Выбрать главу

Sintió una extraña sensación de ahogo en el pecho, y desvió la mirada. Susana comprendió, sumida en su propio pozo de tristeza, y bajó la cabeza.

Isabel vio caer la mochila. Describió varios giros en el aire y terminó liberando su contenido, que se desparramó en una cascada de pequeños objetos. Cayeron en mitad de las pistas de la Ciudad Deportiva de Carranque que habían llamado hogar en los últimos meses, y allí dejó de verlas. Entonces se fijó en el espectáculo desolador que tenía ante sí. Desde aquella altura, la ciudad parecía una maqueta cuidadosamente levantada. Sus calles estaban llenas de figuras espectrales que se repartían por todas las esquinas, pero estáticas, como diminutas figuritas en poses surrealistas y tenebrosas. Había coches por todas partes, algunos colisionados con otros y varios empotrados en el escaparate de alguna tienda, o volcados contra la acera. La vista de Carranque no era mejor: el viejo edificio, ahora derruido y trocado en una ruina humeante, despuntaba con una de sus fachadas levantándose contra todo pronóstico hacia ellos, como un dedo acusador. Allí estaban sepultados los cadáveres de muchos de sus compañeros, que no llegaron a tiempo de ver aparecer los helicópteros. No lo consiguieron. Se llevó una mano a la boca y las lágrimas resbalaron, ardientes, por sus mejillas.

Moses percibió su gesto, y le apretó fuertemente la mano.

– Ya está -exclamó suavemente-. Lo hemos conseguido.

Pero Isabel no estaba tan segura de que hubieran conseguido gran cosa. Abajo, la ciudad denunciaba su fracaso con sus calles infectadas de muertos andantes. Una vez tuvieron sueños y esperanzas de futuro. En ellos, reconquistaban la ciudad poco a poco, edificio a edificio, extendiendo el perímetro del campamento; sólo Dios sabía con cuánta perseverancia lo había intentado el Escuadrón, exponiendo sus vidas día tras día, pero lo que quiera que hubiese provocado aquella pandemia de proporciones globales, había vencido. Ahora, los que probablemente eran los últimos supervivientes de la ciudad, se marchaban, reducidos en número y derrotados, y con innumerables heridas que curar; heridas en el alma y en el corazón. En secreto, con los ojos anegados en lágrimas, Isabel se prometió a sí misma que volvería.

Mientras tanto, José se fijaba en los soldados que los custodiaban. Eran cuatro, e iban equipados con máscaras con filtros de aire. No había forma de identificarlos individualmente: parecían tener todos la misma complexión y envergadura, como si fueran clones. El plástico que les cubría los ojos, de un tono ligeramente anaranjado, no ayudaba a hacerlos más humanos o más próximos, y desde luego, tampoco ayudaban las armas que portaban.

José se quedó mirando al que tenía enfrente. Éste parecía devolverle la mirada fijamente, pero era difícil decirlo porque la luz arrancaba pequeños destellos en la visera de la máscara. José intentó esbozar una sonrisa, pero el soldado permaneció inmutable. Si bien eso le pareció un tanto extraño, se decidió a intentar una conversación.

– ¡Gracias por sacarnos de allí! -exclamó. Tuvo que levantar la voz para hacerse oír por encima del ruido de las hélices. Sin embargo, el soldado no contestó.

– Amigo… ¿por qué llevan máscaras? -preguntó después de un rato, gesticulando para hacerse entender.

El soldado inclinó ligeramente la cabeza y pareció mirar de soslayo a otro de los hombres, sentado un par de asientos más allá. José siguió su línea de visión, a tiempo para percibir una señal casi imperceptible de asentimiento. Por fin, el soldado retiró la máscara liberando los cierres de seguridad.

Tenía ante él a un hombre joven, con el rostro abotargado. En sus mejillas había pequeñas manchas rojas, como las que produce el frío intenso, y sus ojos eran profundos y grises.

– Forma parte del equipo estándar, señor -dijo al fin, mirando la máscara como si, de repente, no reconociera lo que tenía entre las manos.

– Entiendo -dijo José. Mientras lo decía, el resto de los soldados desnudaron también sus rostros- Me llamo José.

– Soldado Bronte, señor.

– ¿Bronte? Qué nombre tan curioso…

– Es griego, señor -contestó el soldado-. Significa «trueno».

– Muy apropiado para un soldado -opinó José.

El soldado asintió, visiblemente complacido.

– Gracias por sacarnos de ahí abajo -continuó diciendo José-. Creo que estábamos en las últimas.

– Ha sido un placer, señor. Ya no hacemos muchas incursiones de este tipo…

– ¿No? -preguntó José, extrañado-. ¿Por qué no?

– Nuestra prioridad ahora es defender la base y proporcionar seguridad a los supervivientes a nuestro cargo, señor.

– Perdona, creo que no soy mucho más viejo que tú… ¿puedes dejar de llamarme «señor»? Me hace sentir raro.

El soldado pestañeó.

– Claro… -exclamó, después de un momento.

– ¿Adónde vamos, exactamente? -quiso saber Susana, entrando de pronto en la conversación.

– A la base que hemos acondicionado en la Alhambra de Granada. El nivel de seguridad es alto, estarán perfectamente.

– ¿No han podido recuperar la ciudad, o parte de ella?

– Negativo -contestó el soldado, ahora un poco dubitativo-. Hay… diversos factores que complican los operativos enormemente.

– ¿Como cuáles?

– Creo… -dijo otro de los soldados de improviso, alzando la voz para asegurarse de que todos le oían- que no estamos autorizados para hablar de ciertas cosas. Traten de entenderlo. Al llegar a la base, el teniente responderá a sus preguntas.

– Entiendo -musitó Susana, pero José la conocía bien e interpretó su gesto a la perfección. Aquella ceja ligeramente levantada parecía decir «militares…» con cierto énfasis despectivo.

Susana suponía que las cosas cambiarían bastante a partir de ahora. El aparato militar y sus protocolos de seguridad serían una cortapisa a la libertad a la que estaban acostumbrados. Antes, ellos eran el máximo exponente de autoridad que podía concebirse. Aranda sugería y planificaba, pero nadie les decía cómo hacer las cosas que hacían. Si no se equivocaba mucho, suponía que en cuanto bajaran del helicóptero algún oficial les pediría que entregaran sus armas, y ellos acabarían en algún asentamiento civil, vigilados por soldados armados como si ellos fueran parte del problema; una especie de ganado infectado que escondía el terrible potencial de convertirse en el Enemigo en cualquier momento.

Sacudió la cabeza, intentando desprenderse de augurios tan derrotistas. No quería tenerlos, no quería escucharlos, pero aun así, sobrevolaban su cadena de pensamientos conscientes con la omnipresencia de un dios.

Y estaban aquellos niños, los que había traído Isabel consigo de quién sabía dónde. Ella era preciosa, un pequeño ángel de cara dulce y ojos inteligentes, y él era un muchacho que apenas estaba dando sus primeros pasos por la sinuosa carretera de la adolescencia. Ella no tendría más de ocho, quizá nueve años, y sus mejillas tiznadas de suciedad consiguieron conmoverla. En ese momento, su mirada se cruzó con la de la pequeña y algo en su interior terminó de desmoronarse. ¿Qué tipo de futuro le esperaba, en un mundo donde los muertos vivientes proferían lastimeros alaridos en mitad de la noche, donde las viejas superestructuras de la civilización habían quedado inutilizadas?, y lo que era peor, ¿cómo es que aquélla era la primera niña que veía desde que empezó todo?