Выбрать главу

De pronto, el bramido nauseabundo de una decena de muertos vivientes llegó hasta sus oídos. No sabía si habían estado siempre ahí, pero llenaban el espacio a su alrededor como un manto asfixiante.

¡Uri, Uriguen! No puedo seguir… ni siquiera sé si camino hacia los muertos

Cuando casi sentía ya el aliento cálido y putrefacto del sacerdote en la nuca, se sintió desfallecer y su mente escoró hacia tenebrosos pensamientos de rendición. Pensó que, si se dejaba caer, todo acabaría rápidamente. El frío en los pies, la visión neblinosa, la sensación de ahogo… todo desaparecería, y el corazón dejaría de ser una caja de ritmos en su pecho.

Cerró los ojos, notando que el sacerdote se acercaba, y ya no intentó moverse más.

Mateo, cariño

¿Mamá?

La voz de su madre le hablaba desde algún lugar a su alrededor. Sonaba alta y clara, por encima de todos los otros sonidos, pero al mismo tiempo cálida y familiar. Dozer se sintió otra vez muy pequeño, y aún con los ojos cerrados extendió los brazos como un bebé que desea ser abrazado.

¿Te acuerdas cuando eras pequeño, tesoro? Tenías asma y no podías correr como los demás niños

Asma… sí, yo

Tenías asma. Tus pulmones no funcionaban bien, y te asfixiabas, y te tumbabas en el suelo embargado por la rabia mientras los otros niños te decían cosas horribles. Y te anegabas en lágrimas, porque querías ser como los otros, querías correr, correr como el viento y demostrarles a todos que no te pasaba nada

Sí… correr

No soportabas sentirte enfermo. Acuérdate de cómo luchamos juntos, cariño, contra aquello. El año de inyecciones en casa, el olor a alcohol en el despacho de papá, aquel practicante gordo que te lanzaba las agujas al pompis desde lejos… todo aquel ejercicio físico controlado, y los baños en el mar, ¿te acuerdas de que toda la familia nos vinimos a Málaga para que tuvieras eso?, ¿te acuerdas de la piragua, cariño? Cómo movías los brazos, cómo mejoraste aquel verano. Todos hicimos un gran esfuerzo, pero después te apuntaste a atletismo en el colegio… ¿y te acuerdas de cómo corrías?

Sí… yo corría… yo… ¡Yo gané!

Sí, ganaste, tesoro, porque eres un luchador. Mírate ahora… tus brazos no son débiles, tus rodillas no son débiles. Tesoro, eres un Titán entre los hombres. No dejes que nadie te haga creer otra cosa. Otra vez.

Dozer abrió los ojos de nuevo, y la luz del pasillo, blanca y estéril, lo inundó. Estaba en el suelo, y una sombra alta y terrible se acercaba por sus pies. Instintivamente, dobló las rodillas para retirarlas.

Era Isidro, precipitándose hacia él con las manos extendidas.

– Yo soy el Señor de los Muertos, Dozer -exclamaba. Su voz era negra y profunda, como si brotase de un abismo-. Y tú caminarás a mi lado, porque serás mi Favorito.

Y se abalanzó sobre él, con los largos dedos extendidos y trocados en garras. Dozer lo recibió, y al mover los brazos percibió que el efecto de pesadez había desaparecido. Sus hombros eran otra vez fuertes y contorneados, y aunque su corazón seguía amenazando con descarrilar, empezaba a condensar una creciente rabia en su interior. Se trabaron en combate, rodando por el suelo en una vorágine de movimientos confusos. El sacerdote movía sus brazos como si buscara alcanzarle, pero Dozer lo rechazaba una y otra vez con golpes fuertes y enérgicos. Cuantos más golpes propinaba, más furioso estaba y más empeño ponía.

Sus dedos se abrían y cerraban como las pinzas de un cangrejo, y daban dentelladas en el aire.

Busca mi puto corazón, se dijo en un breve instante de lucidez. El cabrón quiere atravesar mi puto corazón.

En una de las vueltas, ambos quedaron enfrentados, cara con cara. La lengua del padre era un obsceno apéndice de un color sanguinolento, que se retorcía como una serpiente; y en sus ojos llameaban las ascuas de algún infierno interior. La lengua le recorrió la mejilla, y Dozer gritó, sintiendo un asco infinito: olía peor que un kilo de carne en descomposición. Pero por fin, arqueando la espalda y doblando los codos, consiguió dar la vuelta a la situación y ponerse encima de él.

