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De vez en cuando, el sonido acuoso de una gota de agua se dejaba oír en las tinieblas: plic. La imaginaba engordando en una oquedad del techo en alguna parte, centelleando brevemente antes de caer, y precipitándose contra el suelo: plic. Olía, de hecho, a humedad, a sótano en estado de abandono, y en el aire flotaba un deje a olor a gasolina, a metal y a sangre. El suelo estaba resbaladizo y era desagradable al tacto, incluso a través de las botas, y un aire gélido circulaba por el túnel, completando la escena. Dozer maldijo su decisión de viajar de noche… no había pensado en el frío de enero, y de haber sido de día, habría podido discernir algo.

Los últimos metros los recorrió a buen paso, arrastrando la moto como podía. A su alrededor se movían cosas, cosas que se arrastraban, y su viejo amigo el Miedo se ocupó de recordarle que había otras cosas además de los zombis: ¡Ratas, querido colega!, ¿qué tal un buen puñado de ratas? Han estado alimentándose de cadáveres ponzoñosos durante meses, y ya verás lo que te pasa cuando hinquen sus dientes en tus tobillos, amigo. ¡Van a tener que pegarte los cachos de polla con silicona!

Por fin, cuando creyó divisar el final, se subió como pudo al sillín y arrancó la moto, con el corazón acelerado. Había empezado a sudar y resoplaba sin ser consciente de ello. La moto cobró vida a la primera, levantando ecos infernales. Los muertos gritaron desde sus agujeros, y Dozer, con la piel erizada, abandonó el túnel por la boca más septentrional. El frío era aún más intenso allí fuera, pero agradeció una bocanada de aire fresco para variar, sobre todo porque, bajo el cielo estrellado, aquel desagradable y persistente compañero de la infancia había por fin desaparecido.

Detuvo la moto y miró hacia atrás. La boca del túnel era oscura, en efecto, pero desde aquel punto de vista, volvía a parecer irrelevante y pueril, como tantos otros túneles repartidos por la geografía española. El efecto del suero del doctor Rodríguez no había pasado, y a juzgar por las andanzas del padre Isidro, no tenía visos de pasar en un futuro próximo. Y tampoco había ratas, porque por algún motivo que aún no había podido determinar, las ratas huyeron a alguna parte cuando todo empezó.

– Que jodan a las ratas -exclamó, malhumorado.

Se sentía un poco ridículo, como cuando de pequeño sufría un episodio de terror infantil y su padre acudía y encendía la luz. Entonces la forma que parecía un hombre lobo agazapado desaparecía y volvía a ser un montón de ropa, y la soga que colgaba del techo buscando su cuello, una percha colgada de la puerta.

Entonces decidió que el día había sido demasiado largo, en realidad, y que lo que fuera que le aguardara en Granada podría esperar. Necesitaba descansar la mente; demasiados horrores hasta para él. Con gesto cansado, aparcó la moto y buscó el interior de un vehículo para pasar la noche. Encontró un Audi que no tenía mala pinta: los asientos parecían bastante confortables y eran completamente reclinables. Sin embargo, dentro olía como la cámara frigorífica de una carnicería y tuvo que apartarse, asqueado. Ni siquiera se molestó en averiguar la causa de aquella pestilencia. Al final, tuvo que conformarse con un Hyundai normalito; los asientos no eran tan cómodos, pero estaban limpios. En el salpicadero había una chapa que decía «PAPÁ, NO CORRAS», y habida cuenta de la ausencia del conductor, mientras cerraba los ojos para dormirse, pensó confusamente en un añadido:

«PAPÁ, NO CORRAS TRAS LOS VIVOS.»

