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El centro de la ciudad no era diferente. Había vehículos por todos lados, había cadáveres tirados por el suelo y había también un gran número de caminantes. Sabía por experiencia que muchos de aquellos cuerpos que yacían en el suelo eran latentes, zombis que habían perdido el impulso de vagabundear y se habían dejado caer en cualquier sitio. Pero bastaría un estímulo sonoro, cualquier cosa, para que muchos de ellos se levantaran del suelo agitando las extremidades como un escarabajo que ha caído sobre su espalda. Lo había visto demasiadas veces.

Una trampa mortal si fuese un tipo normal, se dijo.

El atardecer empezaba ya a teñir de plata y oro los picos de los edificios, y las sombras se habían vuelto alargadas, pero Dozer continuó. Cruzó la Alameda y subió por Larios, donde un incendio descontrolado había derribado tres de los principales edificios hasta los cimientos; las viejas columnas de hormigón aún se mantenían erguidas en mitad de un infierno de hollín y ceniza. A poca distancia había una ambulancia de la Cruz Roja, pero estaba volcada y de su interior sobresalían cadáveres abrasados. Sentado en el suelo, con la espalda apoyada sobre la carrocería, había un hombre con el uniforme de la policía nacional. Aún tenía una pistola en la mano, pero le faltaba la mitad de la cabeza, como si se hubiese pegado un tiro en la boca. Dozer apartó la vista y siguió andando; esta vez no quería detenerse a pensar qué tipo de pesadilla tuvo que ocurrir allí.

Ocasionalmente, volvía la cabeza y miraba hacia los pisos superiores de los bloques de viviendas que iba encontrando. Esperaba, quizá, hallar algún vestigio que le indicase que allí todavía resistía alguien. Una sábana con un mensaje, o un tablón con burdos caracteres escritos a mano. Pero si allí quedaba aún alguien con vida, no pudo verlo. Las ventanas le devolvían la mirada sin revelar sus secretos.

Cuando estuvo a la altura de la plaza de la Constitución, detuvo la marcha. El suelo era una alfombra de cadáveres, amontonados unos sobre otros, y sobre ellos cabalgaba una familia de gaviotas. Son carnívoras, pensó con creciente horror mientras se fijaba en sus picos sonrosados, recubiertos de excrecencias cadavéricas. Sin apenas darse tiempo a pensarlo, tomó un zapato abandonado en el suelo y lo arrojó contra ellas. Falló el tiro, pero las gaviotas desplegaron las alas, graznando de forma estridente, y dos de ellas echaron a volar para posarse en una de las cornisas del hotel Larios.

– Hijas de puta… -masculló, asqueado.

Solamente ahora se daba cuenta de que los balcones y ventanas de las plantas superiores estaban llenos de ellas. Eran gordas y perezosas, y parecían adormecidas bajo el sol crepuscular.

Miró entonces al cielo y las vio planeando sobre la ciudad. Las había visto sobrevolando Carranque en alguna ocasión, pero desconocía que habían abandonado las playas y cambiado su dieta. Le resultó asqueroso, inmundo, y si alguna vez había pensado en cazar alguna para alimentarse, desechó la idea completamente.

En la plaza, los muertos caminaban por la calle, arrastrando los pies, como marineros que caminan por el puerto tras un largo viaje a ultramar. Entraban y salían de los pocos comercios que estaban aún abiertos, como la Cafetería Central. Sus mesas y sillas estaban esparcidas por toda la plaza, las cajas de productos típicos malagueños se desparramaban por todas partes. A lo lejos divisó un carrito de bebé tirado, con la cubierta desgarrada, pero ni en un millón de años pensaba Dozer asomarse a su interior. Intentó apartarlo de su mente, pero cuando cerró los ojos, la tela desgarrada seguía ahí.

La opresión de la ciudad fantasma empezaba a ser una carga demasiado grande para soportar. Los edificios, estériles y grises, eran celosos guardianes de los muertos: los ocultaban y callaban todas las espantosas escenas que habían presenciado durante los días de la infección. Por fin, describiendo giros sobre sí mismo, se llevó las manos a la boca y gritó:

– ¡Hola!

