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– Ya -contestó Aranda, todavía disgustado-. Tiene unos métodos un tanto peculiares.

– Reconozco que lo del disparo fue fruto de la emoción del momento -contestó Romero, visiblemente divertido-. ¡No tuve en cuenta que usted podría pensar que lo apuntaba!

– Bueno, últimamente me ha ocurrido de todo.

– ¡Me hago cargo!

Caminaban todavía por el interior del palacio, subiendo por unas escaleras que ascendían en espiral hacia los pisos superiores. La belleza del lugar, diseñado para satisfacer las necesidades del emperador y su familia y cuya construcción se prolongó durante casi cuatrocientos años, estaba consiguiendo insuflarle otra vez cierta calma. El sonido de sus pisadas, rebotando contra los altos techos y las paredes, era reconfortante.

– ¿Cuánto hace que tiene… eso en la sangre? -preguntó entonces el teniente. Su inflexión era de nuevo grave.

– Unas semanas…

– ¿Y se encuentra usted bien?

– Perfectamente.

Y sin que nadie añadiera nada más, Romero se detuvo en el corredor, abrió una puerta de madera de doble hoja con gesto solemne y se retiró para que Aranda pudiera ver el interior.

– Bienvenido al bloque científico -anunció.

Era evidente, a juzgar por su tono engolado y pausado en exceso, que el teniente estaba bastante satisfecho de sus instalaciones; pero al decir de Aranda, aquello era mucho peor que el pequeño laboratorio que Rodríguez improvisó en Carranque.

Era como una cámara de los horrores, una habitación iluminada irregularmente con lámparas halógenas que proyectaban sombras alargadas de altos contrastes. Repartidas sin aparente orden y dispuestas en isletas por toda la sala, había una amalgama de mesas de varios tamaños, formas y colores. Bien fuera por la falta de sueño o por la tensión generada por los acontecimientos vividos en las últimas horas, Aranda tuvo la extraña sensación de enfrentarse a una imagen en apariencia desligada de la realidad, casi onírica. El aspecto de casi abandono que bañaba cada detalle acentuaba esa sensación y el olor que emanaba de la sala, una mezcla de detergente industrial y podredumbre, consiguió que Aranda torciera el gesto con una mueca de desagrado.

En el centro de la sala había dos hombres vestidos con batas, largas y desabrochadas, como las que usa el personal sanitario; pero resultaba difícil creer que alguna vez hubieran sido blancas. Manchas oscuras de una mugre ancestral, de distintos tamaños y tonalidades, parecían emponzoñarlas. Nunca lo había considerado, pero el doctor Rodríguez solía vestir también con una bata similar, y aunque a menudo tenía que tratar con cadáveres para estudiar sus tejidos y órganos, siempre se las había ingeniado para mantenerse en un estado civilizado de higiene.

Aranda se sintió desfallecer. No sabía exactamente lo que había estado esperando. Suponía que en su cabeza se había dibujado una forma brumosa, indefinida, a caballo entre laboratorio de investigación y consulta médica, con sus tradicionales paredes blancas y una luz ligeramente azulada, pero nunca aquel sótano de pesadilla.

– Le presento a los doctores Marín y Barraca -anunció Romero-. Caballeros, éste es el hombre del que les han hablado.

Al escuchar la voz del teniente, los hombres se volvieron rápidamente. Bajo la potente luz del foco que iluminaba la mesa en la que estaban trabajando, sus rostros adquirían cierta desproporción, como si sus ángulos fueran demasiado puntiagudos. Aranda, por un segundo, creyó estar en presencia de seres fantasmales, pero pronto los doctores se acercaron a ellos con una expresión de manifiesta curiosidad y el efecto pasó.

– ¡Fascinante! -exclamó Marín, estudiándole con la mirada. Inclinaba la cabeza como quien admira una extraña obra de arte.

– Ya veremos -comentó Barraca, manteniéndose a cierta distancia. Era un hombre grueso, barbudo y calvo por añadidura, y su expresión severa y fría no ayudaba a hacerle parecer afable.

