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Juan se acercó al señor mayor, que seguía en el suelo. Llevaba una americana que le iba un par de tallas grande, y cuando Juan se arrodilló para atenderlo, notó los huesos bajo la pana. Tenía los ojos muy abiertos, que giraban en sus cuencas con movimientos rápidos, atemorizados. Juan echó un vistazo en la dirección en la que estaba mirando, y vio a dos hombres dándose puñetazos. ¡Bum!, ¡bum! Los puños volaban con una cadencia casi mecánica.

– Oiga… Vamos, ¡arriba! -tiró de él por los sobacos, y se sorprendió de lo poco que pesaba.

El hombre dijo algo, pero hablaba demasiado bajo y su boca no se abría lo suficiente. En el cráneo tenía un hematoma cruel, a la altura de los ojos, de un color amarillento; alrededor, retorcidas y sinuosas como los tentáculos de un pulpo, unas venas varicosas se habían hecho visibles. Una ambulancia, ¡joder, una ambulancia!, pensó Juan, pero la carretera estaba llena de coches, una farola se había caído sobre un grupo de gente, y todo el mundo estaba dándose hostias. Y notaba, reverberando en algún lugar recóndito de sus testículos, que las cosas no iban sino a empeorar. Pronto.

Lograron, sin embargo, llevarse a aquel hombre unos cuantos metros más allá, y lo dejaron sentado en el escalón de un portal. Casi parecía un mendigo; hubiera podido pasar por su lado cualquier día de la semana y haberle arrojado unas monedas, y quizá por eso le inspiraba una gran compasión. Se quedó de pie, rodeado de gente que se trababa en peleas, de gente que caía al suelo, de un hombre que tan sólo momentos antes había estado pasando el aviso de que la leche en tetra-brik se había acabado, y ahora hundía su puño en la cara de alguien. Y de su padre, que en mitad de aquella especie de jauría alimentada por el miedo, pasaba un dedo ensangrentado por delante de los ojos de aquel desconocido para asegurarse de que no estaba conmocionado, mientras con la mano derecha le controlaba el pulso en la muñeca.

Y en mitad de aquel brote inesperado de súbita admiración hacia su padre, Raquel abrió los ojos. Para entonces había una buena cantidad de gente alrededor. «¡Está viva!», exclamó alguien. «¡Gracias a Dios!» El grupo de curiosos, que estaba distraído con la contienda en el supermercado, se concentró en aquella chica, de cuya oreja derecha manaba un delgadísimo hilo de sangre. Tenía los ojos abiertos, pero allí no había nada… sólo una blancura mortecina que había velado el iris completamente. «¡Es ciega!», apuntó otro. «¡Ayudadla!» Pero antes de que nadie pudiera echarle una mano, Raquel se sentó con una habilidad casi sobrenatural, gracias a unos poderosos abdominales que había cultivado desde los dieciséis años. El movimiento fue tan inesperado y rápido, que algunos se echaron hacia atrás.

Raquel giró el cuello con pequeños movimientos mecánicos y, entonces, varias manos le ofrecieron apoyo para terminar de levantarse: parecía una Barbie, rubia y atractiva, con las largas piernas extendidas y el cuerpo erguido, la espalda perfectamente recta. Pero en ese momento, exhibiendo la misma brusquedad, Raquel alargó el brazo y cogió la mano que le tendían. El hombre sonrió, invadido por una ternura infinita. La pobre chica se había librado de una buena, y era tan tan hermosa, ¡y ciega por añadidura!, que le inspiró sentimientos paternales. Quería ayudarla, quería… Pero, casi al instante, su sonrisa perdió definición… aquella chica estaba tirando de su mano hacia ella (¿y no me está mirando directamente a los ojos, esta chica ciega?) con una fuerza del todo inesperada. Musitó algo incomprensible mientras se veía obligado a dar un paso, para no perder el equilibrio. Mientras, la sonrisa iba y venía como si hiciese mal contacto. Parecía que quería llevarse la mano a los labios, y en su mente afloró otro pensamiento confuso (¿un beso?), hasta que Raquel abrió la boca.

Y mordió.

