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– ¡Eeeeeh! -gritó al cabo-. ¡Socorro!, ¡socorro, coño!

Pero esta vez, ni gaviotas ni espectros contestaron a sus gritos, y Dozer se sintió más abandonado que nunca.

El día se acababa, y el cuarto miembro del Escuadrón de la Muerte seguía meciéndose como un saco de patatas. La herida de la pierna latía como si tuviera un corazón adicional instalado en el muslo, las manos le hormigueaban, y el manillar en la mejilla le había provocado una rozadura que empezaba a enrojecer. Además tenía sed, el asiento de la moto le oprimía los testículos, y el ruido de la cuerda tirante, quejumbroso como la madera de un barco viejo, empezaba a ponerle los nervios de punta.

Había pasado por muchas cosas, pero no recordaba estar tan jodido en bastante tiempo. Lo peor era no saber cuánto tiempo más se prolongaría esa situación. Llevaba… ¿cuánto?, ¿tres, cuatro horas ya? Sentía los dedos extraños, hinchados, y estaba seguro de que no podía mover las muñecas tanto como antes. Si intentaba mover la pierna, dolía como si la tuviese completamente dormida, y hasta la cadera empezaba a entumecerse, como si amenazara con descoyuntarse.

En todo aquel tiempo había intentado balancearse, imprimiendo cierto vaivén a su cuerpo. Pero incluso después de dedicar casi treinta minutos a aprovechar la inercia del movimiento para incrementar el contoneo, descubrió que era imposible que alcanzara el ángulo necesario para aferrarse a la cisterna. Ni siquiera había nada allí que pudiera agarrar, pero aun así lo intentó, quizá porque mantenerse ocupado le ayudaba a pasar el tiempo.

También dedicó un buen rato a cantar viejas canciones. Algunas brotaban en su cabeza sin que supiera de quién eran ni cómo se titulaban; otras eran piezas escogidas de entre sus favoritas, incluyendo algunas de Radio Futura. Pasó hasta cinco minutos machacando un estribillo que le pareció apropiado: «Mira cómo esa mujer despierta, ella que un día se creyó muerta. Muerta. Ahora siente el mundo temblar…»; pero después se obligó a parar, porque cantar le resecaba la boca aún más de lo que estaba. El estribillo, no obstante, seguía repiqueteando en su cabeza, imposible de acallar. El mundo temblar, temblar… Oh, y amigo, espera a que se haga otra vez de día y el sol empiece a apretar, porque entonces sí que vamos a flipar, a flipar de verdad, como en la Escuela de Calor. Y tenía razón. Se había abrigado para soportar el viento en la moto, y cuando el sol empezara a calentar por la mañana sería imposible abrir siquiera la cremallera de la chaqueta. Pero eso sería por la mañana; antes de eso vendría la noche, y si no llevaba mal la cuenta de los días, seguía siendo el mes de enero. Eso, estando tan cerca de Granada como estaba, significaba frío. Un frío de cojones.

Recordaba con brutal claridad las fiebres que acababa de sufrir, mientras su sistema inmunológico y su cuerpo en general acomodaban el Necrosum, y le preocupaba sufrir una recaída. Si eso ocurría, sólo esperaba que aquel esperpento de Isidro no volviera a inmiscuirse. Le provocaba náuseas. Antes de irse de Carranque se aseguró de que siguiera en el mismo sitio donde lo había visto la primera vez; sólo por si acaso, porque sus pesadillas habían sido tan reales que estaba seguro de que las revisitaría muchas más veces con el devenir del tiempo. Y sí, allí seguía, como no podía ser de otro modo, con aquel agujero en la cabeza; hecho un ovillo, expiando su culpa.

En un momento dado, divisó movimiento a cierta distancia. Lo había captado con su visión periférica y no estaba seguro de que hubiera realmente algo allí; quizá había sido un animalillo fugaz, o los bordes imprecisos de la cuerda que conformaban el saco en el que estaba preso. Empezó entonces a mover la cadera para conseguir cierto desplazamiento, y finalmente, logró otra vez girar lo suficiente como para mirar en la dirección correcta.

Por Dios bendito, se dijo, pestañeando para asegurarse de que la vista no le engañaba.

Se trataba de un hombre, de eso no había ninguna duda, aunque aún se encontraba a cierta distancia y no podía alcanzar a distinguir más detalles; el sol, además, no le era favorable y silueteaba su contorno. Caminaba por la pradera con aspecto cansado, la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás y los brazos recogidos contra el pecho, doblados de forma poco natural, como lo haría alguien con parálisis en las extremidades. Había salido del margen más oriental de la carretera, de la zona que aún no había recorrido, por detrás del bloqueo. Por eso no lo había visto hasta ese momento.

Pero no es un hombre, pensó Dozer con ansiedad, es un puto caminante tetrapléjico. Sin embargo, veía en él una pequeña posibilidad de escapar de allí, si jugaba bien sus cartas.

Si pudiera servirse de él de algún modo…

Si pudiera atraerlo.

Con el Necrosum o sin él, había una cosa que siempre reactivaba a los zombis. El ruido.

– ¡Eeeeeh! -gritó, con los ojos muy abiertos-. ¡Eeeeh, hijo de puta, aquí!

El espectro se detuvo brevemente, y la cabeza pareció resbalar aún más hacia atrás, como si hubiera caído en alguna abstracción. Se meció suavemente hacia uno y otro lado, y después continuó su camino. La cabeza resbaló hacia delante y su cuello desapareció, oculto por un rostro enjuto.

– ¡EH! -gritó de nuevo Dozer-. ¡Vamos, ven aquí, hijo de puta! ¡AQUÍ, MIRA!

Inesperadamente, el caminante giró su cuerpo hacia un lado; casi parecía que iba a caer pesadamente al suelo, cuando sus piernas giraron bruscamente y empezaron a dar zancadas para recuperar el equilibrio. Dozer lo miró con un asco repentino. Nunca había visto que ningún ser humano fuera capaz de doblar su cuerpo de aquella manera, como no fuera prescindiendo de la columna vertebral. Lo importante era que había cambiado de dirección. Empezaba a avanzar hacia él, pero con la cabeza gacha, sin siquiera mirarlo.

– ¡Así, eso es! ¡MUY BIEN! ¡VAMOS, VEN A POR MÍ, CABRONAZO!

Por dentro, consumido por la inquietud y el miedo, reía nerviosamente. Si le hubieran dicho hacía unos días que estaría atrayendo a un caminante hacia sí, habría pensado que ese alguien estaba completamente loco.

El zombi se acercaba lentamente, arrastrando el pie derecho, hasta que estuvo a suficiente distancia para distinguir sus rasgos. Era un muchacho joven, de facciones hermosas y cabello negro y rizado, que vestía unos sencillos vaqueros y un suéter de un verde sucio, apagado. En el pecho, de una manera discreta, tenía bordada la palabra «MARQVS». Su piel había adquirido un tono ligeramente ocre, como el cerumen viejo y reseco. Seguía avanzando sin mirar hacia delante, con la barbilla pegada al pecho. En ese instante, la cabeza se deslizó suavemente hacia la izquierda y se quedó allí, apoyada sobre el hombro.