BUM, BUM, BUM, BUM .

– ¡NO! -Gritó Dozer, levantando ambos puños por encima de su cabeza como si blandiese un martillo invisible. Los dejó caer sobre el rostro retorcido de su enemigo, consumido por una mueca de sorpresa, mientras Dozer gritaba repetidamente-: ¡NO, NO, NO, MI CORAZÓN NO, HIJO DE PUTA!

El sacerdote intentaba derribarlo, tirando de su ropa y arañándole el pecho con las uñas, pero sus intentos eran cada vez más y más fútiles. Con cada ataque, el rostro de Isidro se iba tornando más y más irreconocible: las mejillas se cuartearon como si su piel fuera un pergamino viejo, el párpado derecho se hinchó como un huevo y un chorro de sangre brotó de su nariz, embadurnando sus mejillas y los dientes expuestos.

Continuó infligiendo golpes durante un buen rato, hasta que las manos del sacerdote cayeron inertes a ambos lados. Después, permaneció subido sobre él, rodeando su cuerpo con ambas piernas y jadeando, como cuando era pequeño y tenía asma, entrecortadamente. Se miró los puños, cubiertos de sangre negra, y tan pronto se dio cuenta de que había ganado, experimentó una súbita sensación de euforia. Cerró los ojos, intentando recobrar el ritmo respiratorio… aspiraba y expulsaba el aire como un viejo fuelle con demasiados remiendos, sibilante y de forma descompasada, pero después de un rato, empezó a recuperar el control. Aún percibía sus propios latidos, pero ya no parecía el galope de un búfalo a punto de embestir, sino una vieja maquinaria que ha recuperado el conocido y viejo ritmo de la vida.

BUM. Bum, bum, bum… bum.

Pero cuando abrió los ojos otra vez, un inesperado fogonazo de luz, intenso como el flash de una cámara, le cegó por unos segundos. El pasillo pareció girar entonces noventa grados, y Dozer se sintió transportado, como si cayera hacia un destino desconocido. La sensación, sin embargo, duró sólo un infinitesimal instante; casi en el mismo momento se encontró otra vez en una habitación donde las paredes le eran conocidas. En una esquina, tremolaban las cortinas que nunca corrió.

Se incorporó, todavía aturdido. Estaba tendido sobre la cama, hecho un ovillo. Las mantas habían caído al suelo, cubriendo parcialmente todos los alimentos y botellas de agua que había dispuesto. No los había movido a ninguna parte. Ni siquiera él se había movido a ninguna parte. Se dejó caer sobre la almohada, sintiendo que el mareo y la sensación febril desaparecían poco a poco. Sus pulmones se llenaron de aire, y esta vez no hubo silbidos ni sensación de ahogo.

Que me jodan… que me jodan si no he estado luchando con esta mierda… ¿Y sabes qué?, ¿sabes qué, mamá, Uri…? He ganado. Joder que si he ganado. Dozer gana. Virus de mierda pierde.

Y tumbado en la cama, en la soledad del edificio y casi de la ciudad, rodeado por una marea de muertos vivientes, Dozer empezó a llorar. No había pensado en su madre desde que empezó todo aquello, simplemente porque no se había atrevido a darse ese lujo, pero de alguna forma, sentía hasta en el último poro de la piel que no había estado solo.

Hemos ganado, mamá. Uri… hemos ganado.

Y otra vez se quedó dormido, pero sin sueños.

9.

LA CÁMARA DE LOS HORRORES

– Antes de continuar -explicó Romero- quisiera pedirle algo.

Habían llegado al interior del Palacio de Carlos V, y habían estado un rato cruzando salas y corredores. A Aranda no se le escapó el hecho de que hubiera soldados apostados por todas partes. Incluso en lugares donde su presencia parecía innecesaria, había al menos tres hombres en actitud vigilante. En cierto modo, le resultaba reconfortante ver tanto uniforme y tanta arma a su alrededor; le hacía pensar que estaba por fin en el lugar correcto, lejos de la incertidumbre que había vivido en Málaga, como líder de una pequeña comunidad de hombres y mujeres. Carranque cayó porque toda su fuerza operativa estaba lejos cuando sobrevino la tragedia, y de algún modo, en la trastienda de su cabeza todavía resonaban preguntas que no podía evitar formularse; de haber tenido más gente capaz de reaccionar a un ataque armado, ¿habrían sido las cosas diferentes?