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Cuando el latino estuvo a su lado, Víctor se dio cuenta de lo grande que era en realidad; prácticamente le sacaba una cabeza, y él nunca había sido bajo. Y su arma. El arma también era enorme, y los cañones parecían repintados de negro, o quizá habían sido engrasados recientemente. Además de ese olor aceitoso y embriagador, recibió una bofetada de otro que le golpeó en la cara con contundencia: el del sudor reseco y viejo.

– ¿En serio? -preguntó el latino.

Víctor asintió con prudencia. Sentía las mejillas calientes y las palmas de las manos húmedas. El latino se agachó y metió la mano en la bolsa. La pistola. Va a encontrar la pistola, pensó, al borde del desmayo, pero cuando se incorporó de nuevo no llevaba la pistola, sino uno de los cuadernos. La tapa estaba manchada con un rastro de café y recordó cuando estaba trabajando en él, en… ¿Nigeria?, ¿en el Chad? No se acordaba. Toda aquella mierda de sitios le habían parecido iguales.

El latino se acercó el cuaderno a los ojos, como si tuviese problemas de visión. Sus labios se movieron pero sin emitir ningún sonido, mientras leía para sus adentros algunos pasajes. En un momento dado, arqueó una ceja, y siguió leyendo, con los ojos a escasos centímetros de las páginas

– ¡Vaya! -Muñeco se quitó el sombrero de mimbre y se rascó la cabeza, pensativo-. Pues igual y es neta lo que dice este vato, ¿cómo la vez? ¡Ni de pedo me hubiera imaginado esto en un chingo de años!

Malacara no dijo nada; su rostro seguía siendo tan inescrutable como lo había sido hasta ese momento.

– ¿Y van a… Madrid? -preguntó.

Víctor asintió.

El latino dejó caer el cuaderno en la mochila.

– Pero recién no pueden ir caminando, ¿eh?

– No… no te preocupes… encontraremos otra cosa.

– No en esta zona, chingón -exclamó Muñeco. El hedor de su sudor empezaba a ser insoportable-, todo lo que aún andaba ya lo agenciamos nosotros. Y de las gasolineras nos ocupamos también, ¡pues ni modo!

Víctor iba a añadir algo, pero Muñeco retomó el hilo de su monólogo.

– ¡Eh! Ya tuve una idea, ¿quieren checarla? Les llevamos donde tenemos algunos vehículos, ¿eh? En el Roña les llevamos. No son tan chingones como el Roña Muñinator, no mamen, pero ya les van a servir.

Víctor no contestó, incapaz de decidir si aquello era buena o mala idea. ¿De verdad quería viajar con Mala Hostia y Jodedor de los Cojones? Miró la bestia híbrida bastarda, desmontada y vuelta a montar hasta en sus partes más íntimas, una especie de zombi en sí mismo, muerto y vuelto a la vida a base de cambiarle tripas; fea, brutal, oxidada y reparada en partes, pero al mismo tiempo salvajemente potente.

¿Le dirás que no?, ¿rechazarás el té en la casa de la bruja? Ven a mi salón, dice la araña, pero si no entras en el salón, ¿te atravesará la araña con su aguijón de cañones recortados?, ¿te arrancará la cabeza con un rápido movimiento de brazos y te colgará de las cadenas, con el resto de los pinches putos que ha ido arrastrando durante Dios sabe la madre de kilómetros, wey?

Víctor asintió, incapaz de pronunciar lo que su cerebro no quería decir.

– ¡Pues ya suban a la jaulita, chingones, que les llevamos a nuestro deshuesadero! Ya verán la neta de cochecitos lindos que les mostramos.

Mientras cerraba de nuevo la bolsa y subían a la jaula, Víctor agradeció que Javier estuviera como en trance. Parecía limitarse a copiar sus movimientos, mirando a los hombres (sobre todo a Malacara, alias El Mudo) con la boca abierta. Se instalaron en la parte de atrás, sentándose sobre unas latas de combustible porque el suelo estaba cubierto de una sustancia pringosa que parecía adherirse a las suelas de sus botas. Víctor pensó que quizá fuera una mezcla de cerveza y… algo más, a juzgar por la cantidad de latas vacías que había allí acumuladas.

