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Los reporteros acudían a los lugares donde la «infección» (así era como lo llamaban desde la seguridad de sus estudios) había estallado. El corresponsal, jadeando y medio histérico, gritaba sus comentarios al micrófono mientras las cámaras grababan atroces escenas con movimientos erráticos, entre gritos y gente que caía al suelo con alguien subido a horcajadas. No era como cuando la gente pelea, incluso con ánimo de matar, en cualquier reportaje o película de ficción que hubiese visto, era sencillamente otro nivel de violencia. Los muertos no se contentaban con derribar o golpear; buscaban la destrucción total y completa, ensañándose con sus víctimas usando los dedos, introduciéndolos en los ojos o en las bocas abiertas, o los dientes. Desgarraban, mordían los cuellos, o las mejillas, o la carne tierna de los antebrazos cuando se les ponía delante. Arrancaban desde la lengua hasta los intestinos, y gritaban; gritaban mucho. No eran selectivos, no exhibían comportamientos organizados, no buscaban más que víctimas. La más cercana era la mejor.

A veces, la cámara grababa una secuencia borrosa, como un travelling enloquecido, y lo siguiente que se veía era un plano del suelo, girado noventa grados. En todos esos casos, cortaban la transmisión y volvían al estudio, donde el locutor mostraba una tez pálida y una expresión entre asqueada y horrorizada. Juan se preguntó cuántas cámaras habría en el mundo, tiradas en el suelo, grabando el fin de los días del hombre, durante tanto tiempo al menos como durasen sus baterías.

Quizá lo peor eran las sirenas de los coches de policía y bomberos que se escuchaban en la calle, mientras veían aquellas imágenes, grabadas en distintos puntos del planeta. Estuvieron oyéndose toda la noche, ahora más cerca, ahora más lejos. Juan supo que lo normal hubiese sido que su padre se asomase a la ventana e hiciese algún comentario, pero no lo hizo, y él tampoco. No hicieron nada de eso. Permanecieron en el sillón, con los ojos fijos en la pantalla, viendo con mudo horror cómo todo cambiaba, quizá para siempre.

En un momento dado, su padre se levantó del sofá. Era un buen hombre de negocios, un hombre de éxito que había sabido prosperar y ocuparse de su familia. Siempre había sabido cómo manejar las cosas; era como un don natural, el resolver problemas de forma rápida, contundente y, casi siempre, inesperada. Cuando el tío Mauro se quedó en paro, resultó ser un problema grave, porque aún le quedaban cuatro años para cotizar por una pensión decente antes de la jubilación. Era, naturalmente, demasiado mayor como para encontrar un nuevo trabajo en una España que, además, empezaba a sumergirse en una crisis galopante, así que el tío Mauro estuvo unos días desesperado. Cuando Juan padre se enteró, le pidió a su mujer que le dijera que no se preocupase en absoluto; terminó el plato de sopa que estaba comiendo y luego se encerró en su despacho. Allí hizo una sola llamada, y el tío Mauro se incorporó de nuevo a su viejo trabajo al día siguiente, con una pequeña subida de sueldo. Nunca le dijo a nadie cómo lo había conseguido, pero a nadie que lo conociese le extrañó. Era Juan. Hacía cosas así constantemente.

Sin embargo, esa noche, Juan hijo veía a su padre diferente. Después de haberse empapado de todas aquellas noticias e imágenes, arrojaba otra luz en el pequeño salón familiar; parecía más bajito, ceniciento y cansado. Quizá, acostumbrado como estaba a solventar las pequeñas dificultades de la vida, se daba cuenta del tamaño inconmensurable del pastel que tenía delante. Quizá fuera ése el primer problema real al que se había enfrentado, uno que no podría digerir ni en un millón de años.

– Vamos a dormir un poco, Juan -dijo en voz baja, apagando la imponente televisión de plasma con el mando a distancia-. Mañana hay muchas cosas que hacer.

Ahora era mañana, y los estridentes sonidos de una gran variedad de coches llegaban desde la calle. Algo del todo inusuaclass="underline" su ventana daba a una calle por lo general tranquila, un carril rápido para incorporarse a la autovía del Mediterráneo que comunicaba las principales ciudades de la costa del Sol, incluyendo las de la Axarquía. Era una arteria que subía sinuosa por una colina donde se emplazaban varios chalets, viviendas pudientes en su mayoría, donde los coches abandonaban sus garajes a horas más pronunciables, las nueve y media, o incluso las diez, porque esas viviendas las ocupaban propietarios de negocios, jefes, gerentes y encargados, y éstos entraban más tarde a trabajar. Nunca había embotellamientos a las ocho de la mañana.

