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– Puede que sí.

– Y tuvimos que coger el que tenía menos combustible, ¡joder!

– Bueno… de cualquier forma, está hecho. No hay nada que rascar aquí. Sugiero que sigamos adelante… ya encontraremos otra cosa.

Descendieron de la cabina, cada uno por su lado, y se encontraron literalmente en mitad de la nada. La carretera se extendía en ambas direcciones sin que se viera un solo edificio por ninguna parte. Los pájaros cruzaban por encima de los verdes prados describiendo órbitas caprichosas, y el suave viento arrancaba un sonido melodioso a las arboledas, que se agitaban como si, desde sus eternos emplazamientos, quisieran saludarles.

Javier había rodeado la cabina y estaba examinando el frontal del camión. Cuando se encontraba con cosas que captaban su atención, ponía una expresión que le daba un aire un tanto bobalicón, con la boca formando una O perfecta y la mirada ida, como ausente. En ese momento, estalló en carcajadas, doblándose por la mitad con las manos en las rodillas. Aullaba como una hiena en celo.

Víctor estaba acostumbrado al histrionismo de su compañero, pero sentía curiosidad. Y cuando miró, torció el gesto con una mueca. El frontal estaba literalmente bañado en sangre, o al menos creía que debía ser sangre, porque no era roja, sino negra, oscura como el alquitrán. Unos pequeños coágulos le conferían una textura irregular, grumosa y aborrecible. A Víctor no le extrañó: cuando salieron de Almería, tuvieron que atravesar un aparcamiento lleno de zombis. Aquellas cosas se lanzaban directamente contra el camión, como si no tuvieran ni pajolera idea de lo que representaba una máquina de varias toneladas a gran velocidad. Pero Javier no se reía de eso. Empotrado en las tomas de aire para el motor había un brazo, cercenado a la altura del codo. La carne estaba cubierta de heridas y llagas, y un trozo espantoso de hueso, quebrado y picudo como un estilete, asomaba por su parte inferior.

– Tío… -musitó Víctor.

Javier aullaba histéricamente.

– ¿No lo ves, tío? -gritaba-. ¡Mira sus putos dedos!

Víctor miró. La mayoría habían desaparecido, sólo el dedo medio quedaba intacto, recto como el último mástil de una nave que se hunde, apuntando directamente al logotipo de Mercedes. Una escultura aberrante de un gesto obsceno, inmortalizada de la forma más macabra posible.

Víctor le miró sin comprender.

– ¡Está haciendo la peseta, macho! ¡Le atropellamos y todavía tuvo huevos de dejarnos un mensaje!: «¡Jodeos, que os jodan!» -Y rompió a reír, como si tuviera delante al mismísimo payaso Pagliazzi, el Rey de los Chistes.

Víctor apartó la vista, poniendo los ojos en blanco. Suponía que su desmesurada reacción debía ser cosa del estrés. El día avanzaba con rapidez y se encontraban aún muy al sur. Tenían todo un país que atravesar y apenas tenían alimentos, ningún conocimiento de lo que podían encontrar y una pistola con dos balas que era como una carta boca abajo, porque se mojó mientras cruzaban el Mediterráneo y no sabrían decir si era capaz de disparar.

Por fin, Javier se serenó, reduciendo paulatinamente el nivel de sus carcajadas. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas y tenía la cara enrojecida por el esfuerzo.

Está histérico, pensó Víctor fríamente. Ha llegado a su límite. Siempre estuvo chalado, pero ahora es una bomba con el reloj de detonación estropeado. Nos atacarán, y él se echará a reír como si los zombis hubieran resbalado con una cáscara de plátano en sus mismas narices, y eso es todo lo que hará: reír y reír hasta romperse el culo. Sólo que el culo no se lo partirán de la risa

– Oh, tío. Qué bueno…

– Bien, pues… sigamos andando, entonces -contestó Víctor-. Ojalá encontremos algo antes de que se haga de noche. No me gustaría andar a la intemperie, y no lo digo sólo por el frío.

