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La última cama estaba vacía: la del extranjero cuyo nombre se le escapaba siempre por mucho que se lo repitieran. ¿Tucar, Jucar? Pero no le extrañó. Los extranjeros hacían cosas raras, como levantarse a horas impronunciables cuando no hacía maldita la falta.

– Por Dios, ¿vienes o no? -preguntó Susana desde la puerta.

– ¡Ya voy! -soltó José. Se puso las botas tan rápidamente como pudo y salió tras ella.

José pensaba que, probablemente, un disparo podía significar que alguno de los espectros se había acercado demasiado al muro, o había encontrado alguna forma de suponer un problema en alguna parte. Tanto le hubiera dado quedarse durmiendo, se decía, si aquellos soldados no permitían a los civiles portar armas. Si encontraban zombis dentro del recinto, si alguno de ellos moría durante la noche y abría los ojos a la pesadilla de los nomuertos, ¿qué alternativas tenían?

– Ha sido por allí -dijo uno de los hombres.

Su voz era débil, casi aniñada. Caminaba encogido, arrastrando los pies, con los puños cerrados y los dedos pulgares apresados en ellos. José tuvo una sensación extraña mientras los miraba con cierta pesadumbre, porque ya había visto antes a otros caminar como ellos; las mismas miradas ausentes y casi el mismo andar desgarbado: a los muertos vivientes.

Desde la distancia, no tardaron mucho en ver lo que estaba fuera de sitio: era un hombre (¿un caminante?) tirado en el suelo, junto a un aparatoso charco de sangre. Los hombres no parecían capaces de avanzar más rápido, pero José y Susana se miraron brevemente y empezaron a moverse con mucha más rapidez, dejándolos atrás.

Susana lo reconoció primero.

– ¡Es… es el finlandés! -exclamó, avivando la marcha.

Ahora que Susana lo decía, José creía reconocerlo también. Estaba caído en el suelo, con el pantalón envuelto en una mancha oscura. Cuando llegaron, concentrados como estaban en Jukkar, no vieron la perentoria línea amarilla ni el cartel que prohibía el acceso a los civiles.

– Oh… no… ahí vienen más… -murmuró el soldado más joven.

El otro soldado, que tenía una horrible cicatriz cruzándole la mejilla derecha, chasqueó la lengua. Sabía que pasaría aquello, sabía que vendrían algunos de los otros, alertados por el disparo, pero no esperaba que llegaran tan rápido. Apretó los párpados, para enfocar mejor en la distancia. ¿Quiénes eran aquellos tipos, después de todo? No llevaban las ropas mugrientas características de los culosucios ni tenían el aspecto de quien se ha estado alimentando de polvo de estantería durante meses; al contrario, el hombre parecía bastante atlético y a ella se la veía en buena forma también.

Los vio cruzar la línea a la carrera y detenerse junto al hombre caído en el suelo.

– Oh, no… -dijo el joven, mirando de reojo a su compañero.

Sabía lo que decían las directivas sobre violaciones consecutivas del perímetro. Las directivas eran muy explícitas sobre esos casos concretos: un disparo, y no uno de aviso en las extremidades, sino uno mortal. En los días que les había tocado vivir, eso significaba en la cabeza. Era, desde luego, la única forma de asegurarse de que el enemigo no iba a levantarse de nuevo.

– Me cago en la puta… -soltó Cicatriz, ajustando el rifle para disparar de nuevo.

– ¡No, espera! -pidió el joven-. ¡Sólo van a llevárselo!, ¡sólo quieren llevárselo!

– ¡Cállate, coño! -gritó Cicatriz, llevándose el rifle al hombro y ladeando la cabeza para apuntar.

– ¡Espera! -chilló el joven de nuevo.

Le había puesto la mano en el brazo, forzándole a bajar el rifle. Cicatriz se lo sacudió de encima, haciendo girar todo el torso como parte de un complicado acto reflejo; algo que había ido educando desde que se hiciera soldado profesional, hacía más años de los que podía recordar.

