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– Colega… qué onda, ni de un pedo te imaginas lo que le hemos ido poniendo… -continuó diciendo-. Todo cambiado, porque por dentro era un pinche pelucero. Cardanes de doble nudo, alargamos el well-base a ciento cinco pulgadas, ejes de Wagooner recorridos dos pulgadas atrás y adelante, porque me cago en la puta madre de esos ejes alemanes de mierda; un roll cage completo…

Mientras su compañero soltaba su incomprensible monólogo, Malacara pareció decidir que ellos no representaban ningún peligro y abandonó su pose de prudencia. Se desplazó hasta la parte trasera del Roña Muñinator y allí estudió con cierto interés los restos horribles de los zombis. A Víctor no se le escapó su expresión vacua y casi ausente. No había allí ningún asomo de horror, de asco o de interés, sólo una cara neutra, sin vida. Casi parecía un examinador, o un perito, evaluando científicamente las evidencias que tenía delante; sólo le faltaban el cuaderno de notas y el bolígrafo. Se dijo que, probablemente, aquel tipo sombrío cuyo pelo largo y negro caía sobre los hombros, había visto más de una y más de dos vísceras en su vida.

– Yo me llamo Víctor, y éste es mi amigo Javier.

– Ah, qué chingones… -dijo Muñeco, asintiendo con la cabeza.

Ese pequeño acto social, de intercambiarse los nombres, tranquilizó un poco a Víctor. Era como si algo quedase todavía de los viejos protocolos, como un paso en la dirección correcta.

Pero de pronto, Muñeco preguntó algo más, y el camino de baldosas amarillas de Dorothy se desvaneció otra vez.

– Y nomás digan adónde iban, amigos Víctor y Javier… ¿estaban yendo al kilo?

Javier abrió la boca para decir algo, pero luego se detuvo. Miró de soslayo a Víctor, como si de repente no supiese qué hacer. Víctor volvía a sentir flojera en las rodillas; el zumbido en las sienes era el corolario de la semilla del miedo, que otra vez empezaba a germinar en su interior.

No se lo ha tragado. No se ha creído una mierda de lo de Madrid.

Y por si fuera poco, Malacara hizo girar el cargador de su escopeta -clac, clac- sin dejar de mirar la sanguina que venían arrastrando, dejando preparado el siguiente cartucho en la recámara.

– Eh, tío… -dijo Javier, extendiendo ambas manos-. Vamos a Madrid, joder… ¡te lo juro!

– ¿Qué llevan ahí en la bolsa? -preguntó Muñeco con cierta parsimonia, indiferente a las explicaciones de Javier.

La palabra llegó como una roca descomunal lanzada por una catapulta de asedio. ¡La bolsa! Víctor la percibió brevemente, apretada contra su cuerpo, sujeta por una pequeña cinta negra que empezaba a deshilacharse. La aguja de ALERTA MÁXIMA aceleró en su indicador invisible y sobrepasó el nivel ROJO de PELIGRO ABSOLUTO en medio segundo. Quiso mover la lengua, pero descubrió que estaba seca como la suela de un zapato y raspaba al contacto con el velo del paladar. Abrió la boca para tragar aire, pero lo percibió rancio y viciado.

Son bollos rellenos de naranja amarga, Muñeco. Son un kilo de alpargatas. Son doce ositos de felpa con una leyenda en su pecho que dice: «IAlmuñécar». Es todo lo que tú no quieres que sea, te lo juro, Muñeco, lo que sea que haga perder tu interés por ella. Eso es lo que contiene.

– Es… es un trabajo de investigación -se escuchó decir con creciente horror- que estoy haciendo sobre la Pandemia Zombi.

– ¡Vaya! -exclamó, y rompió a reír con una poderosa carcajada-. ¡Un trabajo de investigación! He escuchado un buen montón de cosas en mi vida, y la neta que tengo un chingo como para parar un tren, pero ¡ésta se pasó de lanza! Pues ni modo, amigos, un trabajo de investigación, ¿de qué onda?

Siguió riendo un rato más, mientras Malacara (que seguía sin levantar la vista) pasaba por encima de un batiburrillo formado por piernas, brazos y una espina dorsal que parecía el fósil de un lenguado gigante.