Javier hizo un amago de asentimiento pero, de pronto, se quedó congelado en el sitio. Víctor también lo había oído: un sonido claro y uniforme, como el de una pelota de tenis rebotando en el suelo de una pista, pero más metálico. Víctor se giró sobre sus talones, mirando alrededor. Era difícil decir de dónde venía el sonido, con tanto espacio diáfano alrededor. Era como si el sonido se escurriese por entre las colinas y regresara a ellos transportado por el viento.

Otra vez, Javier quiso decir algo, pero Víctor levantó una mano y le interrumpió.

Clap. Clap. Clap.

Ahora estaba convencido de que el sonido llegaba de algún lugar por detrás del camión, o quizá de su interior. No tenían ni idea de qué tipo de carga habían arrastrado desde que se apropiaran del vehículo, ni se habían ocupado en desenganchar el remolque porque, entre otras cosas, no tenían ni idea de cómo hacerlo. El lateral de éste no decía nada: no tenía ningún logotipo serigrafiado ni ninguna indicación. No había carteles de MERCANCÍA PELIGROSA o CHIHUAHUAS EN CELO. Pero el camión estaba en mitad de un aparcamiento, junto a muchos otros, y probablemente llevaba tiempo allí cuando ellos lo encontraron, puede que unos tres meses, desde que todo empezó. Si había alguien dentro…

Joder, si hay alguien dentro, es una de esas cosas, fijo.

Empezó a moverse hacia el lateral del camión. Olía a goma de rueda y a grasa de motor, y más sutilmente, a asfalto calentado por el sol tibio de enero. Y en el suelo había algo más: una sombra alargada que iba creciendo, acercándose por detrás del tráiler; la sombra inconfundible de un hombre.

Víctor se paralizó, como si toda la sangre en sus venas se hubiera convertido en hielo. El sonido crecía en intensidad: clap, clap, clap, a medida que el misterioso hombre se acercaba. Escuchó a Javier, que había aparecido a su espalda, y por un segundo, casi pudo oler también un aroma ácido e intenso que, de alguna forma extraña, le era familiar. Víctor no podía saberlo, pero el olor, que había aflorado en el aire como una nube de mosquitos en verano, era el de su propio miedo.

Y entonces apareció por fin, y no surgió del interior del tráiler como Víctor había temido, sino de la parte de atrás, como si hubiera llegado andando por la carretera. Salió ligeramente encorvado y con los brazos perfectamente extendidos hacia el suelo, como si los codos hubieran perdido la capacidad de doblarse. En la pierna derecha llevaba atravesado una especie de pincho de hierro, como los que se usan para azuzar el fuego de las chimeneas, que sobresalía por el talón y chocaba con el suelo, produciendo un sonido metálico al caminar: clap, clap, clap. La ropa, típica de senderista de fin de semana, estaba cubierta de manchas oscuras.

– Co… ño… -murmuró Javier, con la voz rota.

El senderista les miraba ahora como si estuviera intentando comprender lo que veía. Inclinaba la cabeza a uno y otro lado con rápidos movimientos, mientras les estudiaba con ojos vacuos y terribles. La cara entera estaba contrahecha, como congelada en un rictus horrible. La boca era una mueca retorcida, y allí se arrastraban, hinchadas y perezosas, casi una decena de moscas.

Víctor había visto ya bastantes zombis, y los había visto cometer toda suerte de barbaridades, pero podía jurar por su vida que no terminaría nunca de acostumbrarse. Cada uno de ellos era un desafío a la mente, portadores de un horror único y tan diferenciado como las singularidades físicas que los caracterizaban. Pero Javier tiró de su brazo y consiguió arrancarlo del trance en el que había caído.

No dijeron nada. Hasta Javier sabía que era mejor no hacerlo. Cuando los muertos escuchaban las voces de los vivos, se reactivaban rápidamente, y volvían sus cabezas en dirección a la fuente del sonido para concentrarse en ellos. Eran cosas pequeñas que habían ido aprendiendo sobre la marcha.