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– Cristo bendito -susurró Moses.

Se había preparado para ver algo similar, y tampoco era el primer cadáver con el que se enfrentaba, pero la visión de aquel despojo sufriendo ligeros espasmos unida al hedor insoportable era una mezcla sumamente detestable.

– Tío… no creo que Abraham sepa una mierda de esto -soltó José.

– No… voy a avisarlo.

– Creo que iré contigo… -dijo, cubriéndose la nariz con el cuello de la camiseta.

– Suerte tener el estómago tan vacío. No creo que nuestro cuerpo se atreva a expulsar nada.

Localizaron a Abraham no muy lejos, hablando con alguien. Discretamente, esperaron a cierta distancia a que se quedara solo y después le pidieron que les acompañase.

Cuando estuvieron junto a la zanja, Abraham se quedó lívido.

– Por Dios… -exclamó-, es Héctor.

– ¿Quién?

– Héctor -contestó secamente.

Durante unos instantes, nadie dijo nada. Desde algún lugar llegaba el sonido monótono y rítmico de un hacha talando la madera y en algún momento hasta pareció que la suave brisa traía la risa de la pequeña Alba, espumosa y divertida como una botella de champán recién abierta.

– Héctor murió hace unos días, un poco antes de que vosotros llegarais -explicó Abraham. Su tono era neutro y apagado-. Nadie sabe por qué… simplemente, una mañana apareció muerto en su catre. Creo que tuvimos suerte. El coma zombi podía haberle despertado en cualquier momento. O puede que no… era algo mayor, aunque no sé si lo suficiente. ¿Quién puede decirlo? Pero no importa. No lo he comentado antes, porque es bastante desagradable, pero cuando alguien muere… le separamos la cabeza del cuerpo. Para asegurarnos.

José asintió despacio.

– Sé lo que pensáis. Es fácil juzgar una situación cuando se viene de fuera, pero no creo que os hagáis una idea de lo que hemos vivido aquí.

– No, escucha… -se apresuró a decir José.

– Sé que es atroz -interrumpió Abraham-, que también podríamos incinerarlo, por ejemplo… pero no lo hacemos. No sé por qué. Simplemente, alguien tuvo la idea y todos estuvimos de acuerdo. O al menos, nadie se mostró en contra.

– ¿En serio te damos esa sensación? -preguntó José.

Abraham se encogió de hombros, pero nadie dijo nada durante un rato. En parte porque José no sabía realmente cómo se había sentido al imaginarse a uno de aquellos hombres decapitando un cadáver. Le recordó al rito del vampiro, a las invasiones bárbaras del siglo iii y al horror resplandeciente y afilado de la guillotina. Sabía que había disparado a innumerables zombis directamente entre los ojos, y que sus cabezas, en muchas de aquellas ocasiones, habían reventado como melones maduros arrojados desde un octavo piso, pero de alguna forma extraña era diferente.

– A Héctor le gustaba caminar -dijo Abraham entonces-. Se pasaba el día recorriendo toda la zona civil.

Moses carraspeó. Había algo que no encajaba.

– ¿Qué le pasó a su pierna? -preguntó entonces.

– No recuerdo quién se ofreció voluntario para enterrarlo. Tengo que pensar sobre ello. Pero… -miró el muñón salvajemente amputado con expresión pensativa- diría que ese grupo tuvo una ración extra ese día.

José abrió mucho los ojos, comprendiendo lo que quería decir.

– Y creo que tenían pensado volver, cuando se les acabase, porque ni siquiera lo han enterrado. Pero no pensaron en los gusanos.

– Dios mío… -exclamó Moses.

Abraham asintió.

– Si me das una pala -susurró José- yo terminaré de enterrarlo.

Pero Abraham no había pensado en sepultarlo en la tierra, como se debió haber hecho en primera instancia. Ni siquiera consideraba la pavorosa aberración de comer carne humana. Cabalgando entre la repulsa y la morbosa fascinación del espectáculo que tenía delante, pensaba en todos aquellos gusanos llenos de valiosos nutrientes. Movió la boca en un gesto que José interpretó como de repugnancia, pero en realidad, estaba salivando.

Son sólo larvas de mosca. Sólo larvas de mosca.

