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Con un dos, tres o cuatro, recibes un daño crítico en el cerebro y permaneces en coma hasta que mueres por inanición. Con un cinco o un seis, babeas desenfrenadamente presa de violentos espasmos hasta que un hilacho de sangre negra se te escapa por las orejas y la ranura del culo.

Sacudió la cabeza, ahora con auténtico temor. Sentía rabia e impotencia. Recordaba por ejemplo que Aranda había estado enfermo tres o cuatro días cuando se le inoculó el suero. Sobrevivió, sí, pero no tenía ni idea de qué cuidados le habían prodigado. Sabía que Carmen había estado con él todo el tiempo, y quizá le había estado dando fármacos para bajarle la fiebre, por ejemplo, o suero alimenticio por vía intravenosa. Aranda había estado completamente desactivado todo ese tiempo, sudando en su cama, pero… ¿quién cuidaría de él?, ¿y si, consumido por la fiebre, se ponía a gritar?, ¿y si atraía la atención de los caminantes?

Apretó los dientes, con los ojos acuosos.

Vamos, chico. Es hora de la medicina.

Había hecho acopio de grandes cantidades de agua y alimentos, y los había dispuesto alrededor, todos a mano. Estaría bien, se dijo, aunque la voz en el fondo de su mente seguía chillando y chillando. Por fin, con un movimiento rápido, extrajo una jeringa del bolsillo y empezó a prepararla.

Dos minutos más tarde, con las lágrimas resbalando por sus mejillas, se inyectaba en vena una cantidad indeterminada del tubo donde una etiqueta escrita a mano mostraba el nombre del que fuera líder de Carranque.

Despertó a media noche, con la boca seca como una suela de esparto, sacudido por tremendos escalofríos. Estaba bajo techo, cubierto por un edredón nórdico y varias mantas que había encontrado en los armarios de la casa, y aun así tenía frío, muchísimo más frío que la noche anterior. Teniendo en cuenta que la pasó empapado y al raso, el hecho le preocupó un poco.

Por Dios, que sea un resfriado. Incluso una gripe estaría bien. Que sólo sea eso.

Se sació de agua (que tenía un regusto a plástico) y extendió las mantas sobre su cuerpo, encogiéndose sobre sí mismo hasta quedar en posición fetal. Sabía, naturalmente, a qué se debían esos escalofríos. Es fiebre, joder. Me está subiendo la puta fiebre. Pero se quedó dormido casi inmediatamente, imaginando una descarnada batalla campal dentro de su organismo, donde un ejército de extraños corpúsculos de un color negruzco diezmaban a los chicos de blanco.

No vio el amanecer, abrió los ojos cuando el sol brillaba alto en la bóveda del cielo. El hecho en sí era bastante extraño, porque estaba acostumbrado a saltar de la cama con el primer albor del día.

Se incorporó como pudo, pero sentía la cabeza pesada y estuvo un rato sentado en el borde de la cama, intentando adaptarse a la verticalidad. Quiso obligarse a beber agua, pese a que notaba cierta sensación de náusea, pero al mover los brazos, experimentó una debilidad infinita y apenas pudo soportar uno o dos sorbos.

Luego, se dejó caer pesadamente en la cama, pensando que, después de todo, quizá dormiría una o dos horas más.

Era de noche otra vez cuando Dozer abrió los ojos. Estaba empapado en sudor, y cuando respiraba, dejaba escapar un pitido agudo y sibilante. Tragó saliva, y la garganta le abrasó como si hubiera ingerido un vaso de lejía. Su corazón palpitaba con fuerza bajo las mantas, y su sonido parecía llenar el silencio de la habitación, como los tambores de guerra de alguna tribu ignota en mitad de la jungla. Tampoco las cosas parecían estar en su sitio: la habitación daba la sensación de extenderse hacia arriba, como si las paredes midieran dos o tres veces su altura normal. El armario de la esquina era un polígono borroso y anguloso, y antes de cerrar los ojos de nuevo, cimbreó con cierta estridencia envuelto en un aura con todos los colores del arcoiris.

