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Un tercer disparo rasgó el aire, transportando un reflujo de eco que lo mantuvo en el aire durante algunos segundos.

Pichines para comer. Víctor no lo creía. Nadie en su sano juicio provocaría un ruido de mil pares de demonios para intentar cazar un escuálido pajarillo, con más huesos que enjundia. El riesgo era tremendo, porque sonidos como aquél podían alertar a cualquier zombi que hubiera en los alrededores. Si bien era cierto que, en aquella zona manifiestamente rural, el número de esas cosas era ridículamente bajo. Con la notable excepción del senderista, en las últimas cuatro horas no habían visto absolutamente a nadie, ni vivo, ni muerto. Encontraron un par de coches abandonados, y en uno de ellos hallaron restos de comida podrida, bollos resecos, una decena de latas de refrescos vacías y cuatro cartones de Marlboro Light, pero eso había sido todo. Incluso el paseo había sido agradable; uno casi podía olvidar todo el horror que se escondía en las zonas más pobladas y disfrutar del camino, y del sol en la cara.

Por descontado, ninguno de los coches tenía ni gota de gasolina. Imaginaba que las estaciones de carretera hacía tiempo que estaban vacías, agotadas por toda la gente que deambulaba de un sitio a otro, y las que estaban instaladas cerca de las poblaciones, eran sencillamente inalcanzables, porque allí los muertos deambulaban a sus anchas. Imaginaba que los coches en circulación se iban quedando poco a poco sin combustible, y sus propietarios echaban a andar. Qué habría sido de todos ellos, no lo sabía, pero su mente jugueteaba con múltiples escenas atroces, donde tipos como el senderista eran los protagonistas indiscutibles.

Un cuarto y un quinto disparo brotaron desde la parte posterior de la colina, como para confirmar sus reflexiones.

Pichines para comer. Ja. O ese alguien tiene una puntería de mierda, o está dispuesto a llenar el saco para la cena.

Pero Javier se había vuelto, con un dedo levantado. Tenía los ojos ausentes, como si estuviese concentrado en escuchar, y Víctor se quedó quieto, mirando a un punto indeterminado del asfalto, concentrado en el silencio que los rodeaba. Inmediatamente se dio cuenta de que, entrelazado con el poderoso silencio del campo, había un caudal de sonidos ocultos, tan apagados que casi eran inaudibles. Pero definitivamente eran sonidos de voces, o quizá gritos. El viento, que soplaba hacia el este, no ayudaba a transportarlos.

– Coño… -exclamó Javier.

– ¿Son gritos?, ¿voces?

– Ni puta idea, joder…

– ¿Vamos? -preguntó Víctor, dubitativo.

Javier no contestó inmediatamente. Víctor se imaginó sus dos neuronas intentando ponerse de acuerdo, anegadas por la vacuidad insondable de su cabezota, utilizando un complicado lenguaje binario: «BEEP», «BOOP», como señales luminosas, encendiéndose y apagándose intermitentemente.

– Diría que no… No, tío. Mieeeerrrda, mejor no -dijo al fin.

– ¿Y si es alguien que necesita ayuda?

Javier le miró con su vieja expresión de desconcierto.

– ¿Qué…? ¡Que le jodan, tío! De eso va todo esto, ¿no?

Víctor no encontró arrestos para contestar. Demasiado bien sabía de qué iba todo aquello, claro que sí. No habrían llegado hasta allí si hubieran ido haciendo de buen samaritano, como aquella vez con la chica que les pidió ayuda desde una ventana, o el hombre encerrado en aquel bar de mala muerte, con Fátima la Camarera Cercenada y Jorge, el Infame Cocinero de La Herida Recalcitrante. Las primeras noches, su cara de profundo horror y genuina súplica, mirándoles a través del cristal del local, volvía insistentemente, manteniéndole despierto hasta que el Capitán Cansancio resolvía desconectar todos los paneles en su cerebro y se quedaba dormido. Pero con el tiempo, la imagen se fue volviendo más y más irreal, adquiriendo la consistencia de un jirón de niebla, hasta que el recuerdo se perdió en la neblina del tiempo, insustancial como un fantasma.

