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Mientras tanto, su mente conjura imágenes. Es un crisol fantasmal donde se mezclan recuerdos de todo tipo. Algunos son recientes, pero a veces se descubre reviviendo escenas de su niñez, como cuando jugaba a subirse a un ficus gigante usando unas cuerdas que alguien (¿su padre, su tío?) había dispuesto como si fuesen lianas. Por entonces pensaba que las cuerdas tenían un olor desagradable, a cuerda de pozo, húmeda y mohosa, o quizá a rabo de perro mojado; pero ahora que el ficus ha desaparecido de su vida para siempre, talado para construir un impresionante bloque de varias plantas, lo echa de menos. Como todos aquellos veranos, cuando la familia comía paella en el jardín y él se dejaba colgar de aquellas cuerdas, vestido con un pequeño bañador en su cuerpecillo encanijado, y las tardes eran cálidas y largas. Veranos talados por el tiempo.

BIP .

Su mente reacciona al sonido haciendo pasar la escena, como si estuviera contemplando aquellas diapositivas que venían en un círculo de cartón y que se podían ver con un cacharro especial que las hacía girar al bajar un gatillo de color negro.

Ahora está en su casa, en el Rincón de la Victoria. Tiene dieciocho años y su hermano Álvaro le fastidia porque quiere usar el ordenador para jugar a un juego. Es un juego viejo, y él tiene que montar unos vídeos que ha grabado con una cámara JVC dándose tortas contra el suelo con un monopatín. Hace calor, el cuarto es un despropósito de ropa tirada, tarrinas de discos compactos y cables. Hay una consola, dos televisores, una guitarra española (en la funda pone «sin Smint no hay beso») y hasta una batería, pero no usa ya muchas de esas cosas. Su hermano insiste, quiere jugar al Quake, pero él sabe manejarlo y lo engatusa para que le ayude con los vídeos. Y él mira y sonríe, porque aún más que jugar con el ordenador ama a su hermano mayor y aprecia la complicidad, y Juan sigue editando. Es un programa que ha pirateado de Internet y que ha aprendido a usar como un profesional, en apenas un par de días. Se le da bien, como casi todo. La escena, teñida del color amarillento característico de las fotos antiguas, le provoca una profunda nostalgia.

BIP .

El viejo View-Master hace pasar la diapositiva. La rueda quiere girar, pero se atranca con un ruido sordo, y desaparece, porque de repente siente un dolor punzante en la espalda. Quiere chillar, pero la garganta no emite ningún sonido. Intenta mover los brazos, pero tampoco responden. Pero duele. Dueeeleeeee. Sus ojos se abren, empieza a sudar. Su boca se agita, balbuceante, y cuando abre los ojos otra vez, ve una parte de la habitación que no había visto hasta ahora. Le han dado la vuelta de costado y están clavándole algo entre las vértebras, con Dios sabe qué propósito.

Quiere explicarles que ahí no hay nada, que es su SANGRE la que tienen que examinar, pero no puede. Su corazón rompe a correr, acelerado por la descarga de adrenalina que invade sus venas. La visión se nubla, el View-Master se ha vuelto loco y empieza a pasar fotografías viejas, construidas con trozos de recuerdos, a una velocidad pasmosa: el primer beso, persiguiendo a un perro por un jardín, corriendo por la casa sin ropa, resbalando por el suelo lleno de agua con su hermano mayor, Antonio, mientras gritan «¡Aquamaaan!». Es 1989, es 1995, es 1981 otra vez.

BIP .

BIP. BIP .

BIIP. BIIIP .

El cacharro chilla, y Juan se siente resbalar hacia abajo, como si alguien tirara de su cuerpo. Se cae. Se cae por un agujero. Y mientras cae,

BIIIIP. BIIII

IIIIP. BIIIIP .

Juan se revolvió en su cama, luchando por apartar el persistente sonido de los cláxones de su cabeza. Bordeando aún la frontera del sueño, había olvidado momentáneamente la noche anterior, y su mente empezaba a recabar datos para la cotidianidad, que a buen seguro se había ido a pique como casi todas las cosas. Abrió un ojo, apenas un poco, para descubrir que el despertador marcaba las ocho y diez minutos de la mañana. Resopló con pesar y se arrebujó debajo de la manta, donde reinaba todavía un calor confortable. No le importaba admitir que madrugar nunca había sido su fuerte, pero cuando uno se acuesta dos horas antes de que suene el despertador, la cosa suele ser mucho peor. Y entonces, los detalles de la noche empezaron a brotar como los hongos oscuros y brillantes tras unos días de intensa lluvia, y el sonido de los cláxones, abajo en la calle, adquirió una nueva dimensión de amenaza.

Recordaba, sí, haber estado hasta las tantas viendo la televisión, con su padre y la abuela, aunque ella era mayor y dormitaba indolente en su butacón. De vez en cuando abría un ojo, miraba la pantalla, murmuraba algo sobre esa «película horrible» y se retraía otra vez a sus ensoñaciones. Pero la televisión no proyectaba ninguna película, eran boletines especiales (sobre todo de la CNN y el canal 24h) donde las noticias y las imágenes se sucedían a velocidad de vértigo, revelando una situación de emergencia a nivel global como no la habían conocido en su vida. Su padre tenía ya cierta edad y había vivido muchas cosas, todas a través de la pantalla de un televisor: la guerra de las Malvinas, la del Golfo, las yugoslavas, la de Bosnia y Kosovo… el accidente de Chernóbil, el del volcán Hudson en 1991, el 23F, el 11S, el 11M, e incluso la tensión y el miedo que se vivió en España en la época de transición, cuando la muerte arrebató a Franco su larga epopeya dictatorial. Pero nada, absolutamente nada, era ni remotamente parecido a aquello.

Si bien en días anteriores había habido ya voces de alerta y comentarios en prácticamente todas las cadenas, aquélla fue la noche en la que el fenómeno alcanzó niveles de emergencia máxima. Se hablaba de gente muerta, en ocasiones realmente muerta, que volvía a la vida y actuaba exactamente como los zombis de las películas que Juan había visto más de una y más de dos veces. Era como ver la versión del 2004 de Amanecer de los muertos, sólo que sin Jake Weber y sin clichés americanos. De hecho, en algún momento de la noche, los reporteros pasaron de hablar de «violentos» y «atacantes» a hablar de «zombis», y lo hicieron sin pestañear. ¿En serio están hablando de zombis en la tele?, ¿en la CNN?, se preguntó, pero ni su padre ni su madre, ante la evidencia de las imágenes que se desarrollaban ante sus ojos, pestañearon cuando mencionaron la palabra.

Los zombis parecían salir de todas partes, y cuando lo hacían, generaban otros con una rapidez espantosa. Los principales focos de infección fueron los hospitales, verdaderos aeropuertos del umbral de la vida y la muerte, los hospicios, y todos los lugares donde se almacenaban cadáveres: laboratorios forenses, universidades de medicina, empresas de servicios funerarios… Salían de esos sitios como cucarachas de debajo de un frigorífico y atacaban a todos cuantos tuvieran delante. Los disparos no los detenían, los golpes no los paraban, y como extendían su horror en el corazón mismo de las ciudades, los cuerpos de policía, guardias nacionales, militares y sistemas expertos de protección de la población no pudieron usar muchos de sus sistemas especiales de defensa y combate. Las armas pesadas, los misiles y los trillones de bombas que las grandes potencias habían ido recopilando con el tiempo fueron inútiles, porque la muerte se entretejía con todo aquello que querían proteger: ellos mismos.