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Incapaz de resistir sus ojos sinceros por más tiempo, Susana se refugió en sus manos, inertes y algo temblorosas, y su mente cedió, retrocediendo al fin a tiempos remotos, inundándola de recuerdos que creía olvidados.

La pequeña se llamaba Alba, y era especial. No sólo porque era hermosa, sino porque tenía un don inexplicable. Sentada allí entre tantos adultos desconocidos, había esperado sentirse a salvo, pero por alguna razón que no acababa de esclarecer, se sentía aún peor que cuando ella y su hermano habían deambulado solos por los montes cercanos a la ciudad durante días. Los soldados no le gustaban. No le gustaban sus armas ni sus rasgos duros, ni sus expresiones fatigadas y un tanto reservadas. No lo percibía como lo haría un adulto; no había vivido tanto como para saber leer el rostro de un hombre, pero lo sentía, como podía sentir muchas otras cosas. Sabía que esa percepción extraordinaria de las cosas que son y de las que están por venir la había mantenido a salvo durante todo ese tiempo, y por eso precisamente estaba inquieta. Sus particulares visiones de las cosas que aún no se habían producido siempre se convertían en realidad, sin excepciones, en ningún caso. Tan claro como que el sol sale por el este y se oculta por el oeste era el hecho inequívoco de que las cosas que veía acabarían produciéndose, y así había sido desde que podía recordar. Cuando era muy pequeña, a veces tenía dificultades para desligar las cosas que habían pasado de las que no. A veces preguntaba a su madre dónde estaba la muñeca rosa con trenzas, que quería volver a jugar con ella, y la madre sonreía con una ligera capa de sudor frío en la frente, pensando en el regalo de cumpleaños que todavía tenía reservado en el armario: una preciosa muñeca con un vestido de color rosa y trenzas del mismo color. Para Alba, la visión del futuro cierto se mezclaba confusamente con sus recuerdos. Para Alba, las escenas de juego con la muñeca ya habían pasado.

Cuando se hizo un poco más mayor, aprendió a separar los bancos de imágenes de cosas que serán y cosas que ya fueron, y fue gracias a la tarta de coco. Su tía las preparaba continuamente porque a su padre le encantaban. Ella tenía otra opinión. La primera vez que la probó, el olor, el sabor y la textura granulosa de la tarta le provocó un rechazo inmediato. El olor la impregnó completamente; se refugió en la mucosa nasal y se quedó grabado en la pituitaria hasta muchas horas después. La misma textura, en la boca, se le antojaba igual a lamer un lodazal arenoso. Cada vez que su tía destapaba una de sus tartas en la mesa de la cocina, el olor y la sensación desagradable volvían inmediatamente, y la pequeña Alba se llevaba las manos a la cabeza, asqueada hasta tal punto que sentía una ligera opresión en la sien.

Era la misma sensación que tenía cuando las visiones empezaban a abrirse paso hacia su mente consciente. Llegaban como telarañas, sinuosas y desvaídas, y a medida que acentuaban su intensidad, el olor, el sabor y la textura de la tarta de coco regresaban. No tenía muchas sensaciones que usar para explicarse, era demasiado pequeña, así que cuando Alba se quedaba mirando un horizonte invisible y decía: «Mamá… tengo el cerebro como tarta de coco», su madre agarraba con fuerza su eterno delantal de trabajo en la cocina y confiaba en que no fuera nada malo. Por lo menos, gracias Señor por los pequeños favores, que no sea nada malo.

Ahora, a través de esos ojos tocados por el don de la clarividencia más fehaciente, el helicóptero entero parecía pintado de un color rojo intenso. Por todas partes había señales de PELIGRO garabateadas, luminosas como fantasmales tubos de neón. Y además había otra cosa. Algo que la mantenía estirada sobre su asiento como una aguja de pino.

Llevaba cinco minutos oliendo a tarta de coco.

3.