Al día siguiente, la jornada transcurrió sin muchas complicaciones, al menos la primera parte del día. Tardó prácticamente cuatro horas en llegar a la altura de Antequera, porque avanzar entre los coches abandonados se hacía imposible en algunos tramos. En esas ocasiones, desviaba la moto por el campo, cuando era posible, o dedicaba un rato a circular por las pequeñas carreteras de servicio que corrían paralelas a la autovía. Entonces la Pegaso se comportaba estupendamente, pasando sin problemas por entre las rocas y los socavones del terreno. El día era gris y aciago, pero cada metro recorrido le hacía sentirse mejor.

Después de Antequera, la cosa cambió. No faltaban los vehículos abandonados, pero eran cada vez más escasos y la A-92 se abría ante él, despejada y apetecible. Aceleró la moto y, pese al frío en la cara y las manos, disfrutó de bastantes kilómetros sin contratiempos, concentrado tan sólo en la vibración de la moto y en el trazado de la carretera. En algún momento, llegó incluso a sentirse liberado de la vieja pesadilla, como si el viento que sentía y la sensación de libertad fueran un bálsamo espiritual. El mundo casi parecía normal otra vez, y si cerraba los ojos durante apenas un segundo, se permitía imaginarse que era sábado por la mañana y que iba a Granada para tapear en el Albaicín y quizá tomar un té por las callejas del centro.

El cartel que indicaba la salida de Riofrío pasó zumbando sobre su cabeza. Ya no estaba muy lejos de Granada, y su mente volvió a concentrarse en sus compañeros. A ratos, pasaba del optimismo al desaliento, sin poder decidir qué podía esperar. Había aún otra sombra de duda que se agitaba en su interior, inquieta como un gusano en su sedaclass="underline" tampoco estaba seguro de cuánto tardaría en encontrar la supuesta instalación militar. La provincia de Granada era muy grande, demasiado grande como para ir por ahí en una moto medio destartalada buscando algún indicio de vida. Podía invertir días en rastrearlo todo, y corría el riesgo de pasar por alto algún detalle que invalidara todo el proceso, obligándole a empezar de nuevo.

Se preguntaba si Granada contaría ya con alguna instalación militar, algo que existiera antes de que el infierno colocara el cartel de «completo». Si pudiera averiguar si había algo así, las posibilidades de que ocuparan esa misma plaza serían bastante altas. Al fin y al cabo, esos lugares contaban ya con depósitos de armamento, barracones, comedores y todas las estructuras esenciales, y tenía sentido querer aprovecharlas; sólo debía averiguar si semejante cosa existía.

Entonces un relámpago cruzó su cabeza, y la súbita inspiración se concretó en una imagen precisa: ¡una radio! Chasqueó la lengua, preguntándose cómo no había pensado en eso antes. Había cruzado toda la ciudad y no se había hecho con uno de esos aparatos. Si Aranda había contactado con ellos, había sido por aquel medio; si había militares operando por la zona, ¿no estarían emitiendo mensajes de algún tipo? Sonrió, asombrado de su poca cabeza. Nunca hubiera imaginado que ir por ahí con una radio pudiera ser esencial para la supervivencia, pero cuando llegara a Granada se haría con una, aunque fuera tan grande que tuviera que llevarla sobre el hombro como los horteras de playa de los ochenta.

Entonces se concentró otra vez en la carretera. Empezaba a ver una forma oscura evolucionando desde el horizonte. Otro atasco, pensó, pero era tan… negro, que la posibilidad de que fuera otra cosa empezó a pasársele por la cabeza. Avanzó todavía bastantes metros, mientras reducía la marcha, intentando discernir qué era lo que veía.

Resultó ser un enorme camión cisterna, volcado sobre un lateral. Era negro como el tizón, porque había ardido en su totalidad. Había ardido tanto, que estaba consumido por estrías y grietas profundas, y la vieja pintura se había comprimido formando pequeñas y desagradables bolas, como grasa quemada. Los ejes de las ruedas asomaban, desnudos y retorcidos, por entre un amasijo de metal y plástico carbonizado, y el enorme contenedor exhibía heridas mortales, como la panza de una abyecta ballena.