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Pero Juan Aranda hijo, de veinticinco años de edad, empezó a abstraerse de aquellas conversaciones triviales. Entrecerró los ojos y empezó a sentirse ligeramente incómodo, aunque no hubiera sabido decir por qué. Había cerrado los puños y apretaba los dientes aun sin ser consciente de ello. Había algo en el aire, como una energía invisible y electrizante que le hacía saltar de un pie a otro. Como esa sensación primitiva y desbordante que se tiene cuando hay una tormenta a punto de estallar, algo quizá relacionado con una parte animal y casi sepultada del ser humano. Y algo debía haber, en efecto, porque las conversaciones en la cola empezaron a subir en intensidad, como una ola que se acerca al espigón. Su padre le pasó un brazo por encima (Jesús, no lo hacía desde que tenía, ¿siete, ocho años?). A lo lejos, un perro empezó a ladrar.

Entonces ocurrieron varias cosas a la vez.

Un hombre llamado Evans, de procedencia irlandesa, decidió que ya no podía más y se salió de la cola para ir directamente a la cabeza. Un crescendo de voces airadas explotó entre la gente que esperaba, y casi al instante, la fila que hasta ese momento había sido más o menos homogénea, se deshizo. Ahora eran otros los que se precipitaban contra las puertas del supermercado donde un guardia de seguridad estaba controlando la situación. Hubo gritos y empellones, y dos hombres se trabaron de forma violenta, agarrados por las solapas de sus abrigos y gritándose a la cara. Una señora cayó hacia atrás, agitando los brazos como si quisiese emprender el vuelo, y golpeó la gigantesca luna del establecimiento, que cayó sobre ella deshecha en un millón de esquirlas. Los cristales cayeron al suelo con un estrépito ensordecedor y, tras la confusión inicial, la señora empezó a aullar, con las manos ensangrentadas temblando delante de su cara donde despuntaba un jardín de cristales.

Casi al mismo tiempo, en la acera opuesta, Pablo García hizo girar el volante de su coche bruscamente para subirse a la acera. Llevaba trabado en el tráfico casi cuatro horas, y las noticias que escuchaba en la radio le habían estado poniendo bastante nervioso. Las ruedas protestaron cuando salvaron el obstáculo del bordillo, pero finalmente, el viejo Opel Astra consiguió encaramarse al acerado, bramando como un demonio. Cuando echó a rodar, la gente que iba por la acera se echó a un lado, soltando pequeños gritos de sorpresa. Iba a asomarse por la ventanilla para gritar que salieran del paso, que tenía que reunirse con su mujer y sus hijos en Málaga, cuando el ruido explosivo de la vidriera del supermercado le hizo girar la cabeza y dar un respingo; sus manos perdieron el contacto con el volante por un par de segundos. Su pie se hundió en el acelerador.

El Opel se encabritó, dando un súbito acelerón mientras escoraba ligeramente a la derecha. El lateral del coche raspó la fachada del edificio descarnando el yeso, que cayó sobre el capó en una lluvia gris de polvo y trozos pequeños. El crujido del metal fue quejumbroso y potente. Pablo intentó recuperar el control, describiendo un giro al lado contrario, pero tras rasgar también el lateral trasero, el coche escapó de la trampa precipitándose contra una farola. Se incrustó en ella como un cuchillo que corta un bizcocho. La farola cimbreó violentamente, y de la copa cayeron cristales rotos hasta que toda su estructura se vino abajo como lo hacen los árboles, más lentamente al principio pero ganando velocidad a medida que se acerca al suelo. En su trayecto, la enorme barra golpeó en la cabeza a una chica llamada Raquel que acababa de gastarse cerca de tres mil euros en una operación para mejorar la forma de su busto.

Mientras los huesos de Raquel crujían espantosamente y ella caía al suelo, la caterva de gente que se arremolinaba en la puerta del supermercado rugía como el remolino de un tornado. Se empujaban, gritaban… sus poses eran animales, salvajes. La señora gritaba, con la cara bañada en sangre, que manaba de un centenar de cortes. Juan, sobresaltado por la explosión de la luna, los gritos y el sonido estridente de la farola precipitándose contra el suelo, había entrado en un estado de alarma expectante. Son los sonidos fuertes, se oía decir a sí mismo en la trastienda racional de su mente. Los sonidos violentos provocan cambios conductuales que degeneran en agresividad. Había visto un documental sobre eso en alguna parte, no hacía ni dos días.