Marín le extendió la mano, pero ésta, enfundada en un guante de látex, estaba bañada en sangre. Aranda había ofrecido la suya, casi por inercia, pero detuvo el movimiento en el aire, confundido.

– Oh, disculpe -explicó Marín-. Estábamos trabajando.

– No se preocupe -contestó Aranda.

De repente cayó en la cuenta de que el olor que percibía no era detergente industrial, era algo diferente, más profundo. Otro olor, uno al que ya estaba acostumbrado, pero que había tardado en identificar. Olor a sangre, a vísceras, a entrañas expuestas. Al fin, miró hacia el fondo de la sala y allí vio un cadáver tendido sobre la mesa donde los doctores habían estado trabajando; tenía el torso abierto y las costillas asomaban como los barrotes de una jaula espeluznante. Era algo que también había visto antes, aunque no de forma tan explícita, pero no pudo evitar sentir un asco infinito.

Y había algo más: el cadáver se movía; movía las piernas con pequeñas sacudidas, como si fuese alguien que, poco a poco, abandona el sueño profundo. Era uno de los zombis, atado a la mesa con bandas negras de algún tipo; trabajaban sobre él cuando aún estaba vivo, sacándole los órganos con algún extraño afán investigador.

Aranda se preguntó si el infeliz era capaz aún de sentir algo. Él tenía el virus en su cuerpo, aunque estuviera aletargado e impedido por el hecho de que su cuerpo aún mandaba sobre sus misteriosas operaciones de revitalización, pero funcionaba normalmente. ¿Y si los zombis experimentaban dolor?, ¿y si su sistema nervioso seguía enviando ondas al cerebro?, ¿estaría aquella criatura sufriendo una tortura indescriptible, sumida en un horrible infierno, sin poder morir?

No lo sabía, pero sí sabía una cosa: Rodríguez nunca trabajó con ningún zombi cuando aún estaba activo. Siempre había supuesto que era una cuestión de seguridad, pero al ver aquel cadáver retorciéndose en la mesa, con hilachos de apéndices intestinales resbalando lentamente hacia el suelo, se preguntó si Rodríguez sabría la respuesta.

Barraca arqueó una ceja, mientras seguía evaluándole con la mirada.

– ¿Pasamos a otra sala? -preguntó al fin-. Creo que la visión de nuestro espécimen le ha impresionado.

Aranda sacudió la cabeza.

– Disculpen… es… En realidad, sí.

– Es necesario -puntualizó el doctor Marín-. Debemos tratar con ellos y estudiar cómo se comporta su cuerpo para saber a qué nos enfrentamos. Es fascinante… podemos vaciar todo su aparato vital, podemos llenar sus venas con mercurio o quemar su corazón… pero ellos siguen en pie.

Aranda arrugó la nariz.

– De acuerdo -cortó Romero, observando el disgusto de Aranda-. Les dejaré hacer… aunque vendré a menudo para seguir los progresos. ¿Cuál es el protocolo en este caso, doctores?

Barraca carraspeó.

– Querríamos saberlo todo, en realidad. Ni se imagina la de cosas que podemos aprender de él. Haremos un estudio hispatológico completo, desde luego…

– Tras una biopsia… -interrumpió Marín.

– Tras una biopsia, naturalmente. Médula ósea, hígado, ganglios linfáticos y tejido muscular…

– Análisis de sangre…

– Por supuesto -dijo Barraca, poniendo los ojos en blanco-. Queremos ver cómo cohabita el virus con sus neutrófilos, si es que le queda alguno.

– Un estudio neurológico… -añadió Marín.

– Quiero decir… -exclamó Romero levantando ambas manos-: ¿Cuándo llegaremos al punto de saber si podemos tener una aplicación de esta… vacuna, o lo que sea?

Los doctores se miraron brevemente. Por fin, Marín carraspeó. De repente parecía nervioso y dubitativo, y Aranda tuvo la sensación de que evitaba mirarle a los ojos.

– Vamos a necesitar lo que… le pedimos.

Un inesperado silencio descendió sobre la sala; Romero parecía una versión en piedra de sí mismo. Permaneció así unos instantes, sin mover un solo músculo de la cara, sin decir nada.