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Tiene el cuello roto. Ese cabrón tiene el cuello roto.

– Eso es… -iba a añadir algo más, pero ahora que le había visto la cara, era incapaz de añadir los calificativos que había venido empleando. De alguna forma, casi podía imaginárselo con un tono de piel normal, cuando aún estaba vivo-. ¡Adelante, ven aquí!

El espectro recorrió los últimos metros y se detuvo. Había abierto la boca, lo que le confería una expresión de sorpresa bastante humana. Hacía un esfuerzo por mirar la bolsa donde Dozer estaba prisionero, que tenía la forma colgante de un testículo, y mientras lo hacía, los músculos de la frente subían y bajaban a intervalos irregulares, como una luz que hace mal contacto.

– ¡Oye! ¡Eh, eh amigo! ¡Aquí, aquí arriba!

El zombi abrió la boca con un sonido húmedo, como un gorgoteo. Dozer lo miraba con cierta fascinación. Tenía la entrepierna oscurecida por una mancha húmeda. ¿No fue el doctor Rodríguez quien le explicó que, al morir, los líquidos tienden a irse al nivel más bajo? Por eso suelen hincharse cuando se les deja tumbados mucho tiempo, le dijo en alguna ocasión. Pensó en bilis sanguinolenta, escapando en finos hilachos, por el ano.

– Oye, ¡escúchame! Mira… ¿ves esto? Vamos… ¿puedes… puedes romperla?, ¿puedes romper esta cuerda?

Se sentía algo estúpido, pero en alguna parte de su interior pensaba que quizá podría conseguir introducir alguna idea básica en el cerebro muerto de aquella cáscara humana. Sabía que, en condiciones normales, aquel espectro sería capaz de roer la cuerda con sus dientes si con eso pudiera conseguir la presa. Lo haría durante días, si fuera necesario. Invertiría semanas, todo el tiempo del mundo, hasta que la cuerda cediera o sus dientes se desgastasen tanto que ya no fueran útiles. Y cuando eso hubiera fallado, arañaría los hilos uno por uno durante el doble de tiempo. Lo sabía con tanta certeza como que el sol sale por el este.

– ¡Escucha, por Dios! MORDER… ¿vale? ¿Puedes morder, puedes ROMPER?

Pero el zombi no reaccionaba. Seguía allí, de pie, como un espectador mudo, hipnotizado por el vaivén de la bolsa.

Dozer resopló largamente. Se sacudió como había hecho ya muchas otras veces, presa de la impotencia, gritó y repitió las mismas palabras varias veces, pero no consiguió arrancar ninguna reacción de aquel pobre diablo. Era como si se hubiera desconectado, con la excepción de su hipnótica concentración en el movimiento de la jaula.

– Vale… ¡gracias por nada, Marcus de los cojones! -exclamó al fin, y dejó caer el peso de la cabeza contra el manillar. Le dolía mucho más cuando hacía eso, pero tenía el cuello agarrotado del esfuerzo y, a esas alturas, además, le importaba todo una mierda.

El frío empezó a arreciar tan pronto el sol se ocultó tras las montañas lejanas, una hora después. La oscuridad cayó entonces sobre el valle con una rapidez inesperada; difuminando los detalles y ocultándolos bajo una capa de un tono gris oscuro. Dozer canturreaba de nuevo, con un tono de voz suave, mientras el cable que sujetaba su jaula chirriaba agónicamente. Para entonces, tenía el cuerpo tan entumecido que hacer cualquier movimiento le traía oleadas de dolor.

Levantó otra vez el cuello (lo poco que las cuerdas trenzadas le permitían) para mirar a su compañero.

– Oye, colega… ¿qué se siente al estar muerto?

Como todas las otras veces, el espectro no se inmutó.

– ¿Conoces algún buen restaurante por aquí?

Se pasó la lengua por los labios. La verdad es que el estómago empezaba a protestar otra vez, porque no había probado bocado desde por la mañana. Ojalá hubiera comido un poco más, pero nunca había sido de desayunar temprano; a esas horas tenía el estómago cerrado. Pensó en las provisiones que llevaba en la mochila, apretada contra su espalda, tan cerca y tan inalcanzable.

