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– Hablaremos de eso en privado -exclamó al fin, poniendo especial cuidado en enfatizar cada sílaba. Barraca quiso añadir algo, pero el teniente se volvió, dándole la espalda y concentrándose en Aranda.

– Pero teniente… -interrumpió Barraca, intentando captar su mirada de nuevo.

– ¡Ahora NO! -explotó Romero, lanzando finísimas partículas de saliva por los aires.

Las venas de su cuello se hincharon, y su semblante adquirió una tonalidad roja. Aranda y los dos doctores dieron un respingo, sobrecogidos por el inesperado giro de la situación. Toda la estudiada calma del teniente se había evaporado. Aranda se puso tenso.

– Maldita sea… -añadió Romero, pasando un tembloroso pulgar por la línea de sus cejas-. Vengan conmigo. Sólo será un momento.

Aranda sacudió brevemente la cabeza, sintiéndose terriblemente incómodo. Los vio salir por la puerta por donde habían llegado y cerrarla tras ellos, y casi al instante, un profundo silencio cayó sobre la sala. Era tan denso y tan palpable que tuvo la sensación de intentar respirar a través de una tela. El corazón, acuciado por un creciente desasosiego, le latía con fuerza en el pecho.

Suponía que Romero debía estar sometido a un profundo estrés, si era el cabeza visible de aquella comunidad, y por lo tanto, el máximo responsable de su seguridad. Bajo ese prisma, y aunque él nunca había tenido problemas de ese tipo, podía entender su estallido emocional. Demasiadas vidas dependían de sus decisiones, y el tiempo seguía pasando sin que se viera una solución al problema. Estaba seguro de que, cada día que pasaba, grupos de supervivientes sucumbían finalmente a la demencia que había asolado al planeta, por uno u otro motivo, en alguna parte del mundo. Como Carranque.

Pero había algo más. Lo notaba en la piel, en el suave frufrú del movimiento espasmódico del cadáver que yacía en la mesilla, frotándose contra las bandas negras, y en el invisible crepitar del aire, tan característico del silencio absoluto. Aquello no le gustaba, no le gustaba en absoluto. La escena era demasiado surrealista, casi una broma, como para poder ser considerada en serio. La imagen de los dos doctores, con sus trajes sucios, desmontando el cadáver de un zombi era demasiado extraña. ¿Dónde estaban los ayudantes?, ¿no disponían de más personal?, ¿por qué, después de tres meses, seguían necesitando hurgar en las tripas de un espécimen vivo?, ¿dónde estaba el material especializado?, ¿dónde estaba la higiene, por el amor de Dios?

Las preguntas se agolpaban en su mente, girando a toda velocidad como una nebulosa que cobra forma y que, en cada evolución, produce una inquietud tras otra. Y entonces, como movido por un impulso irrefrenable, se acercó a la puerta y pegó la oreja.

El sonido llegaba sólo parcialmente y distorsionado por la gruesa madera, pero todavía era capaz de entender algo.

– … guien vivo… -dijo una voz, que parecía la de Marín.

Aranda cerró los ojos, en un intento de enfocar mejor su capacidad auditiva.

– … no fue fácil la última vez…… ¿?… la situación… -contestó Romero.

– Lo sabemos, pero es imprescindible -exclamó Marín, con voz inesperadamente clara. Aranda lo imaginaba moviéndose mientras hablaba; en ese momento debía estar cerca de la puerta.

Barraca añadió algo, pero su voz grave degeneraba demasiado a través de la madera y no pudo descifrar nada.

– Pero… ¿?… probar sus efectos

– Eso sólo puede hacerse con alguien vivo -añadió Marín.

– Conseguirán que se… ¿?… Espero que sepan lo que están haciendo… -exclamó Romero.

Barraca comenzó a hablar. Aranda intentó concentrarse, dejando la mente vacía para absorber todos los sonidos y que éstos, por su propia naturaleza, formaran palabras conocidas en su cabeza, pero fue inútil. Escuchó hablar a Barraca durante casi un minuto, pero fue incapaz de extraer nada de su monólogo.

– De acuerdo -dijo entonces Romero-, pero mientras tanto, hagan su trabajo

Su voz era ahora sorprendentemente nítida, y Aranda supo a qué se debía: se acercaba a la puerta. Abriendo los ojos de par en par, se retiró unos cuantos pasos con un rápido gesto. La puerta se abrió casi al instante, y Romero entró en la habitación con paso decidido.

Pero se detuvo, pestañeando brevemente.

Aranda sabía que su expresión no era la misma. Se había perdido grandes trozos de la conversación, pero había captado lo suficiente. No sabía cómo sentirse, pero en su cabeza las preguntas empezaban a conformar un mensaje de alerta escrito con pulcros caracteres mayúsculos. Querían probar algo… querían hacer algún extraño experimento sobre alguien vivo… y a juzgar por el carácter privado de la conversación y las respuestas de Romero, no creía que fuera una prueba convencional, una prueba médica, con garantías de obtener resultados que certificaran la salud del voluntario. Sólo que… había empezado a sospechar que lo de voluntario era un eufemismo, como llamar invitado a alguien que ha sido secuestrado.

Romero miró fugazmente a ambos lados, y por fin se retiró a un lado, dejando pasar a los doctores.

– Les dejo. Nos veremos, Aranda -dijo.

Y Juan quiso decir algo. En realidad, quería pedirle que le llevara con sus compañeros. Quería ver a José y a Susana, y también a Moses, y al viejo doctor Jukkar con su divertido acento finlandés; y quería ver también a los niños, comprobar que estaban bien. Pero sobre todo, pensaba en el Escuadrón. Se sentía involucrado en algo que no estaba desarrollándose como había esperado, y los quería cerca. Sólo por si acaso.

Así que se quedó callado, incapaz de pronunciar palabra.

Y los doctores, vestidos con sus batas infectas, se colocaron a ambos lados, como perros cancerberos, luciendo dos de las sonrisas más falsas que había visto en toda su vida.

10.

JUKKAR CRUZA LA LÍNEA

El día siguiente transcurrió lentamente, quizá demasiado. El hambre los mantuvo inquietos toda la mañana, pero estuvieron ocupados, sobre todo, hablando con Abraham. Isabel y los niños, por su parte, pasaron la mayor parte del tiempo recorriendo los jardines que estaban situados detrás del edificio del Parador, porque al fin y al cabo hacía un día maravilloso y ella prefería mantenerlos alejados de los otros supervivientes. Tristemente, el ambiente dentro del Parador era demasiado sórdido y oscuro, y aunque no quería reconocerlo conscientemente, sus cuerpos desnutridos se asemejaban demasiado a los de los muertos vivientes como para sentirse cómoda entre ellos.

Moses descubrió que nadie parecía estar muy interesado en entablar conversación. Pasó la mañana paseando por el interior del antiguo convento, intentando mezclarse con la gente, pero aparte de un pequeño saludo como respuesta no obtuvo lo que en realidad buscaba: la complicidad de aquellas personas, unas palabras de ánimo, un poco de calor humano.

Cuando intentó llegar a las habitaciones, una señora que estaba sentada en uno de los escalones le advirtió que no lo hiciera.

– ¿Por qué, señora?

– Arriba se está caliente, mijito, pero por eso el problema de las pulgas y las garrapatas es mucho peor. Aquí abajo hace frío, pero viviremos más tiempo.

Moses miró hacia arriba con los ojos muy abiertos. La escalera terminaba en un rellano sucio y oscuro, y de repente lo vio con otros ojos, como si fuese un cubil que encerraba enfermedades innombrables.