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Mateo, hijo, ¿me escuchas? Sarcófago viene del griego, a ver si te lo aprendes… sarco es carne y fagos tiene la misma raíz que fagocitar. «El que come carne», ¿entiendes?, ¡el que come carne!

El vello de sus brazos se erizó. De repente sentía como si una intensa amenaza convergiese hacia él, pero no podía recordar siquiera dónde quedaba la puerta del dormitorio. El pasillo le parecía demasiado ancho ahora, y… ¿acaso antes tenía tantas puertas a ambos lados?

Empezó a moverse, torpemente, en una dirección al azar. Era incapaz de determinar de dónde provenía la voz, pero sentía el impulso de moverse. El suelo estaba frío, y le calaba hasta los huesos a través de los pies descalzos.

El pasillo no terminaba nunca, lo que le desconcertaba terriblemente. Casi no reconocía la casa donde estaba. Se preguntaba si se había ido a algún otro sitio mientras había estado enfermo. Quizá se levantó en algún momento y estuvo vagando por el edificio. Quizá acabó echado en alguna parte, lo que explicaría la desaparición de la comida. La verdad es que no hubiera podido decir a ciencia cierta que recordaba el dormitorio donde decidió inyectarse la porquería de Rodríguez, así que cualquier cosa era posible.

Pero ¿dónde estaba ahora?

– Dozer… sucio… impío… de mierda.

Sus ojos se abrieron de par en par. Ahora reconocía la voz… la voz inconfundible de aquel hombre abyecto que los había mantenido en jaque. Era él… no se explicaba cómo, pero sin duda era él…

– Sí, Dozer… ¡mírame!

Se congeló en el sitio: ahora era evidente que la voz nacía de algún lugar a su espalda. Giró sobre sus talones, con una expresión atónita en el rostro; la frente era una cortina impregnada por una capa de sudor febril. Allí estaba… erguido en mitad del pasillo cuan alto era. Su sotana negra parecía extenderse a su espalda como las alas enroscadas de un ángel caído, y sus ojos, profundos y hundidos, le examinaban inquisitivos. La parte inferior de la mandíbula seguía ausente, pero su lengua era ahora un tentáculo inmundo que se retorcía en el aire como la cola de una serpiente.

En condiciones normales, Dozer sabía que habría podido reducir a aquel espantajo sobrenatural con un fuerte empellón, pero se sentía inusitadamente débil. Las rodillas le temblaban y los brazos eran dos lastres que le costaba desplazar. Incluso le parecía que el padre Isidro era exageradamente alto; le miraba inclinando la cabeza hacia abajo, con los ojos resplandecientes de un fulgor espectral.

– La vida es un pecado, Dozer… -soltó el padre-. Y yo te declaro… ¡culpable!

Con un asco infinito, se dio cuenta de que el sacerdote le había puesto las manos sobre el pecho. Ni siquiera le había visto moverse, como si estuviera inmerso en una suerte de película donde faltaban fotogramas. Quiso gritar, pero otra vez su voz sonó amortiguada y sorda, y la sensación horrible de no poder expresarse acentuó la impotencia que sentía.

Las manos del padre eran gélidas, como las de un cadáver. Un helor casi doloroso penetró a través de su piel, extendiéndose por todo su pecho, donde el corazón seguía latiendo. Bum, bum, bum. Con un ritmo cada vez más acelerado. Intentó moverse, pero las piernas no le respondían; así que tuvo que obligarse a bajar la vista para no perderse en el abismo de locura que eran aquellos ojos encendidos. Luego intentó desasirse, poniendo sus manos sobre las de él, pero fue como tocar hielo en estado puro: tras una creciente sensación de quemazón, las retiró bruscamente, sintiendo un dolor lacerante en las muñecas.

Bum, bum, bum. BUM.

Por Dios, ¿me está dando un infarto? Me va a congelar el corazón, ¿es eso lo que quiere hacer?

– ¡Culpable! -chillaba el padre-. ¡Culpable!

– ¡NO! -gritó una voz a su espalda.