Pensaba, en definitiva, en lo absolutamente deliciosos que estarían machacados y hervidos en la tradicional sopa diaria.

El día siguiente amaneció encapotado y brumoso. Jukkar, que acostumbraba a levantarse un poco antes del amanecer, estaba apoyado ya contra el muro exterior, admirando los jardines que tenía delante. Bañados por la luz grisácea de las primeras horas del día, los otrora hermosos jardines se asemejaban más a un tétrico camposanto. Ninguna flor adornaba ahora sus macizos, y el frío intenso del invierno y la falta de cuidados habían deformado los setos, en algunos de los cuales había calvas importantes. Sin embargo, la suave brisa gélida traía un olor agradable, a tierra húmeda, a árboles, a naturaleza, que le recordaron a su país natal, así que durante un buen rato permaneció allí, de pie, ocupado sólo en respirar y en dejar que sus mejillas se congelasen.

Mientras sus compañeros y toda aquella gente desconocida se agitaban inquietos en sus catres, sepultados en un ambiente cargado de toses y lamentos nocturnos y despertándose y volviéndose a dormir a intervalos de pocos minutos, Jukkar no había pasado mala noche en absoluto. Siempre había conseguido conciliar bien el sueño, sin importar demasiado cuáles fueran las preocupaciones del momento o lo que pudiera ocurrir al día siguiente. Jukkar no ponderaba lo imponderable, tomaba las cosas como venían, y aquel inconveniente de los muertos vivientes no era una excepción.

Tampoco estaba muy impresionado por aquella especie de campo de concentración militar. Se acostó con hambre y se despertó con más hambre todavía, eso era cierto, y en aquellos momentos del amanecer habría dado cuatro de sus diez dedos por una buena taza de café negro y caliente, pero suponía que los cambios requieren un período de adaptación, y aquellas penurias eran parte de ese proceso. Al fin y al cabo, era cuestión de tiempo que consiguieran determinar qué ocurría en la sangre de aquel fenómeno de Aranda, y entonces todo podría ser muy diferente.

Le preocupaba que hubieran pasado varios días sin que nadie hubiera ido a buscarle. No le pasó por alto el hecho de que se llevaran a Aranda en un helicóptero independiente mientras el resto del equipo iba apretado en otro aparato, y que ambos escogieran destinos diferentes. Suponía que, a esas alturas, Aranda estaría siendo sometido a diversos estudios, y él quería formar parte de aquello.

Era el paso natural, porque, al fin y al cabo, él había investigado el H1N9 desde el principio, cuando aún no tenían ni la más remota idea de lo que aquel superagente, aquel superviviente terrible sacado de los mismos albores de la Tierra, era capaz de hacer. Cuando lo encontraron, rabioso de actividad entre los tejidos de un cadáver momificado en los glaciares noruegos, pensaron que sería una bacteria psicrófila común, pero pronto descubrieron que tenía todas las propiedades de muchas de sus hermanas extremófilas: era capaz de sobrevivir en ambientes con un PH normalmente mortal, o con valores extremadamente negativos, en entornos altamente alcalinos, era resistente a temperaturas muy por debajo de cero y superiores a ochenta grados centígrados, y tenía propiedades radiófilas; es decir, era capaz de soportar una gran cantidad de radiación, entre otras cosas. Creían haber encontrado al Campeón de la Vida definitivo, cuando en realidad despertaron, sin saberlo, al Rey de los Muertos.

Su mente se llenó de recuerdos inesperados, de los días en los que empezaron a investigar sus muchas propiedades. La más fascinante, y la que trajo la gran desgracia a todo el proyecto de investigación, era su capacidad para autorregenerarse. Lo hacía mediante divisiones mitóticas, produciendo células de tejidos maduros, funcionales y plenamente diferenciados, y todo ello de forma indefinida, sin que perdiera sus propiedades. El laboratorio entero quedó maravillado sólo con aquel descubrimiento temprano, pensando en las muchas y prodigiosas aplicaciones que podrían encontrar. Era un milagro en sí mismo, algo sin precedentes en toda la magia natural de la vida en el planeta, desde la sopa primordial hasta nuestros días. Pero el H1N9 resultó ser, más que una caja de sorpresas, una endemoniada caja de Pandora.