¿Mamá?… ¿mami?

Mateo, hijo, ¿has recogido tus juguetes, tus juguetes muertos?

Los he contado todos y no falta ninguno.

¿Dónde, dónde están tus juguetes?

¡Mira, mamá! Ésta es mi mesita… ésta es mi sillita

Dozer volvió a despertar unas horas más tarde. El cielo, visible a través de la ventana de la habitación, parecía inflamado por un arrebatador rosa intenso. No tenía idea de cuánto había dormido o qué hora era, pero pensó que debía ser el atardecer del ¿segundo, tercer día?

Definitivamente, se sentía mucho mejor, aunque hacía un calor de mil demonios. El pelo corto, ligeramente desaseado, estaba sudoroso y aplastado irregularmente. Se asomó a la ventana, para sentir el frescor del aire, y abajo en la calle vio una muchedumbre enardecida que levantaba sus brazos hacia él. Sus bocas abiertas parecían pronunciar su nombre: ¡Dozer, Mateo, Dozer! y se sobresaltó, echando la cabeza hacia atrás instintivamente, casi como si esperase recibir el impacto de una piedra.

Con un gesto de disgusto, echó las cortinas con un movimiento enérgico. No sabía decir cómo se sentía exactamente, pero se decía a sí mismo que debía forzarse a comer un poco. Sin embargo, tanto el suelo como las mesillas de noche donde había dispuesto los alimentos, aparecían desnudas.

¿Dónde los había dejado? Hubiera jurado que no se había movido del sitio, pero le resultaba complicado recordar las últimas horas. Los recuerdos se mezclaban en su mente. Acababa de asomarse a la ventana y, ahora que pensaba en ello, hubiera jurado que el edificio de Carranque seguía allí…

Sacudió la cabeza y abandonó la habitación para dirigirse al salón. El pasillo era largo, endemoniadamente largo, y en sus paredes se desplazaban sombras vertiginosas que le provocaban mareos. Se dijo que comería algo y volvería a la cama. Si conseguía pasar otra noche más durmiendo, por la mañana estaría mucho mejor. A esas alturas le importaba poco que la argucia de Rodríguez funcionase o no; sólo quería recuperar su anterior estado de salud.

– Dozer… -dijo una voz grave, desde alguna parte.

Dio un respingo, girando sobre sí mismo. El pasillo se alargaba en ambas direcciones, sumido en profundas tinieblas. Por un momento le dio la sensación de que el suelo tenía cierta inclinación, por lo que instintivamente extendió los brazos para servirse de las paredes.

¿Había escuchado su nombre, o lo había imaginado? La cabeza le daba vueltas, y al parecer no podía confiar en sus sentidos tampoco, pero por otro lado quizá fuera alguno de sus compañeros, que habían regresado.

Aranda. Aranda se fue aquella misma mañana, antes de que fuéramos al puerto. Y él sabe moverse entre los zombis, vaya si sabe… Ha debido volver… ¡Aranda ha debido volver!

– ¿Hola? -preguntó. Su propia voz le sonó extraña y lejana, como si estuviera hablando desde el fondo de un estanque lleno de agua cenagosa. Carraspeó-. ¿Hay alguien?

¿Bhay ggalguieenn?

Esperó, sintiendo los latidos de su corazón en las sienes. En la confusión del momento, se encontró pensando en el hecho de que reparase siquiera en detalles como ése. El corazón no se siente normalmente; no a menos que algo vaya mal.

Quizá no estaba tan bien como pensaba.

– ¡Dozer! -repitió la voz, que retumbó ominosa por las paredes del pasillo.

Aquélla no era la voz de Aranda. Dozer no sabía explicarse, pero a su juicio, la voz tenía las propiedades del crujir de la madera, del tipo de madera con la que se fabrican los sarcófagos.