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Finalmente, la hora de la comida llegó. El plato principal, y el único por añadidura, consistía en una especie de sopa que calentaban en un perol de gran tamaño, extraído de las cocinas del Parador. No había vajilla suficiente para todos, así que sorbieron el contenido humeante de los cuencos, vasos y platos con avidez en tres y cuatro turnos. La sopa, de un color ligeramente amarillento, contenía trozos de alguna sustancia blanda flotando.

– ¿Qué lleva esto? -preguntó José cuando le tocó el turno. Para entonces, su estómago gruñía como si encerrase un oso de doscientos kilos.

– Un poco de pasta. Y tierra -contestó el hombre.

– ¿Cómo que tierra?

– Tierra, hombre. ¡Tierra! Proporciona sales y minerales. Muy necesarios.

José descubrió que la sopa sabía exactamente a eso, a tierra sucia, pero al menos el sabor engañaba al estómago. Un poco. Cerró los ojos e intentó imaginar que se encontraba en el restaurante chino de La Malagueta, y que lo que dejaba un poso arenoso en su lengua era una deliciosa sopa de tiburón caliente.

Cuando terminaron, Moses echó una mano recogiendo las cosas. En un momento dado, acabó apilando cacharros en las enormes cocinas junto a Abraham.

– ¿Siempre es así? -le preguntó.

– ¿El qué?

– La comida.

Abraham se encogió de hombros.

– Una vez cogimos un conejo -dijo-. Somos tantos que comprendimos que no se podía cocinar. La sopa fue una excelente solución. Partimos la carne en trozos tan pequeños que, cuando el agua terminó de hervir, no quedaba nada. Los huesos se hirvieron tantas veces en días consecutivos que al final no quedó nada de ellos.

– Vaya.

– Hemos ido acabando con todo. Con todas las plantas silvestres que crecían por aquí, por ejemplo, incluso las del exterior. No contábamos con ningún experto en supervivencia, pero las restregábamos contra la piel. Si no había picores o irritación de la piel, colocábamos una pequeña porción en la boca, y si otra vez no notábamos nada, en particular irritación en la garganta, tragábamos una pequeña cantidad. A veces alguno sufría dolores de barriga, entonces la descartábamos. Pero otras eran buenas. Cuando la planta era mala usábamos carbón vegetal mezclado con agua: absorbe el veneno. Y la ceniza de madera blanca es excelente para acallar los estómagos más revueltos.

– Jesús.

– No puedes ni imaginarlo. Creo que no queda ni un solo insecto en toda la Alhambra. Las larvas de escarabajo que se encuentran en muchos árboles, sobre todo los que están podridos, fueron celebradas con verdadero deleite. Eran como salchichas de diez centímetros de largo. Las hormigas se aplastan para conseguir una pasta, y las orugas y gusanos se oprimen para sacarles las tripas y limpiarlos de excrementos. La piel de las orugas se deshecha, resulta demasiado peluda. Pero danos unas semanas más -dijo guiñando un ojo- y encontraremos la forma de hacer paté con ellas.

Moses soltó una carcajada.

– Pero escucha… -dijo en voz baja, mirando alrededor con precaución-. Puede que tenga un poco de algo especial guardado en alguna parte… para los niños, ¿sabes? Algo que les alimente un poco más. Más tarde te lo llevaré.

– Oh… eso sería maravilloso.

– Sí. Pero por lo que más quieras… Asegúrate de que guardan el secreto. Explícaselo durante el resto de la tarde hasta que entre bien en sus molleras, ¿entiendes? Porque si alguno de los otros llega a enterarse…

– Entiendo.

– No, no creo que lo entiendas -contestó Abraham con gravedad-. Esa gente es capaz de todo. Ya tuvimos problemas por cosas así. Problemas graves, ¿comprendes? La comida es lo más importante. Somos cuatro las personas que tenemos la llave del almacén. Si se descubriera, si alguien llegase a enterarse o a sospechar siquiera… no sé lo que podrían hacer.