Dozer no podía volverse, estaba como petrificado mientras sentía que su cuerpo se sometía a una especie de montaña rusa. El pecho se le hinchaba al ritmo de los latidos. Pero conocía aquella voz. Vaya si la conocía.

Era Uriguen.

– U…U…Uri… -musitó, sintiendo que la vista se le nublaba. El pecho se le había ensanchado tanto que le costaba respirar.

– ¡Ven, Dozer! ¡Vamos, pecholobo!

No puedo, tío. Es la fiebre. Son los brazos. Es mi madre, mi madre quiere que cuente mis juguetes, así que es mejor que vaya con ella… cuanto antes… cuanto antes

– ¡No, Dozer, ven hasta aquí! -gritó Uriguen.

Dozer pensó cuánto le gustaría verlo, al menos una vez más, antes… antes de que los dos tuvieran que irse, pero apenas podía moverse ya, ¿cómo pensar siquiera en volver la cabeza?

– ¡Puedes hacerlo! -gritaba su compañero-. ¡Lucha! ¡Lucha, Dozer, lucha!

Luchar. Dozer apretó los dientes, dejándose alentar por las palabras de su amigo. En la trastienda de su atribulada mente, entre las brumas de la confusión, pensamientos irracionales chocaban contra las paredes de su raciocinio, ahora ya casi completamente aniquilado. Pensaba que Uriguen estaba muerto, así que debía saber lo que decía. Y si él aseguraba que podía zafarse… qué joder, entonces lo intentaría de nuevo.

Con renovado ánimo, levantó otra vez los brazos y los colocó sobre las manos de Isidro. Esta simple tarea le costó un esfuerzo terrible, como si tratara de nadar en una poza llena de lodo. El sacerdote reía… sus dedos alargados tenían el color y la textura del mármol, y la piel de su propio pecho había adquirido una tonalidad parecida. Finísimas hebras de vapor helado escapaban de los dedos extendidos del sacerdote.

– Yo soy el Ángel del Abismo, necio -bramó el sacerdote-, y mi nombre en hebreo es Abadón, y en griego, Apolión.

– ¡Dozer, ven… aquí!

Ya… ya voy, viejo amigo

BUM. BUM. BUM .

Por fin, con un solo gesto enérgico, Dozer tiró de las manos del sacerdote y consiguió separarlas de su cuerpo. El dolor fue superlativo y lacerante, como una descarga eléctrica, y su cuerpo salió despedido hacia atrás. Cayó de culo sobre el duro suelo un par de metros más allá, donde permaneció boqueando como un pez varado en la orilla. Sus ojos, abiertos de par en par, delataban que aún intentaba comprender lo que había ocurrido.

– El justo exultará al ver la venganza -aullaba el sacerdote con la voz demasiado aguda. Avanzaba hacia él lentamente, con los brazos extendidos en cruz-, y lavará sus pies en la sangre del impío…

Con grandes esfuerzos, Dozer rodó sobre sí mismo y empezó a avanzar a cuatro patas. Sólo pensaba en poner tanta distancia entre él y el espantajo humano como fuera posible, aunque la cabeza le daba vueltas y cada vez veía peor. El pasillo parecía envuelto en una bruma espesa, y los ángulos de las paredes eran todos incorrectos. Finalmente, consiguió recuperar cierta estabilidad y ponerse en pie, aunque las piernas no le acompañaban; tuvo que avanzar haciendo resbalar su cuerpo contra la pared, con la mano derecha sobre el corazón.

BUM. BUM. BUM .

Parecía querer salírsele del pecho.

Bizqueó, intentando enfocar lo que tenía delante, pero por mucho que se esforzaba no veía a Uriguen por ninguna parte.

Por dónde, amigo… ¿por dónde debo… ir?

Pero Uriguen no quería, o no podía contestarle. Continuó avanzando, sirviéndose de la mano libre para tantear el espacio que se extendía ante él. El aire le faltaba y el corredor… el corredor se asemejaba ahora más al de un hospital, diáfano y aséptico, con paneles luminosos cubriendo el techo de forma que la distribución de la luz era perfectamente regular.