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Se daba cuenta de que tendría que nadar trescientos o cuatrocientos metros, pero en aquella parte no se divisaba ningún muerto viviente, de modo que aunque estaba exhausto, comenzó a mover los brazos. Parecían pesar una tonelada, y aún peor, comenzaba a acusar el frío ahora que el sol empezaba a declinar y el efecto de la adrenalina se retiraba, pero de alguna manera avanzaba.

Se concentró en esa tarea, sin pensar en nada más. Una brazada y después otra. El objetivo no era recorrer cuatrocientos metros, sino desplazar el brazo con la fuerza suficiente para propiciar el avance. En algún momento del trayecto se deshizo de la pequeña mochila que llevaba a la espalda, porque le dificultaba el movimiento de los brazos. Todo cosas útiles: una linterna, mapas de las alcantarillas, un botiquín, munición adicional, pero que debían irse al fondo. Así, quince minutos más tarde, un Dozer al límite de sus fuerzas se topaba con una cuerda gruesa y de aspecto vetusto que colgaba del muelle. Se agarró a ella con manos temblorosas y los labios amoratados; todos los poros de su cuerpo estaban erizados como respuesta al frío intenso. Pero lo había conseguido, y esa sensación de triunfo brilló con cierta intensidad en su interior, proporcionándole renovados ánimos.

No ascendió inmediatamente, dejó que los brazos descansaran. Tenía la sensación de que los hubieran hinchado con aire y fueran más gruesos de lo normal. La ropa mojada por el agua era lo peor. La noche se acercaba con rapidez, oscureciendo el cielo por el oeste; el viento, que creaba pequeñas olas encrespadas en la superficie del mar, era frío y húmedo.

Por fin, sirviéndose de la cuerda y las muchas oquedades y salientes de la pared de hormigón, Dozer se encaramó hasta el muelle. Este último esfuerzo le costó toda la energía que le quedaba, y cuando llegó arriba, se dejó caer en el suelo, inerte como un fardo. Tenía heridas en las manos y las piernas, y los ojos le escocían. Bajo el pecho, oprimido por su propio peso, latía un corazón acelerado, y su respiración agitada arrancaba volutas de polvo del suelo. En la distancia, el rumor constante y terrible de los muertos llegaba hasta sus oídos, pero necesitaba descansar un poco más.

Su mente, sin embargo, comenzaba a increparle de nuevo, conjurando oscuras imágenes de conceptos que conocía demasiado bien: la noche, los alaridos y el millar de muertos vivientes que los provocaban. No quedaba más tiempo. Si alguno de ellos lo localizaba, iría a por él con esa furia inexplicable que les caracterizaba, como sacudido por una necesidad imperiosa de desgarrar, de destruir, de acabar con toda vida. No sabía qué clase de instinto primitivo se activaba en sus cerebros cuando se convertían en zombis, pero era uno manifiestamente destructor; los muertos siempre buscaban la muerte.

Espoleado por esa corriente de pensamientos, Dozer comenzó a incorporarse. Visto desde la distancia, parecía un cervatillo que acabara de abandonar el vientre materno: agachado, tembloroso y torpe. Pronto estuvo otra vez en pie, escudriñando la zona que tenía alrededor, y aunque la ropa mojada era desagradable y pesada, se sentía efectivamente renacido.

Por aquel entonces, las obras de reforma del puerto ya habían comenzado, y ante él se extendía una explanada donde montones de arena y grava se acumulaban en confusa profusión. Una excavadora languidecía a poca distancia, con la pala levantada hacia arriba como si extendiera una ofrenda a algún dios ya olvidado. Más allá se extendía la ciudad, apagada y muerta, silenciosa y estéril. Dozer sabía que tendría que salir de la zona de los muelles para encontrar el alcantarillado; desde allí, se arrastraría por debajo de las calles infectadas de espectros (caminantes, como los llamaba Aranda) y trataría de volver a casa, a la Ciudad Deportiva de Carranque, donde él y cerca de una treintena de supervivientes se esforzaban por continuar con sus vidas pese a que el mundo se había ido al infierno. O más bien, pese a que el infierno había ido al mundo.

