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Y la policía no vendrá, las ambulancias no llegarán, pero no porque la carretera sea un atasco infinito, sino porque esto mismo está pasando en muchas otras partes. Por eso.

Pensaba en los disparos que habían escuchado a lo largo del día, pero pensaba también en lo que habían dicho en las noticias. Las heridas de bala, incluso en zonas mortales, parecen no ser capaces de detenerlos. No acusan el dolor.

A apenas seis metros de donde estaban, una mujer con cristales en la cara perseguía a una chica. Su camiseta decía VII MARATÓN POR LA SOLIDARIDAD, COÍN, pero la señora, gruesa y entrada en años, corría como una centella, agitando los brazos como si no formaran ya parte de su cuerpo y, oh milagro de los milagros, estaba a punto de darle alcance.

– ¡Papá! -chilló Juan.

Pablo García abría los ojos de nuevo. Pero ahora eran blancos y lechosos, y su boca se contrajo en un espasmo horrible.

– Vámonos… -accedió Juan padre.

Echó un último vistazo al mendigo, pero parecía haberse quedado dormido, apoyado contra la puerta. El hematoma en la sien era ahora oscuro, y la piel se había hinchado como un bizcocho en un horno. Todo su corazón le decía que no podía dejarlo ahí en ese estado, que necesitaba atención médica, que ahí corría peligro, pero otra parte de él le gritaba que volviese a casa in-me-dia-ta-men-te. Que volviese junto con su mujer y la abuela. Que era hora de mirar por los suyos. Y apretando los dientes, cerró los ojos y se volvió.

Empezaron a alejarse de la zona, sin poder evitar echar constantes vistazos hacia atrás. La señora gruesa estaba ahora subida encima de la chica. Le había desgarrado la camiseta y había hundido la cara en su vientre. Ella, con el rostro vuelto hacia ellos, parecía consumida por un éxtasis inexplicable.

Llegaron al final de la calle y empezaron a cruzar por el paso de cebra. La última vez que miraron, tres hombres encorvados avanzaban con paso decidido hacia el interior del supermercado. Tenían los brazos adelantados, como si fuesen invidentes sin bastón, y allí se perdieron de su vista.

Juan padre no podía evitar temblar de pies a cabeza. Lo había visto. Había visto esos ojos (los ojos blancos), los andares desgarbados y sobrenaturales, la violencia desmedida, la sangre y los gritos. Igual que en la televisión, se dijo, pero aquí, aquí en casa. Aquí mismo.

No tenía miedo por él mismo, no acertaba a imaginarse siquiera en una situación semejante. La muerte era algo que ocurre por causas naturales, en la vejez, para lo que quedaban aún mil millones de años. Al contrario que su mujer, él nunca se ponía en lo peor. Vivía en la confianza de que las cosas tienden a salir bien. Pero sí tenía miedo a las penurias. Tenía miedo por su familia. No sabía cómo iba a defenderlos, cómo iba a cuidarlos ni cuánto duraría esa situación. Esperaba que la comida que tenían en casa durase mucho tiempo, porque no había podido conseguir nada, pero si cerraba la puerta y se guardaban de pisar la calle, podrían esperar a que las cosas se normalizaran. Seguramente, científicos de todas las nacionalidades estaban investigando el fenómeno. Seguramente…

Cuando empezaron a subir la cuesta, y los alaridos se habían perdido prácticamente en la distancia, estaban todavía inquietos. Las cosas parecían haber cambiado en los últimos treinta minutos. Había gente que corría, con expresiones de terror dibujadas en sus rostros. Juan pensó en las hormigas, que corren en todas direcciones cuando se enfrentan a una amenaza desconocida.

Inesperadamente, el móvil empezó a sonar, tocando el Para Elisa con horribles politonos disonantes. Intercambiaron una mirada de sorpresa, y Juan padre recuperó el aparato del bolsillo de su pantalón. En la pantalla se leía: «ANTONIO MVL».