Moses asintió, experimentado un súbito escalofrío que le hizo estremecerse. No quería imaginar una masa de personas adultas bramando enfurecidas contra la pequeña Alba o contra Gabriel, por muy maduro que éste pareciese. Pero cuando terminó la jornada y la oscuridad fue cayendo sobre la Alhambra, Abraham cumplió su promesa y dejó una pequeña bolsita de plástico con un contenido más valioso que el oro: doce almendras.

Al día siguiente, la jornada se repitió con monótona languidez, sin muchas variaciones, al menos, hasta el mediodía. Esta vez, permanecieron todos juntos, ayudando con las tareas de tala de árboles en el extremo este de la Alhambra. José estuvo usando el hacha con una contundencia desgarradora, como si con cada golpe se deshiciese de algo de la angustia y la impotencia que sentía. Cuando asestaba un corte sobre la madera, su mente liberaba un destello. Daba un hachazo y se abría una ventana conteniendo la imagen de Dozer desapareciendo en el agua; luego daba otro y veía a toda aquella gente famélica y abandonada, privada de toda atención y de medios para subsistir, y con un tercero se veía a sí mismo disfrutando de la compañía de amigos en un bar cualquiera del centro de la ciudad. Mientras las astillas volaban, el sonido quejumbroso de la madera hendida hacía añicos todos esos retazos al tiempo que le proporcionaba cierto alivio. Un golpe tras otro, el malagueño se deshacía de sus fantasmas, sudando copiosamente.

Para los supervivientes, que lo miraban con cierta fascinación, el de José era otro nivel de energía. Habían degenerado todos tan rápido que casi se habían olvidado de mirar en retrospectiva. José tenía los brazos fuertes, y si bien los músculos no estaban demasiado marcados, sí que se contorneaban sus formas.

Cuando el sol estaba en su cenit, José y Moses paseaban por la zona disfrutando de uno de los pocos lujos que en la Alhambra no escaseaba: el agua.

– ¿No huele un poco mal por aquí? -preguntó Moses en un momento dado.

José olisqueó con prudencia. Ciertamente había una pestilencia prendida en el aire, como de huevos podridos. Sin decir nada, siguieron el rastro hasta la Acequia Real y allí, junto a la excavadora que José había visto desde el helicóptero, encontraron un pozo excavado en el suelo. Desde esa distancia ya sabía lo que encontrarían. El hedor era mucho más intenso. A José le trajo recuerdos de los contenedores de basura que generaban los chiringuitos de playa, y que en verano se dejaban al soclass="underline" un repulsivo hedor a pescado podrido que hacía que la glotis se cerrase sola. Solía haber tantas moscas que teñían de un color indefinido la superficie de plástico.

– Huele a muerto, tío. ¡A muerto de verdad!

Era cierto. Los zombis olían mal, pero no tanto como setenta kilos de carne y líquidos que han sido corrompidos por la podredumbre. Allí sólo encontraron un cadáver, tendido boca abajo, aunque en un principio les fue difícil decirlo porque le faltaba la cabeza.

Moses dio un respingo, retrocediendo un par de pasos hacia atrás… ¡el cadáver se movía! Tan sólo un segundo más tarde se daba cuenta de que no se movía, sólo parecía moverse. Debajo de la ropa, hinchada y humedecida por un torrente de fluidos corporales resecos, un tropel de gusanos daban buena cuenta de las vísceras de aquel hombre. La pierna derecha había desaparecido; el muñón, por donde asomaba algo que recordaba remotamente a un hueso, era un confuso espanto de un color ajamonado; como si hubiera sido picoteado por un centenar de cuervos. Los gusanos salían de entre la carne y caían al suelo, cimbreándose sobre sus cuerpos blandos.

Las escuadrillas de la muerte no faltaban en la escena: centenares de moscas gordas y henchidas de corrupción, que sobrevolaban el cadáver provocando un zumbido sibilino y enervante. La mayoría de ellas presentaba ya un color verde dorado, y absorbían los jugos de la carne reblandecida con su obscena probóscide. En una esquina descubrieron algo más: una masa agusanada cuyo tembloroso movimiento era casi hipnótico. Moses no lo dijo, pero sospechaba que aquello bien pudiera ser la cabeza perdida.