– Papá… -dijo, tirándole del brazo.

Pero Juan padre estaba fijo en algo que ocurría a apenas diez metros. Un hombre se había acercado a otro, le había derribado y estaba intentando quitarle las bolsas de la compra. La víctima, de aspecto abatido, empezaba a entrar ya en la etapa crepuscular de su vida, y no era contendiente para el hombretón que intentaba robarle; se agarraba a sus cosas desde el suelo, con una expresión de desmayo en el rostro, como si estuvieran arrebatándole a un hijo de sus brazos. De repente, el atacante le dio una patada en la cabeza, y la bolsa se desgarró con el envite, desparramando su contenido por la acera. Una lata de macedonia de frutas en almíbar rodó alegremente hacia la carretera y se perdió debajo de un coche, como si tuviera prisa por ocultarse. El resto de cosas cayeron pesadamente al suelo: dos botes de leche condensada, una caja de manzanilla Tardes Doradas (ahora con miel) y varias latas de jamón cocido Apis.

Juan las miró brevemente. Su aspecto mundano, apagado y mate, parecía una denuncia a la violenta reacción de aquel hombre. Latas de jamón cocido, por el amor de Dios, pensó Juan, un euro treinta y cuatro céntimos.

Pero su padre se había lanzado ya hacia delante. Juan abrió mucho los ojos y pensó en detenerle, pensó en gritarle que por favor volvieran a casa, que mamá estaría preocupada. Pero no hizo nada de eso. Su padre llegó y empezó a hablar con el hombretón, que se afanaba en recoger las cosas del suelo. No pudo oír lo que decía, había demasiada agresividad, ruido por todas partes. Alguien había sacado a Pablo del coche, a la fuerza, y lo tenían sujeto por ambos brazos mientras se debatía histéricamente. Querían llevarlo junto a la pobre Raquel, que estaba muerta en el suelo con sus senos de tres mil euros, y enseñarle lo que había hecho. Pero Pablo no quería saber. No quería acercarse. Llevaba toda la tarde oyendo hablar de muertos que dejaban de serlo y no quería, y gritaba como un demente.

Cuatro calles más allá, un policía usaba su arma reglamentaria, pero nadie lo oyó.

Como Pablo, el hombretón que robaba al anciano tampoco quería escuchar. Extendió el brazo hacia atrás y dio un giro sobre sí mismo, como un lanzador de discos griego, para golpear a su padre con una bolsa llena de latas. Su padre ni siquiera levantó los brazos para protegerse: la bolsa le golpeó en la cara y retrocedió varios pasos, inundado por una explosión de dolor.

El hombretón aferró la bolsa contra su pecho y salió corriendo. Moriría sólo diecinueve horas después, sacudido por dolores inimaginables, sin haber probado ni una de las latas.

– ¡Papá! -gritó Juan.

La señora de los cortes en la cara dejó de gritar. Estaba aquejada de ateroesclerosis, y la hemorragia había causado la formación de un trombo que privó al corazón de su flujo normal de sangre. Se quedó en el suelo, de rodillas, con las manos levantadas a ambos lados como si estuviese teniendo una visión celestial, hasta que cayó hacia atrás, doblándose sobre sí misma en una postura que jamás habría conseguido adoptar de haber estado viva.

– Qué desastre. Tu madre se va a volver loca… -dijo Juan padre, mirándose la mano llena de sangre. Acababa de pasársela por la cara, y no quería ni imaginar qué aspecto tendría, a juzgar por la expresión de su hijo.

– Papá… -exclamó Juan, sin acertar qué decir.

– ¡Sí, sí! Atiende a ese señor… -cada vez veía peor. La cabeza latía con vida propia, como si en su interior, una banda de enardecidos tamborileros estuvieran empezando a afinar sus instrumentos.