No intentaría, sin embargo, acercarse a sus calles de noche. Ya era bastante duro intentarlo a la luz del sol; sin ningún tipo de iluminación eléctrica, encaminarse hacia allí era poco menos que un suicidio. Los muertos acechaban en cada rincón, y la mayor parte del tiempo, era difícil saber si estaban siquiera. Se los podía ver apoyados en cualquier esquina, con los ojos en blanco y la mirada perdida en algún horizonte imaginario, o deambulando por todas partes con paso lento y errático, las bocas muertas abiertas y el cuerpo doblado como una S deforme. No, esperaría a la mañana. Aunque en enero amanece más tarde, tendría algo de visibilidad a su paso por las alcantarillas. Allí no había zombis, porque los accesos estaban generalmente cerrados y cuidaban de que así siguiera siendo. Si la luz era entonces suficiente, podría estar de vuelta antes de la hora del desayuno; y el día, le parecía, tenía la capacidad de teñir de vida las escenas más lúgubres.

Exhausto y empapado como estaba, decidió esconderse en algún sitio. Ya no quedaban barcos a la vista: cualquier cosa que hubiera podido flotar fue utilizada el día en el que los muertos empezaron a ser más numerosos que los vivos. Sin embargo, el Santísima Trinidad se encontraba a su alcance, ominoso y oscuro. Desvencijado y vencido por las inclemencias del tiempo, se asemejaba más a un barco fantasma que ha vuelto a emerger de las profundidades del océano.

Uno de los mástiles principales, ahora partido, caía sobre el muelle, convertido en una amalgama de cuerdas y restos de estructuras de madera. Era grueso y circundado por anillos de metal que facilitaban su escalada, así que en pocos segundos estuvo sobre la cubierta. Estaba inclinada unos cincuenta grados, y por el estado de las cosas, parecía que allí se había librado una suerte de batalla. En el cielo, la luna llena preñaba de tonos azulados los cañones ornamentales, desparramados por todas partes. Las pasarelas estaban quebradas, y por doquier, las cuerdas se entrelazaban tejiendo una especie de telas de araña. Pero la oscuridad era un factor de peligro, y Dozer decidió no internarse en el barco. Podía imaginar a los muertos, aletargados en sus salones y pasillos, esperando cualquier estímulo que los pusiera de nuevo en marcha, así que se deslizó bajo una de las escaleras de madera y se acurrucó.

Tenía frío y estaba hambriento, le dolían las manos (que puso bajo las axilas para que entraran en calor) y en su mente, la posibilidad de no volver a ver la luz del día resonaba como la bocina de una estridente alarma. Pero a pesar de todo, se quedó dormido casi al instante, con las rodillas pegadas al pecho, en una posición casi fetal.

Y mientras, alrededor, los muertos aullaban.

2.

LA CIUDAD MUERTA

Isabel miraba a través de la enorme puerta del helicóptero. Al principio le había dado miedo, porque era diáfana y sin hojas, y no pudo evitar agarrarse del brazo a Moses, sentado a su lado. La ascensión, además, había sido abrupta, y una sensación de desmayo subió desde su estómago a la cabeza. Luego, el helicóptero viró con brusquedad y se inclinaron peligrosamente, y ella tuvo que agarrarse con ambas manos a los cinturones de seguridad que la mantenían bien sujeta al asiento.

José había dejado su mochila a sus pies, y cuando el enorme aparato describió el giro, ésta se precipitó al exterior, perdiéndose para siempre.

– ¡Mi mochila! -exclamó José; había intentado apresarla extendiendo la pierna, pero fue inútil.

Uno de los soldados le miró con gesto de interrogación.

– No pasa nada… -dijo al fin-, sólo eran mis cosas.

– Lo siento, compañero -exclamó Susana.

José la miró.

Con el tiempo, Susana se había convertido en uno de los pilares del Escuadrón, compuesto por ellos y dos amigos que habían caído: Dozer y Uriguen. Habían sobrevivido a tantas peripecias que, juntos, se creían imbatibles: la limpieza del perímetro del campamento, la aventura del helicóptero, la invasión zombi propiciada por el padre Isidro, y varias decenas más. Sin embargo, en las últimas horas su número se había visto reducido a la mitad, y Susana parecía ahora tan cansada… demacrada, con la ropa llena de manchas oscuras y con el cabello desaliñado, que más bien parecía una triste y vencida sombra de sí misma: las ojeras remarcaban el borde inferior de sus párpados y su tez tenía el color de la cera vieja. El hecho de que no hubieran dormido mucho la última noche no ayudaba, pero José sabía que eso no tenía mucho que ver. Era el dolor lo que la estaba consumiendo. José se acordó del diario del capitán Díez que tanto había interesado a Dozer, y que él mismo había guardado en su mochila con manifiesto interés. Ahora, el diario se precipitaba al vacío, perdido para siempre. Perdido, como su amigo.