No, el fin del mundo no era una pradera donde la gente buena pudiera pacer durante mucho tiempo. Los débiles de corazón morían, porque hacían cosas sin sentido y arriesgaban sus vidas por causas tan nobles como estúpidas.

– De acuerdo… -resolvió Víctor.

Pero entonces un nuevo sonido empezó a hacerse audible. Éste era inconfundible, y ganaba intensidad a cada segundo. Era el sonido de un vehículo de motor funcionando a toda potencia: ronco y vibrante. Allí, de pie en mitad de la carretera, intercambiaron una mirada de alerta. Javier miró alrededor, como si buscara un escondite; su expresión recordaba la de un pequeño roedor que ha sido acorralado en una esquina. Pero la desolación de aquella planicie era extrema, como el suelo que se dedica al cultivo pero que es dejado en barbecho: las rocas, cuando las había, eran demasiado pequeñas y los árboles, escasos y tristemente delgados; sus raquíticas ramas se lanzaban contra el cielo como si clamaran agua.

El sonido siguió creciendo en intensidad, y para cuando quisieron darse cuenta, un vehículo todoterreno apareció por encima de la colina, dando tumbos por el suelo árido. Sus ruedas giraban de forma despiadada, arrojando tierra y piedras pequeñas a ambos lados, y levantando una densa polvareda.

El Jeep avanzó, bajando la colina con la impresionante suspensión castigada intensamente a medida que la carrocería subía y bajaba. No acertaron a moverse ni a reaccionar en sentido alguno, se quedaron petrificados observando cómo el vehículo se acercaba más y más a su posición. En un momento dado, el todoterreno describió un impresionante giro hacia su derecha, tan inesperado que a la velocidad a la que iba casi pareció que iba a volcar y a rodar sobre sí mismo colina abajo. Pero entonces volvió a recuperar la estabilidad y siguió descendiendo, encabritado como un corcel loco.

Por fin, terminó de descender la loma y llegó a la carretera de forma abrupta, armando un estrépito ensordecedor. El parachoques delantero chocó brevemente contra el asfalto y produjo un sonido metálico; las chispas saltaron, centelleantes, y las ruedas se hundieron casi por completo. Después, el Jeep saltó por el aire. Era una imagen que confrontaba los principios de la física, una mole de acero descomunal desafiando la ley de la gravedad, lanzándose contra el aire como un cohete que se aleja trabajosamente del suelo. La ilusión duró poco: el todoterreno regresó al asfalto entre crujidos y protestas de los ejes, produjo un chirrido enervante de frotar de ruedas, y se detuvo.

El motor, ahora al ralentí, zumbaba como un gigantesco escarabajo negro.

¿Cristales opacos?, pensó Víctor con incrédulo estupor. ¿Como los capos de la mafia, como los famosos que van del aeropuerto a sus villas privadas en esos cochazos negros, ese tipo de cristales opacos? El Jeep parecía sacado de las ensoñaciones más febriles de los aficionados al tuning. Víctor no era un experto en automovilismo, pero creía que aquella cosa era, o había sido, un Grand Cherokee. Para empezar, las ruedas eran mucho más grandes que las que montaba de serie, con llantas de aleación de diecinueve pulgadas; su diseño parecía inspirado en la emblemática parrilla frontal de siete barras que identifica a los Jeep. La defensa delantera estaba aderezada con unos potentes focos Maxtel 4x4, montados junto a un cabrestante de ocho mil libras. Estaba repintado de un color entre naranja y rojo de un tono brillante y chillón, pero sin mucho cuidado, porque la pintura exhibía una textura irregular y granulosa que hacía bolsas y depresiones por todas partes. Eso, unido al hecho de que había trozos reparados con masilla y fibra de vidrio que creaban una especie de lagunas blancas, le daba un aspecto como de abandonado u oxidado. La parte de atrás había sido cortada y retirada, y en su lugar habían emplazado una jaula, fabricada con barras de acero ligeramente deformadas. En el lateral se leía una misteriosa palabra: «ROÑA», adornada con una burda calavera.