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– Lo que quiera -contestó.

El teniente Romero asintió con la cabeza y le condujo por un corredor abovedado que desembocaba en una pequeña sala con una puerta metálica, custodiada por dos soldados.

– Abra… -dijo Romero, y casi al instante, uno de los soldados retiró el pequeño cerrojo de hierro, que restalló con un crujido-. Pase usted -pidió Romero-. Cerraremos esta puerta cuando entre. Cuando hayamos cerrado la puerta, quiero que continúe por el corredor hasta que encuentre una segunda puerta. Ábrala…

– Bien… De acuerdo -contestó Aranda, algo vacilante.

Los soldados se miraron brevemente.

– ¿Señor? -preguntó uno de ellos, dubitativo.

– Cierre la puerta -ordenó Romero.

Y con un ruido sordo, la gruesa lámina de metal se cerró, llevándose casi toda la luz. La oscuridad surgió de las grietas de los muros, toscos y antiguos, dejándole en penumbras. Ahora, la voz de Romero llegaba a duras penas, convertida en un murmullo ininteligible.

Aranda avanzó por el túnel hasta encontrar una puerta similar en el otro extremo. Una pequeña caja de luz, que zumbaba con persistente intensidad, arrojaba un tinte anaranjado sobre la escena.

Retiró el cerrojo y la puerta comenzó a girar sobre sus goznes. El pasillo se inundó de luz. Fuera, el sol brillaba alto en el cielo, y el aire frío penetró a través de su camisa. Aranda salió al exterior, mirando alrededor. Se trataba de un pequeñísimo patio de aspecto mísero, tierra batida y paredes surcadas por una miríada de grietas. Arriba, un despejado cielo le saludó con una luminosidad meridiana, y Aranda pensó vagamente en los espaciosos portales de techo descubierto tan tradicionales en la cultura andaluza. Allí, plantados junto a uno de los muros, había cuatro hombres. Uno de ellos se mecía suavemente, cimbreándose como un tallo al viento, y los demás tenían una actitud cabizbaja, como si llevaran tiempo esperando. Tardó unos segundos, pero pronto cayó en la cuenta: sus dedos estirados, sus maneras anquilosadas y el color de la piel, ligeramente aceitunada. No eran hombres. Eran, por supuesto, caminantes.

Aranda miró hacia arriba, donde un par de soldados atisbaban con visible expectación. Romero apareció de pronto junto a ellos, mirándole con una expresión neutra en el rostro.

Es una prueba, pensó, con cierta sorpresa. Quieren ver el Pequeño Truco con sus propios ojos… Suponía que era normal, al fin y al cabo, pero algo en todo aquello le disgustó. Los soldados miraban con ambas manos apoyadas en la barandilla, casi divertidos, sin que se divisara la presencia de arma alguna para controlar la situación en un momento dado, y la indiferencia que Romero lucía en su semblante empezaba a irritarle. ¿Y si, por mor del apocalipsis, se hubieran encontrado con alguien con la cabeza algo ida?, ¿alguien que asegurase poder caminar entre los muertos cuando no era así? Empezaba a sospechar que habrían dejado que los muertos se ocupasen de él. Incluso, pensaba que quizá lamentaran haber gastado el precioso combustible del helicóptero inútilmente.

Y ese pensamiento furtivo que se abría en su mente derivó en otros, de un tono más lúgubre. Si el «pequeño truco» hubiese fallado y los muertos se le hubiesen echado encima, ¿qué les habría dicho Romero al resto del grupo? Sabía cómo habrían reaccionado José o Susana, desde luego.

Aún con esas reflexiones en la cabeza, Aranda echó a andar. No quería dedicar mucho tiempo a pensamientos tan derrotistas, porque sabía que, para bien o para mal, la decisión estaba tomada, y ya no era posible dar marcha atrás. Habían ido a buscarle a Málaga, y lo habían metido en el antiguo Palacio de Carlos V, ocupado ahora por el ejército, que se esforzaba por proteger a lo que podría ser la última representación del ser humano, al menos en la zona. Tenía que enseñarles lo que necesitaban ver, y mejor que fuera pronto.

Se acercó a los zombis y se plantó frente a ellos. Ahora que tenía sus caras delante, no le cabía ninguna duda de su naturaleza: labios finos y resecos, piel ajada adherida al hueso del cráneo, y aquellos ojos blancos y profundos que le eran tan conocidos. Eran caminantes, sí. Desdichados a los que el descanso eterno les había sido privado y ahora estaban condenados a arrastrar su carcasa mortal por toda la eternidad. Asqueado, se dio media vuelta y miró hacia arriba.

Los soldados parecían realmente sorprendidos: sus bocas formaban un círculo perfecto, y se habían inclinado sobre la baranda, como si quisieran acercarse todo lo posible al prodigio. Romero, en cambio, había variado muy levemente su expresión. Se mantuvo así unos segundos, como considerando la situación, hasta que, con fulgurante rapidez, hizo algo inesperado: sacó su pistola, apuntó a Aranda, y disparó.

El disparo sonó como la explosión de un tubo de escape diez años demasiado viejo. Aranda, que había pensado que el teniente le apuntaba, se encogió cubriéndose el rostro con ambos brazos y ahogando un grito. La bala cruzó el patio a una velocidad endiablada e impactó directamente en el hombro de uno de los zombis, que se volteó como una marioneta de trapo. Casi al unísono, los otros tres muertos se revolvieron como hienas azuzadas por un palo: sus brazos se lanzaron hacia delante, tensos y crispados, y sus bocas se abrieron en respuesta. Aranda abrió los ojos, y la primera palabra que se formó en su mente fue inequívoca: animales. Son animales.

Por fin, localizaron a los tres hombres en lo alto del muro y se lanzaron contra la pared. Allí alzaron los brazos, con las manos abriéndose y cerrándose intermitentemente y bramando con sus gargantas rotas e hinchadas. Excitados hasta extremos salvajes, buscaban, rabiaban por encontrar y despedazar la carne viva que les era ahora tan evidente.

Aranda resopló, súbitamente aliviado. Había llegado a pensar que el teniente quería que engrosara su colección particular de espectros. Pero ahora que había comprendido su plan, miraba fascinado el comportamiento de aquellos infelices, transportados a un estado de agitación salvaje. Sabía que, mientras los hombres se mantuvieran a la vista, seguirían allí, chillando y restregándose contra el muro durante días, semanas y meses.

Era lo que Romero había buscado. Quería que salieran del letargo en el que habían caído, pero la demostración estaba hecha. Habían pasado a su lado sin mirarle siquiera, como si no existiera. Aranda contaba con esa prerrogativa desde hacía ya algún tiempo, pero aún no terminaba de acostumbrarse.

Desde su atalaya, Romero asentía lentamente. Una media sonrisa de satisfacción llenaba su rostro.

– ¡Creo que, después de todo, decía usted la verdad! -gritó.

Pero Aranda, con las rodillas todavía temblorosas y un gesto ceñudo, levantó el dedo medio hacia el teniente, quien soltó una sonora carcajada.

– Disculpe lo de antes -dijo Romero, cuando volvieron a reunirse-. Tenía que asegurarme. ¡Y no cabe duda de que su pequeña historia es cierta!