VIAJE EN LA OSCURIDAD

El amanecer llegó, tímido y lento, y Dozer abrió los ojos para encontrarse encogido sobre sí mismo en un suelo de madera. La gravedad le había empujado contra los peldaños de la escalera y se encontró con que los tenía incrustados en la espalda. Se movió para desentumecerse, y eso despertó un dolor punzante en el costado. A su alrededor, el barco gemía ocasionalmente con los característicos crujidos de las cuerdas y la madera, y en algún lugar indeterminado, unas gaviotas peleaban con graznidos discordantes.

Descubrió con cierto pesar que la ropa no se había secado del todo, y la garganta le dolía al tragar, como si se hubiera hinchado. Un gripazo, pensó con cierta indiferencia; tenía problemas más importantes que atender. Un rápido vistazo alrededor le permitió comprobar que no había ningún caminante en cubierta, aunque el aspecto de ésta era mucho más desolador de lo que había intuido por la noche. Pasó la mano por las tablas que conformaban la pared y acarició unas pequeñas hendiduras con las yemas de los dedos. Sabía muy bien qué las había causado: eran disparos de bala, y se veían por todas partes, destrozando la madera aquí y allí. Las mesas y sillas que habían conformado una terraza agradable se encontraban ahora apiladas en una esquina, trabadas por una de las barandillas que impedía que cayeran al agua. Suponía que toda la ciudad estaba llena de escenarios capaces de contar historias por sí solos, escenarios terribles de supervivencia, y aquél debió de haber sido uno de ellos.

Sabía que en aquel barco había al menos un restaurante, y por lo tanto, en alguna parte debía haber una despensa con alimentos no perecederos. Hacía veinticuatro horas que no probaba bocado y vaya si habría podido servirse de alguna de las cosas que podían encontrarse con facilidad: latas de fruta en almíbar, jamón cocido, o incluso una de esas bolsas de patatas cuya fecha de caducidad parecía diseñada para superar a la de la humanidad. Sin embargo, tampoco ahora iba a aventurarse por sus bodegas interiores. No solo, y no desarmado.

Descendió del barco sirviéndose del mismo mástil caído. La superficie del muelle seguía despejada, y la entrada del puerto, si bien todavía abarrotada de espectros, no estaba ya tan masificada. Típico, pensó Dozer. Solían moverse en oleadas, atendiendo quién sabe qué suerte de instinto gregario. Por la mañana podían estar dando golpes contra la puerta de un comercio y por la noche dos calles más abajo, más interesados en una pared lisa, como recién encalada.

El agua todavía era un espectáculo pavoroso. Dozer se llevó la mano al rostro para poder ver mejor en la distancia, y su cara se contrajo en una mueca de horror. Allí continuaban agitándose todos los caminantes que habían caído al mar, chapoteando absurdamente con furiosa determinación. Casi podía oír sus gritos desde allí. ¿Cuánto tiempo continuarían intentando no hundirse? Lo que quiera que fuese que los mantuviera en movimiento, ¿sería capaz de darles cuerda como para seguir luchando por toda la eternidad?, ¿perderían el estímulo y se irían lentamente a pique? Se estremeció, sacudido por un escalofrío, al imaginar el fondo marino lleno de aquellas cosas, meciéndose suavemente al son de las corrientes, con los ojos blancos vueltos hacia la luz que se filtraba desde la superficie.

Después de un rato, se decidió a acercarse al muro que separaba el puerto de una avenida arbolada. Al otro lado de aquella carretera se encontraba el Parque de Málaga, una confusa maraña de senderos y pequeñas parcelas llenas de bulliciosa vegetación. Lo que en otro tiempo resultaba una visión pacífica y agradable, era ahora una promesa de muerte: sus mil rincones sumidos en penumbra podían ser el cubil perfecto de atroces emboscadas. En silencio, agradeció que su plan para volver a casa no pasase por allí. No atravesaría la ciudad, algo de todas formas completamente imposible, pues sus calles eran un hervidero de zombis y vehículos abandonados atascando las calles. Eso provocaba que cualquier desplazamiento resultase una epopeya de proporciones bíblicas, un viaje a través del infierno que sólo podía acabar en tragedia.