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Por fin, acuciado por sus propias reflexiones, se decidió a ponerse en marcha. Inicialmente, su plan había sido hablar con Abraham, pero algo le decía que no iba a servirle de mucha ayuda, así que caminaría directamente hacia el ala donde habían llevado a Aranda. Imaginaba que encontraría soldados; hablaría con ellos, les diría quién era y les pediría que le llevasen ante el teniente Romero.

Arrancó a andar, alejándose del Parador de San Francisco para dirigirse hacia el extremo oeste de la fortaleza. El ayuno forzoso le hacía sentirse vital, y el aire frío le recordaba a su país, así que recorrió la alameda con andar decidido, satisfecho de poder desempeñar su papel en aquella fantástica representación. Con cada paso que daba, un viejo resquemor iba desapareciendo poco a poco: el de haber contribuido, aun sin saberlo, a la propagación del Necrosum por el mundo. Le gustase o no, él había estado ahí desde el principio, y el haber acabado en aquel lugar formaba parte de una especie de destino rocambolesco, un puzzle de una configuración demasiado extraña y enrevesada en el que las piezas parecían encajar a la perfección. Al fin y al cabo, la aparición de Aranda en el aeropuerto donde estaba retenido, portando una versión latente del virus ya había sido demasiada casualidad, pero acabar siendo transportado al lugar donde un equipo de científicos podrían estar dando con la solución a un problema que era global, era demasiado para la ley de la probabilidad; simplemente, desbordaba todas las tablas. Era casi como un influjo divino, una broma cosmológica, algo tan improbable, que el hecho de que sucediese podría considerarse un milagro.

Una pequeña bandada de gorriones molineros cruzó el cielo encapotado por encima de su cabeza, felizmente ignorantes de todo lo que sucedía en el mundo. Volaban hacia la Vega, porque como muchos otros animales, eran capaces de detectar microcambios en la presión del aire y sabían, por tanto, que el cielo estaba a punto de deshacerse en una tromba de agua.

Unos pocos segundos después, Jukkar se encontró con lo que buscaba, a la altura de los antiguos baños árabes, en plena calle Real. Habían dispuesto allí una suerte de barrera fabricada con sacos de tierra, adoquines y troncos, con apenas un estrecho paso en su parte central. Desde el otro lado, algunos soldados vigilaban la zona, mirando por encima de los muros. En el suelo había trazada una línea amarilla, y la pintura era todavía fuerte y bien definida, como si fuera reciente. Un único cartel, toscamente construido, estaba emplazado en mitad de la calle y rezaba así:

ZONA MILITAR

PROHIBIDO EL PASO

CAMINE CON LOS BRAZOS EN ALTO

NO CORRA HACIA EL PERSONAL MILITAR

RESPONDA CUANDO SE LE PREGUNTE

SE DISPARARÁ A LOS INFRACTORES

Jukkar se detuvo, contrariado por lo que veía. Había esperado soldados, pero nunca un muro con indicaciones semejantes. La cosa era peor de lo que había imaginado al principio, si los militares preferían mantenerse al margen de los civiles que debían proteger. De hecho, no había visto ningún soldado en la zona civil, ni siquiera en lo alto de las murallas que cerraban la fortaleza. Chasqueó la lengua, lamentando no haberse dado cuenta de eso antes. Era típico del pensamiento protocolario de un sistema de seguridad extremo, donde los civiles eran considerados amenazas en potencia.

Se había acercado lentamente a la línea amarilla. El color de la pintura parecía irreal, demasiado intenso, produciendo un fuerte contraste con los tonos apagados que dominaban en la escena.

– ¡Eh! -llamó Jukkar. Su propia voz le sonó quebradiza y poco convincente. Carraspeó brevemente, para «calentar motores», como decía su abuela, sólo que ella acompañaba los carraspeos matutinos con una copa o dos de licor-. ¡Eh, hola!

No obtuvo respuesta, pero uno de los soldados levantó la cabeza para otear por encima de la barricada. El casco parecía diferente al de los otros que había visto, pero le fue imposible distinguir su expresión.

Levantó los brazos y cruzó la línea.

– ¡Hola! -gritó.

Mientras recorría los dos primeros metros a paso exageradamente lento, el soldado desapareció de la vista. Fue apenas un instante: volvió a reaparecer por encima de la barricada, acompañado de un segundo soldado.

– ¡Hola, señor, buen día! -volvió a gritar Jukkar.

– ¡Retroceda hasta el otro lado de la línea! -gritó el soldado de repente.

Jukkar volvió la cabeza para mirar atrás. La línea estaba a sólo unos pocos pasos.

– ¡Yo necesita hablar a ustedes! -gritó entonces, con su peculiar acento finlandés.

– ¡Retroceda inmediatamente! -le contestó el soldado.

Su compañero había levantado el rifle a la altura del pecho y parecía apuntarle directamente. No era la primera vez que Jukkar era encañonado, pero todavía sentía la misma opresión en el pecho y la base de la nuca. Era como si le absorbiesen todo el líquido de las piernas y éstas se constituyesen resecas y frágiles, como varillas de trigo.

– ¡No, por favor! -barbotó Jukkar, cada vez más nervioso-. Yo… yo trabaja en… investigación… virus pandeeminen

Mezclaba español con finlandés sin ser consciente de ello. Siempre le ocurría en los momentos en los que la tensión se acentuaba. Y aún peor: sin darse cuenta, concentrado como estaba en su deseo por acercar posturas, había seguido caminando, dando un paso tras otro.

– ¡ÚLTIMO AVISO! -gritó el soldado, ahora a pleno pulmón-. ¡Retírese DE INMEDIATO!

Jukkar empezaba a transpirar por la frente y las axilas, pese al frío reinante. Su labio inferior temblaba. Sus pies se movían mecánicamente, y su mirada estaba fija en la boca ciega y oscura del cañón del fusil.

– ¡Romero, la teniente Romero! -decía, aunque su voz había perdido potencia y temblaba como la llama de una vela al viento.

Entonces se produjo un silencio intenso y gris que pareció durar una eternidad, como si alguien hubiera quitado el sonido en una película en blanco y negro. No se escuchaba nada. Ni el gorgoteo de los pájaros, ni el viento entre las hojas, ni el lejano rumor de la gente que empezaba el nuevo día. Nada, hasta que Jukkar reparó en un sonido sibilante y entrecortado que le envolvía como la niebla: el de su propia respiración, escapando a rachas irregulares de sus labios.

Y entonces se escuchó el sonido de un trueno, alto y retumbante como si se hubiera resquebrajado el mismo cielo, y Jukkar dio un respingo, súbitamente sorprendido. Casi al instante, la escena entera pareció cimbrear bruscamente y escorar cinco, diez grados hacia la izquierda… luego más rápido, veinte, cuarenta grados, hasta que comprendió al fin que el mundo no estaba desparramándose como el agua por un sumidero, sino que era él quien estaba cayendo al suelo. Su cuerpo chocó contra el pavimento y su cabeza golpeó la piedra, rebotando brevemente y produciéndole un fogonazo blanco de confusión.