Con el dedo tembloroso, pulsó la tecla de aceptar llamada y contestó con voz estridente y rota.

– ¡Antonio!

– ¡Papá! -dijo Antonio, al otro lado de la línea.

– ¡Hijo!, ¿dónde estáis? -exclamó. Su cara denotaba una lucha interna entre la preocupación y la esperanza-. ¿Está Álvaro contigo?

– ¡Sí, papá, está aquí! ¿Estáis bien vosotros?

– ¡Muy bien, hijo! Pero ¿dónde estáis?

– ¡Papá, est… ogidos, y lleno de ge… pero t… tá pasando!

La comunicación se interrumpía, la voz de Antonio iba y venía, cambiaba de intensidad, se perdía…

– ¡Antonio! -gritaba Juan padre.

– ¡Papá, que dicen que han cort… etera… que no pod… ar y q… co unos…!

Los ojos de Juan padre giraban como enloquecidos en sus órbitas. Se movía a uno y otro lado, intentaban captar más cobertura.

– ¡Hijo!, ¡Antonio!, ¡ANTONIO!

En ese instante, Juan se volvió, alertado por los alaridos que llegaban desde el extremo de la calle. Una moto venía haciendo eses por la acera, con un joven subido en ella. Conducía con una sola mano, la otra la tenía protegida contra el regazo, y cuando estuvo a la distancia adecuada, pudo ver que la tenía llena de sangre. Le había manchado también el jersey de color crema.

Miró a su padre. Parecía escuchar lo que le decían por el móvil, con una creciente expresión de horror. Negaba con la cabeza mientras su respiración se aceleraba.

– Papá… -susurró, mientras la moto se acercaba.

A lo lejos vio a tres hombres corriendo. Dos de ellos dieron alcance al tercero y lo derribaron al suelo.

El motorista dio un giro demasiado cerrado y se precipitó contra la pared; la rueda delantera se dobló como si estuviese hecha de crema pastelera, y el chico cayó estrepitosamente a la acera. Vio su mueca de profundo dolor mientras mantenía el brazo alejado de su cuerpo, como si con ello pudiese separarse del sufrimiento, pero no emitió ningún sonido.

– ¡Papá! -graznó. Tenía la boca seca y la garganta cerrada.

Su padre separó el móvil de la oreja y se quedó mirándolo, insensible a lo que pasaba alrededor. Juan vio su cara, y supo que había pasado algo. No reconocía en su padre esos ojos vacuos y esa mandíbula relajada, rendida. Espió la pantalla del móvil, y en su centro, dos palabras volvían a anunciar «SIN SERVICIO».

– ¿Papá? -preguntó.

– Se… se ha cortado -dijo su padre.

– Vamos a casa, papá…

Un perro pasó zumbando por su lado, con el rabo entre las piernas. Venía del otro lado de la calle, rodeó al motorista (que tenía notables dificultades para incorporarse) y se dirigió hacia donde los dos (¿zombis?) hombres se ensañaban con el que habían derribado. Pero cuando llegó hasta allí, frenó en seco, resbaló sobre sus pezuñas y regresó por donde había venido. Juan nunca había visto un perro con tanto terror impreso en sus ojos.

– Antes de cortarse escuché un grito de alguien -dijo su padre con cierta parsimonia, una voz deliberadamente neutra e impostada que recordaba a los narradores de documentales malos-. Un grito de esos que te hiela la sangre en las venas. Antonio intentó explicar algo, pero se escuchaba muy mal y no me enteré de nada. Se cortaba, ¿sabes? Luego… luego se escuchó un ruido muy fuerte. Creo que debió dejar caer el móvil al suelo. Eso es lo que creo. Quizá salió corriendo. Antonio siempre ha sabido mantenerse alejado de los problemas, ¿no es verdad? Quiero decir… nuestro Antonio… -Dudó unos segundos, como si tuviera una espina atravesada en la garganta-. Alguien pasó junto al teléfono, gritando… como cuando tienes los cascos puestos y el sonido pasa del auricular izquierdo al derecho…