– ¿Qué te pasó, Marcus? Diría que te rompiste el cuello, ¿eh? Eso sí que es mala pata. ¿Fue al huir de los zombis?

Crrrk. Crrrk. La cuerda crujía con el suave, casi imperceptible vaivén.

– Pues es una suerte que no sean como en las películas. Allí siempre devoran a sus víctimas. Te habrían dejado listo. Claro que no sé para qué coño querría comer un zombi.

Su estómago protestó con un sonido quejumbroso.

– Si quisieras romper la cuerda -continuó Dozer-, podría darte un masaje, coño. Seguro que te alivia. Pero no quieres… pues que te den por el culo.

Lo miró de reojo mientras la figura, con los brazos crispados, desaparecía bajo un manto de oscuridad.

– Eres una puta decepción, socio -comentó mientras cerraba los ojos-. Te mandaría al sofá. Yo dormiré sobre mi moto, gracias.

Despertó a las dos y media, con un dolor lacerante en la cara. Al mover el cuello, pensó que iba a quebrársele, como el de su silencioso amigo. Había, no obstante, algo diferente. Algo que le había sacado de su sopor.

Era un sonido que lo llenaba todo, un sonido que al principio le pareció extraño y aberrante, pero luego identificó con rapidez. El ruido de un motor que crecía en intensidad.

Intentó enfocar, pese a la somnolencia, pero todo estaba bañado por la oscuridad. El cielo, cuajado de nubes, ocultaba la luz de la luna que perdía ya la forma redondeada y perfecta.

Dozer no podía decidir qué hacer, aunque sabía que tenía que decidirse rápidamente. Si una de sus teorías era cierta y se trataba de un cazador de seres humanos, tendría un problema. Pero si seguía allí colgado, abrazado a una moto de doscientos kilos con un zombi como única compañía, el problema tendría la misma resolución.

Pero si por el contrario el ruido del motor lo producía alguien que no tenía nada que ver con la trampa, entonces tenía una oportunidad.

– ¡Eh!… -exclamó, aunque estaba congelado de frío y la voz se le quebró en la garganta. Carraspeó fuertemente y lo intentó de nuevo-. ¡Eh! ¡A… Aquí! ¡Ayuda!

Marcus dejó escapar un ruido escalofriante, aunque apenas podía verlo.

– ¡Eh! ¡AYUDA!

De pronto, un fogonazo de luz amarillenta iluminó al espectro. Éste estaba (ahora lo veía) mirando hacia la fuente de la luz, ligeramente acuclillado y con los brazos extendidos, como un portero esperando un tiro de gol. La cabeza colgaba a un lado como de costumbre, pero había girado los ojos para concentrarse en lo que se le venía encima.

Eran dos focos, los focos delanteros de algún vehículo que rugía como una bestia mitológica.

Por fin, con un poderoso crujido de frenos, el misterioso vehículo se detuvo. Dozer no acertaba a ver de qué se trataba: sólo veía dos luceros, radiantes como dos soles en mitad de la noche, que le cegaban.

– ¡Eh! -exclamó, aunque el miedo atenazaba su pecho y apenas si se oyó a sí mismo.

Marcus sonaba como un perro rabioso. Inesperadamente, se lanzó hacia las luces, saltando sobre sus pies como si los tuviera atados por los tobillos. Y casi al instante, sonó un disparo atronador, reverberante, y Marcus salió volando hacia atrás, recorrió un metro y cayó pesadamente al suelo. Allí se revolvió como si estuviera sacudido por espasmos incontrolables, el pecho convertido en un pavoroso charco de sangre y el suéter, con la palabra «MARQVS», destrozado y reducido a jirones.

Dozer pegó un grito, espoleado por la sorpresa.

Los siguientes segundos se le antojaron eternos. Una silueta grande y oscura se deslizó por delante del foco derecho, eclipsando toda la luz.

Y entonces escuchó una voz.

– ¡Hijo de la gran chingada! -dijo ésta-. ¡No manches, tres en un mismo día!, pues qué hongo, ¿no?