– ¡Han CRUZADO LA PUTA LÍNEA! -gritó entonces Cicatriz, con el rostro encendido por una furia que crecía, burbujeante, en su interior. En los viejos tiempos hubiera necesitado varias rondas de alcohol para encenderse de aquella manera, pero las cosas habían cambiado un poco en los últimos meses.

– ¡Sólo…¡ ¡Escúchame!, ¡sólo quieren llevárselo! -exclamó el joven, mirándole fijamente a los ojos.

– ¡¿Qué coño te pasa?¡ ¡Las órdenes son las órdenes! ¡Es la directiva más importante, hijodeputa! ¡No vacilar!

Pero el joven miraba ahora más allá de la barricada, con una media sonrisa dibujándose lentamente en su cara. Casi estaba hecho: el hombre había cogido al abatido por las axilas y la mujer por los pies, y juntos empezaban a llevárselo. Unos pasos más y estarían otra vez más allá de la puta línea…

– Ya está… ya está… -exclamó entonces, respirando aliviado-. ¿Lo ves? -añadió, mirando a Cicatriz-, sólo querían llevárselo…

Cicatriz le miró como si estuviera contemplando a un auténtico fenómeno de circo. Un caballo hablador le habría provocado menos estupor, pero el joven estaba satisfecho. No recordaba exactamente cuándo y cómo se habían vuelto todos locos en aquel agujero del demonio, pero si podía evitarlo, no dispararían a ninguno de aquellos hombres y mujeres sin necesidad. Cruzar la línea había sido una temeridad, dados los antecedentes, pero no había ninguna otra forma de que aquella gente pudiera ponerse en contacto con ellos. ¿Y si tenían una emergencia?, ¿una idea?, ¿alguna otra cosa? Toda esa historia de Trauma había complicado las cosas, eso era cierto, pero aquella situación era insostenible. Él lo sabía, el teniente debía de saberlo, y había buena gente entre todas las divisiones que formaban aquel campamento que lo sabía también.

– Al teniente no le va a gustar esto… -murmuró Cicatriz.

El joven no dijo nada. Tragó saliva y, mientras lo hacía, sintió que su sonrisa iba desapareciendo lenta, muy lentamente.

Colocaron a Jukkar en una de las camas, cuando estaban ya al límite de sus fuerzas. Susana se derrumbó en el suelo, completamente exhausta. Apenas soltó el peso muerto, un dolor lacerante le subió por los hombros y los tríceps, intenso como una descarga eléctrica. José tenía más resistencia, pero no recordaba un esfuerzo igual desde que el padre Isidro irrumpió en Carranque con todo su espantoso séquito. Pensaba ahora que el finlandés había tenido suerte; no creía que ninguno de aquellos hombres hubiese sido capaz de moverlo hasta allí ni en un millón de años.

Abraham había salido a su encuentro, pero tan pronto descubrió lo que estaba pasando, volvió a desaparecer. Cuando regresó de nuevo, traía las sábanas más limpias que pudo encontrar, las cuales desgarraron y convirtieron en improvisados vendajes. Susana había hecho un torniquete en la pierna, a tres centímetros de la herida, y ésta apenas sangraba; tan sólo un hilacho de sangre bajaba centelleante por la pantorrilla. Algunos otros trajeron un barreño con agua, y se emplearon a fondo con la herida. El agua no estaba hervida ni el barreño muy limpio; no había sueros antitetánicos ni sustancias para prevenir la gangrena, y por no haber, no tenían yodo, gasas esterilizadas ni nada por el estilo. Pero sí pusieron mucho empeño y cuidado en impedir que el agua penetrara en la herida (que era negra y atroz) para no arrastrar gérmenes al interior. También lo mantuvieron caliente, como apuntó alguien, ya que eso impediría que sufriera un shock traumático. Cuando le pusieron las mantas por encima, un tipo alto con el pelo greñudo llamado Fran dejó escapar un bufido y se apartó de la escena: empezaba a pensar para qué mierda podía servir una manta si no tenían ni un poco de agua oxigenada que echarle a aquel infeliz.