propias manos.

8.

LA DECISIÓN

Caían ya las sombras del atardecer, y Dozer masticaba con lenta fruición algunos víveres que había encontrado en el edificio del Álamo. Finalmente, limpiar las casas que rodeaban la ciudad deportiva había sido una excelente idea. En ellas se guardaban todavía un sinfín de herramientas, ropa, alimentos no perecederos y grandes cantidades de agua que muchos malagueños almacenaron en los días en que los muertos empezaron a volver a la vida. Sin zombis que pudieran acechar en cada dormitorio, tras cada esquina, era extraordinariamente fácil acceder a todas aquellas provisiones, ahora que los almacenes de Carranque no existían.