Muñeco se sentó en el asiento de delante y aceleró el motor, que bramó como una bestia primitiva, ronca y salvaje.

Y cuando Malacara pasó a su lado para ir a su asiento, de pronto levantó la culata de su arma y le asestó un contundente golpe a Javier, a través de los barrotes medio oxidados de la jaula. Congelado por el estupor, Víctor vio cómo Javier caía a un lado, lacio como una muñeca de trapo. Se quedó apoyado contra el suelo de una forma surrealista que a Víctor le trajo la imagen de un personaje de dibujos animados, con el trasero en pompa y los brazos a ambos lados, como si acabara de quedarse dormido. Y no bien levantó la vista para mirar a Malacara con un gran interrogante esculpido en su cara, la culata voló como una centella hacia él.

Apenas si tuvo tiempo de cerrar los ojos.

BUUUMMMM .

Un fogonazo blanco, intenso como toda una galaxia de soles, inundó su cabeza. Se sintió resbalar hacia un lado mientras la risa lejana y aguardentosa del latino incendiaba su mente.

Luego perdió la conciencia.

El Roña Muñinator arrancó, haciendo girar sus cuatro ruedas (exageradamente grandes) y levantando una polvareda de mil millones de demonios. Mientras cobraba velocidad, hacía saltar las piedras y la tierra a ambos lados. Detrás, como una cola de novia, los zombis iban perdiendo más y más trozos de sus cuerpos; y en la jaula trasera, pinche wey, los cuerpos como marionetas sin hilos de Javier y Víctor saltaban como palomitas en una sartén, golpeándose con las paredes oxidadas, dirigiéndose a un destino incierto.

14.

ARANDA POR EL AGUJERO

Juan Aranda tiene frío, sobre todo, en los pies; está prácticamente desnudo a excepción de una tela que le cubre sus partes pudendas. Lleva un rato tumbado en una camilla que es dura y desagradable, y cuando intenta levantar la cabeza, descubre que no puede, como si pesara mucho. No sabe decir cuánto tiempo lleva así; su conciencia parece ir y venir intermitentemente. Pero tiene los pies congelados, eso sí, y le molesta notarlos como si no formaran parte de su cuerpo.

En el brazo tiene unos tubos que se hunden en sus venas, y por ellos circulan varios líquidos. Uno es blanco y denso como la leche cremosa, no la de los tetra-brik que venden en los supermercados (enriquecida con vitaminas A y D), sino la de verdad, la de vaca. El otro es oscuro, y supone que es sangre. Su sangre. No tiene ni idea de qué es el otro líquido, pero a estas alturas tampoco le importa.

En el pecho tiene otras cosas. Diodos, le parece, o algún tipo de sensores que le han aplicado con ventosas. Tiene uno sobre el corazón, otro en el cuello y un par de ellos en distintas partes del torso. El dedo está preso por un tensiómetro digital que manda la información a un cacharro ubicado a su izquierda. De vez en cuando, con enervante regularidad, emite un sonido agudo: BIP.

Por lo demás, su conocimiento del entorno es muy reducido. El techo está recorrido por tres focos dispuestos en triángulo, y es difícil enfocar cualquier otra cosa una vez se los ha mirado. La persistencia de la luz en sus pupilas es devastadora, como constata cuando gira con esfuerzo el cuello para echar un vistazo alrededor. Tiene que dejar pasar un tiempo hasta que el fantasma de los tres focos va perdiendo intensidad y acaba por desaparecer.

Allí, los dos doctores van y vienen, vienen y van, ocupados con mil tareas que no entiende. A veces intenta decir algo, preguntar, comunicarse, pero no cree que su boca emita sonido alguno. No cree ni que la lengua llegue a moverse, y eso le perturba. Un poco. La verdad es que se siente tan abrumadamente somnoliento que, con la notable excepción de los pies, el resto le da un poco igual.