Miró el reloj de nuevo: las ocho y doce minutos.

Fuera, en el pasillo, la voz de su padre le llegaba como un murmullo apagado a través de la puerta cerrada, pero el contenido de su conversación se le escapaba. Cuando salió fuera, descubrió que su madre estaba a su lado, con una mano en el pecho y otra cerca de la boca. Pero lo peor era su expresión; tenía el rostro contraído, trocado en una máscara de cera. Estaba, en definitiva, asustada como no la había visto nunca antes.

– ¿Qué pasa? -preguntó Juan.

– Los móviles no funcionan -dijo su madre, sombría.

– ¿Qué móvil? -preguntó él, confuso.

– Ninguno funciona… -aclaró su padre.

– Y no podemos contactar con Álvaro y Antonio -continuó su madre.

Sus hermanos se habían ido a Marbella a pasar unos días a casa de unos amigos, y con todo lo que estaba pasando, comprendía que su madre quisiera a todos sus hijos en el nido.

– Bueno, mamá… ya vendrán -dijo, intentando aparentar normalidad.

Juan no era de los que se preocupaban en exceso, tomaba las cosas como venían, pero lo que había visto en el televisor durante la noche -y los cláxones, los cláxones en la calle- era más que suficiente para hacerle experimentar una especie de angustia vital, una opresión en el pecho que empezaba a crecer en intensidad a cada segundo.

Pero su madre no dejó de preocuparse en toda la mañana. A cada poco ya estaba cogiendo uno y otro móvil para intentar hablar con sus hijos, pero siempre sin éxito; lo único que recibía como respuesta era una locución automática indicando que las líneas estaban saturadas. Luego se deshacía en paseos, recorriendo el salón de la casa, el pasillo, la cocina y vuelta al salón, y cada vez que pasaba al lado del teléfono fijo, se le escapaban las manos. Pero tampoco por ese medio conseguía ponerse en contacto.

– ¿Tú estás bien, Juan? -le preguntaba de vez en cuando.

– Sí, mamá, estoy perfectamente.

– ¡Ay, por Dios, qué miedo!

Juan quiso poner el televisor para ver cómo seguían las cosas. Un rincón de su mente esperaba que el canal de dibujos animados siguiera emitiendo dibujos animados y que los programas del corazón continuasen con su acostumbrada ración de basura televisiva; que lo de la noche anterior hubiera resultado ser una especie de Orwell moderno, alguna broma cósmica montada con algún fin publicitario, cosas del marketing loco y cambiante con el que se castiga a la sociedad, pero en el fondo sabía que, cuando la pantalla se iluminase, las escenas atroces volverían.

Sin embargo, no tuvo tiempo de ver nada: su padre pulsó el botón de apagado rápidamente.

– Si tu madre ve algo de eso -le dijo en tono confidencial- le da un infarto, hijo.

– Pero ¿no sabe nada?

– Algo le he contado -dijo el padre-. Tiene que empezar a saber lo que está pasando. Pero no todo, ¿entiendes? Todo no…

Juan asintió. No creía que su madre estuviese preparada para entender lo que estaba ocurriendo, de todas maneras. Cuando salía de fiesta, su madre se le acercaba con los ojos llenos de preocupación y se aseguraba de que estuviese bien abrigado (la temperatura ha caído un grado, hijo, no salgas), de que llevaba todo lo que necesitaba (parece que va a llover, hijo, no salgas) y, sobre todo, le pedía que tuviese cuidado. No lo decía como el resto de las madres. No era una expresión al uso como cuando alguien dice «hasta luego»; sus ojos lo revelaban todo. Lo que en realidad estaba diciendo era: «Ten cuidado, hijo de mi vida y de mi corazón, porque si te pasa algo, cualquier cosa, me destrozarás, y si te pasa algo GRAVE, no podré resistirlo… mi corazón explotará como el de un pajarillo y me MATARÁS, nos MATARÁS a todos de PENA.» Y Juan, que sabía que ella se quedaría despierta en la cama hasta que él volviese de madrugada, intentaba beber y divertirse con su fantasma flotando alrededor.