El eco de su voz retumbó por las callejuelas, voló por el pasaje de Chinitas y despertó a dos zombis que yacían en el suelo. Uno tenía una navaja clavada en el hombro; el mango había empezado a oxidarse y había manchado la blanca camisa. El otro había perdido el lóbulo de la oreja derecha: el zombi que lo mató le había arrancado el aro que lucía, desgarrando la carne.

– ¿Hay alguien? ¿Hay alguien con vida?

Y a modo de respuesta, los muertos arrancaron a entonar su lenta letanía: un gruñido quejumbroso y grave, como un lamento, y las calles se llenaron de aquel tormento, propagándose por todo el centro histórico de la ciudad, desde la Alameda a la plaza de la Merced.

Dozer se tapó los oídos con ambas manos y apretó los dientes. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas, calientes y saladas. ¿Qué sentido podía tener ahora ser un Salvador, se preguntaba, si no quedaba ya nada que salvar?

A las nueve de la noche, Dozer se despedía de Málaga. Había llegado hasta Fuente Olletas, andando, y había encontrado una pequeña moto que podría valerle. No era gran cosa, una Pegaso de 650 con más rasponazos que un tanque americano en Europa al término de la segunda guerra mundial, pero sería perfecta si tenía que abandonar la carretera en algún momento. El cacharro no tenía combustible, pero se las ingenió para tomar un poco de otro vehículo sirviéndose de un tubo. Cuando arrancó, lo hizo con un sonido petardeante que le resultó en extremo agradable, por el simple hecho de que añadía un poco del viejo ruido de la ciudad y terminaba, por fin, con el sepulcral silencio.

Cuando se incorporó a la autovía, supo por qué nunca llegó ayuda. El colapso era inmenso. Los cristales estaban rotos, los coches se montaban unos sobre otros, las barreras quitamiedos de los laterales habían desaparecido en su práctica totalidad, y una docena de vehículos se encontraban arrumbados cerca de un pequeño acantilado. Y había espectros, y muchos más cadáveres de los que hubiera esperado.

Atravesar el primero de los túneles fue una odisea. En un momento dado, tuyo que cargar con la moto para superar un bloqueo completo de las dos vías, con la linterna apresada entre los dientes. El haz iba y venía revelando nuevos horrores. Agradeció en silencio su corpulencia y su nueva condición, porque el túnel se constituía en trampa mortal para cualquiera que no fuera inmune. Muchos de los muertos seguían al volante de sus coches, incapaces de abrir las puertas que los mantenían presos, aunque las ventanas habían desaparecido hacía tiempo y no le cabía duda de que, con el estímulo adecuado, no tardarían en tomar esa vía para salir de sus prisiones de metal.

Uno de ellos, una señora con los cabellos largos y negros cayéndole sobre la cara, respiraba pesadamente como si estuviera afectada de asma, inhalando y expulsando el aire en grandes bocanadas. Un acto reflejo, pensó, un movimiento muscular que repetía, carente de todo sentido, de cuando estaba viva, porque no pensaba que los zombis necesitasen oxígeno. Pero le ponía nervioso, el sonido era como el de un fuelle que rugía en el asfixiante silencio del túnel, y se alegró de alejarse de ella tan pronto consiguió pasar la moto por encima de los coches.

Durante todo el trayecto, optó por no arrancar el motor de la moto. No hubiera tenido mucho sentido, de todas formas, porque tenía que buscar el camino a golpe de linterna, como si estuviera atravesando un confuso laberinto. Cada vez que enfocaba un lugar diferente y el haz revelaba un rostro crispado, no podía evitar dar un respingo. En algún momento, un viejo conocido de su más tierna infancia regresó a visitarle. Había tomado atajos secretos, senderos ocultos y desconocidos que viajaban desde el armario en sombras del cuarto de su niñez a aquel túnel detestable. Era el Miedo en su forma más pura, asomando su cráneo sin ojos y haciendo una sola pregunta: ¿y si el efecto de la vacuna desaparece de repente, hijo?, ¿estás seguro de que te inyectaste la dosis correcta?, ¿qué crees que pasará? Entonces Dozer apretaba el estómago y deseaba con todas sus fuerzas estar a mil kilómetros de distancia.