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A las once y cuarto escucharon varios sonidos inequívocos procedentes de la calle. Aún lejanos, consiguieron que Juan padre diera un pequeño respingo.

– ¡Ay! ¿Qué ha sido eso?, ¡han sido disparos! -exclamó la madre con un tono de voz demasiado agudo, al borde de la histeria.

– No, mujer -contestó Juan padre de inmediato-. ¡Son petardos! ¡Cómo van a ser disparos!

– Ay, por Dios, por Dios… -se quejó ella, moviendo la cabeza con visible disgusto-. ¡Con todo lo que está pasando!

Al mediodía, Juan sorprendió a su padre espiando la calle desde la ventana, con las cortinas ligeramente descorridas. Se acercó a él y echó un vistazo abajo.

– Mira, hijo… -susurró su padre, tras asegurarse de que su mujer no estuviera cerca.

La calle ofrecía un espectáculo del todo inusual. La hilera de coches en ambas direcciones era interminable. Avanzaban, pero muy poco. Una neblina gris de aspecto sucio rodeaba toda la escena, alimentada por el humo de los motores.

– ¿Un accidente? -preguntó Juan.

– Eso es lo que le he dicho a tu madre, pero no es eso -contestó su padre, hablando en un susurro-. Creo más bien que la autovía está colapsada. La carretera de abajo también debe de estarlo.

– Pero… ¿por qué?

– La gente se levanta temprano, y muchos escuchan las noticias mientras se afeitan o toman el desayuno. Debieron escuchar las recomendaciones. No las he oído, pero sé lo que yo hubiera dicho.

Juan no dijo nada, expectante.

– Dado que el problema es la gente, yo habría recomendado que abandonasen las ciudades. Creo que es lo que todas esas personas están haciendo.

– Pero… papá, ¿la gente?

– La gente que muere, hijo. ¿Has escuchado los disparos antes?

– Sí… -admitió Juan.

Juan padre asintió gravemente. De vez en cuando echaba una mirada atrás, por si su esposa irrumpía en el salón.

– Habrá más. Creo que todo irá a peor, dentro de muy poco. Y me preocupan tus hermanos, pero llegar hasta Marbella debe ser imposible, en estos momentos. Ya veremos. Después de comer espero que tu madre se eche la siesta. Entonces pondremos los telediarios, a ver qué dicen, ¿eh, hijo?

Juan asintió.

Comieron a las dos menos cuarto, unos huevos fritos con patatas. Eran muy prácticas: venían en bolsas grandes, ya cortadas y fritas. Se desplegaban en la bandeja del horno y salían perfectas. Su madre se disculpó por no haber podido preparar nada más.

– Para colmo, Irene no ha venido hoy -dijo, entre muchas otras cosas, presa de una verborrea del todo inusual en ella-, y como no funciona el teléfono, claro, tiene la excusa perfecta para no dar señales de vida. ¡Esa chica! Con lo que le pago, bien contenta debería estar. Luego dicen que no hay trabajo, si es que no cuidan lo que tienen cuando lo tienen…

Mientras su madre hablaba, Juan observó algo. Un pequeño cable blanco salía del jersey de su padre, de una forma bastante discreta, y terminaba en un pequeño auricular en la oreja, uno de esos plug-ear que costaban un ojo de la cara. Juan supo inmediatamente de lo que se trataba, y lo supo por la expresión grave de su padre. De vez en cuando sacudía la cabeza ligeramente, pero sus ojos tenían ese aspecto característico de quienes tienen toda su atención volcada en algún mundo interior. Estaba escuchando la radio.

Su madre no se echó la siesta, inmersa como estaba en su tarea de reintentar la llamada cada pocos minutos; a veces, llamaba dos y tres veces seguidas, como si alterando el patrón de espera pudiera conseguir mejores resultados. El reloj del salón daba las cuatro cuando escucharon más disparos, una larga serie que retumbó por la calle como una traca final de feria. Juan contó hasta ocho.

A las cinco menos diez, su padre anunció que iba a ir al supermercado a por provisiones. Su mujer abrió muchos los ojos, porque Juan padre nunca se ocupaba de la compra. De eso se ocupaba ella, o en su defecto, Irene. «Pero si tenemos de todo», quiso decir, pero se calló, inclinó la cabeza a un lado y empezó a canturrear algo con los labios apretados. Juan se ofreció a ayudarle, y su padre pareció considerarlo brevemente, pero al final accedió. Iba a necesitar brazos fuertes; tendrían que bajar la cuesta durante un kilómetro, y luego recorrer doscientos metros por la avenida principal para llegar al supermercado, y tendrían que hacerlo a pie, porque la carretera seguía tan impracticable como a primera hora de la mañana. Musitó un «de acuerdo» y se aseguró de llevar bastante efectivo.

Cuando salieron a la calle, descubrieron que las cosas no habían hecho sino empeorar. Olía a atasco de tráfico, y muchos de los coches que esperaban en su hueco en la cola tenían el motor apagado. En algunos, no había nadie en su interior; sus propietarios se habían marchado. Los coches, abandonados y fríos, parecían parte de una extraña comitiva fúnebre.

También había gente. Formaban grupos más o menos numerosos y hablaban acaloradamente.

Un niño pequeño se les acercó, con los ojos encendidos y una sonrisa disimulada a duras penas, como si acabara de hacer una trastada.

– ¡Es el fin del mundo! -les dijo de pronto, y se alejó corriendo, a lomos de un caballo invisible que jaleaba dándose palmadas en el muslo-. ¡Uoooooooh!

Pero para Juan, lo más preocupante fue la falta de respuesta de su padre. Se limitó a mirar cómo el niño se alejaba y desaparecía tras un Volvo del 97, sin mover un músculo de la cara, y echó a andar cuesta abajo. Juan tenía pensado preguntarle qué habían dicho las noticias, qué habían dicho los gobiernos, qué recomendaciones daban los sistemas de emergencia nacionales, qué explicación daban al fenómeno, y mil cosas más, pero lo dejó correr. Esperaría a que su padre sacase el tema, si quería hacerlo. Nunca le había visto dedicar demasiada reflexión a nada: él simplemente sabía cuál era la solución en cada momento. Ahora, sin embargo, parecía sumido en un mar de pensamientos, y aunque caminaban a buen ritmo, lo hicieron en silencio.

Tardaron veinte minutos en llegar al supermercado. Cuando empezaron a divisarlo en la distancia, con la marquesina despuntando en la fachada, había una cola de gente que esperaba para entrar. La puerta de salida escupía clientes cada pocos segundos, gente que empujaba carros enteros llenos de cosas, o se afanaba en arrastrar hasta media decena de bolsas de plástico llenas de productos.

– Oh, no -se lamentó su padre-. Sabía que tendría que haber venido esta mañana.

– La gente se ha dado prisa…

– Estaba tranquilo… pensaba que, sin tarjetas, no podrían comprar tanto como les hubiera gustado.

– ¿Sin tarjetas? -preguntó Juan.

– Las líneas de teléfono están saturadas, incluso las de móvil. Los TPV no funcionarán, y ¿quién tiene dinero en metálico en casa, hoy día? Pero he calculado mal…

Por la cola sólo se trasladaban chismes sobre lo que ocurría dentro. «¡Se acaba de terminar la leche!», decían unos. «Se han llevado todas las latas», decían otros. «¿Todas?», preguntaba un hombre, alarmado. «Todas», le contestó un hombre enfundado en un abrigo de color crema, con el semblante grave y preocupado de quien anuncia el advenimiento de un cataclismo cósmico.