– Es… es en serio -protestó Víctor, pero su propia voz le sonó harto dubitativa y nada convincente.

Malacara se acercaba poco a poco. Ahora empezaba a levantar la mirada hacia ellos, con un gesto de cotidianidad que le resultó en extremo escalofriante. Tenía la expresión aburrida y fastidiada de quien va a abrir el escaparate de su tienda y de quien lo ha hecho cada día durante los últimos treinta años.

– ¡Pues ni modo! -soltó Muñeco. Y entonces torció el gesto. Sus ojos adquirieron una profundidad especial-: Vamos… pinche pendejo. Ábrela… abre la bolsa.

Echó un vistazo a Javier, pero se había escabullido al mundo de los idiotas, mirando a Malacara con esa vieja expresión que conocía tan bien: los ojos como platos, y la boca formando una O perfecta. No iba a serle de ninguna ayuda.

Víctor depositó la bolsa en el suelo, descorrió la cremallera y hurgó en su interior. Sacó dos, tres, cuatro cuadernos de varios tipos y tamaños (uno, con la tapa rosa, mostraba una sonriente Hello Kitty), y se los enseñó con maneras lentas y elegantes, como un prestidigitador que acaba de extraer un conejo de una chistera. ¿Ves?, decía, sólo cuadernos. Por el amor de Dios, sólo son cuadernos.

Muñeco no parecía impresionado por lo que le estaban enseñando, y Víctor introdujo la mano otra vez. En el lateral de la bolsa, las siglas CK despuntaban a la luz del sol como si fueran reflectantes.

Entonces palpó algo bien distinto: el mango de la pistola. Sus ojos centellearon brevemente, con la idea de sacarla y soltarle un tiro a Mala Follada y a su amigo, Jodedor de los Cojones. ¿Podría hacerlo lo bastante rápido?, ¿sería capaz de no fallar? Su mente trabajaba febrilmente con las piezas de una ecuación con demasiadas variables en contra, y una de ellas eran las balas mojadas. ¿Funcionarían? Intente despejar las incógnitas, secar las balas y hallar el valor de x mientras esquiva los disparos de z y n.

Malacara debió de notar algo, porque se detuvo como si hubieran congelado el tiempo, con un pie en el aire. Tenía los ojos fijos en él. Víctor se congeló también… le temblaba la nuca y eso hacía que su cabeza se sacudiese apenas perceptiblemente. ¿Lo sabe? Ese cabrón lo sabe… Ese pensamiento lo decidió. Pero por fin, apartó la mano de la culata y extrajo una bola de papel de aluminio. La abrió, y le enseñó varias cintas de mini-DV, sin marcas ni etiquetas.

– ¿Lo ves? -decía Víctor una y otra vez-. Sólo material de trabajo. Soy periodista… recopilo documentación, datos…

Muñeco y Malacara intercambiaron una mirada. Transcurrieron apenas un par de segundos, pero para los dos compañeros se convirtió en un instante eterno, consumidos como estaban por las dudas de lo que pasaría después. En ese instante eterno, Víctor se descubrió mirando la bola de papel de aluminio, abierta en sus manos. Era igual al que usaba su madre para envolver las meriendas que se llevaba al colegio, sólo que en vez de cintas de vídeo, allí solía haber bollos Bimbo con chocolate. El bollo era dulce, aunque seco, pero con el chocolate sabía delicioso, y muchos de los otros niños lo codiciaban, porque la alternativa eran unos panes resecos empastados con mantequilla que repartían en el colegio por las tardes, de un sabor tan extraño e intenso que su olor se quedaba pegado a uno durante muchísimas horas. Se sentía igual de desamparado que entonces, cuando miraba su bollo y sabía que el Gordo o cualquiera de los otros podía aparecer y quitárselo en cualquier momento, cosa que ocurría muchas más veces de lo que le hubiera gustado.

Y como si sus peores temores fueran a hacerse realidad, el latino empezó a avanzar hacia él dando grandes zancadas. Javier siguió su movimiento sin mudar su expresión. Cortocircuito, pensó Víctor sin poder evitarlo, quizá para distraer su atención y aliviar así su propio miedo. Al tipo le ha dado un cortocircuito neuronal y se ha quedado así para siempre.