Fue en aquel preciso momento cuando algunos de los que miraban la escena asociaron lo que acababa de ocurrir con lo que habían visto ya en la televisión. Se quedaron sin respiración, reconociendo aquellos ojos blancos y ese comportamiento extraño, y retrocedieron tanto como pudieron, súbitamente horrorizados, incapaces de pronunciar palabra. Se negaban a reconocer el hecho, pero estaba ahí mismo, en la misma calle donde tejían su cotidianidad, en el mismo lugar donde paseaban a sus perros y compraban el pan, por donde habían pasado tantísimas veces para ir a trabajar o comprar el periódico en domingo. Era algo sobrenatural, algo que no se podía comprender, algo en definitiva que la parte racional de sus mentes rechazaba de plano: una salvaje amenaza, una intrusa.

Pero pese a todo, Raquel estaba ahí. Su corazón no latía, las funciones cerebrales habían quedado disminuidas hasta extremos que desafiaban todos los conocimientos médicos y científicos hasta la fecha: clínicamente muerta. Pero la palma atrapada entre sus dientes, que cada vez apretaban con más y más fuerza, como un cepo de caza, era el corolario de la imposibilidad. Un hecho inequívoco.

La sangre empezó a manar abundantemente, tibia y de un fascinante tono rojo. El hombre balbuceó, sintiendo que el dolor crecía en intensidad; se multiplicaba en clara progresión geométrica. De forma instintiva, intentó retirar el brazo, pero Raquel sacudió la cabeza como lo hubiera hecho un perro rabioso y se quedó un trozo en la boca. El hombre aulló, mirando la herida atroz con ojos despavoridos. Ahora ya no dolía tanto, porque su cuerpo había producido adrenalina suficiente para marear a un toro, pero la visión de su mano cercenada era suficiente para producirle un terror que no había esperado nunca conocer.

Raquel no parecía interesada en masticar la pieza que había conseguido. Resbaló de su boca y cayó al suelo, donde fue olvidada rápidamente. La sangre perfilaba sus labios. Después, se puso finalmente en pie, saltando como un animal al que amenazan con un ascua, para terminar abalanzándose sobre otro de los curiosos.

Juan no vio nada de eso. Ni vio tampoco cómo la señora con la cara convertida en un paño de sangre se había subido a horcajadas sobre el vigilante jurado del supermercado y mordía su cuello con un ansia desgarradora, pero se volvió, alarmado por la intensidad de los gritos que estaban empezando a alcanzar nuevos niveles. La gente corría: unos en una dirección, otros en otra.

– ¿Qué… qué pasa? -preguntó su padre.

El guardia de seguridad cayó al suelo, incapaz de soportar más el peso, con un borbotón de sangre manando de la herida del cuello como si fuera una macabra fuente. Tan pronto dejó de moverse, la señora perdió interés en él. Escogió a la víctima más cercana, la agarró de los cabellos (que eran del color de la madera y rizados) y tiró. El hombre se combó hacia atrás, superado por la sorpresa, y se despatarró, en una pose demasiado ridícula dadas las circunstancias. La mujer lanzó entonces una garra hacia su rostro y lo abarcó, apretó, desgarró… sus dedos se introdujeron en sus ojos y los batieron como una minipimer, y el hombre gritaba, gritaba y gritaba, mientras se sacudía con toda la fuerza de la que era capaz. No fue bastante, sin embargo. La mujer, liberada de las limitaciones autoimpuestas de la mente, era capaz de desplegar ahora una fuerza hercúlea, y no le liberó hasta que dejó de moverse, ahogado en su propia sangre.

– Vámonos, papá… -suplicó Juan-. Vámonos.

En la acera de enfrente, Pablo García expiaba su culpa cayendo al suelo con el cuello roto. A su lado, Raquel, indolente, escogía una nueva presa y se lanzaba a la carrera. Tenía veinticuatro años, se mantenía en forma, y en su nueva condición era capaz de correr más que nadie.

– Dios mío… -exclamaba el padre, ahora que se había incorporado y dado la vuelta. No acababa de entender cómo se había convertido todo en semejante caos en tan poco tiempo. Psicosis general, se dijo. Había gente que salía corriendo del supermercado, cargada con cosas (salchichas, sobres de sopa, un cubo de un kilo de yogur) que llevaban sujetas entre los brazos. Otros entraban, dando codazos a la gente que se arremolinaba junto a la puerta, intentando conseguir algo. Los cristales en el suelo crujían bajo el peso de los zapatos, y una segunda luna se vino abajo con un estrépito tintineante.