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Y Dozer, desconocedor de lo que se le venía encima, esbozó un burdo sucedáneo de sonrisa.

16.

YO SÉ

– Por el amor de Dios… -dijo Abraham bajando la voz y mirando nerviosamente alrededor, como si temiera que alguien pudiera oírles-, ¿para qué quieren ustedes armas?

– Para ir a Granada -contestó Susana, ceñuda. Tenía los puños cerrados y los brazos extendidos hacia abajo. Estaban de pie junto a la línea amarilla que indicaba el fin de la zona civil, a pocos metros del lugar donde los soldados habían disparado a Jukkar.

– ¿A… a Granada? -preguntó Abraham, balbuceante.

– Si no podemos hablar con ellos, si no podemos llegar a Aranda, tendremos que ir nosotros. Necesitamos esas medicinas, ¡o el finlandés morirá!

Abraham negó con la cabeza. Tenía la expresión de quien descubre que alguien en quien confiaba se ha vuelto loco, o peor, que siempre estuvo como un cencerro y no se había dado cuenta.

– ¿Quieren ir a Granada a por medicamentos? -de pronto, un destello de luz cruzó su mente-. Oh… no me diga que… ¿ustedes también pueden caminar entre los muertos?

– ¿Qué? -preguntó Susana-. ¡No, joder, no! ¿No ha entendido nada? Si pudiésemos hacer eso no estaríamos aquí intentando hablar con los soldados; ¡habría saltado el muro yo misma hace un buen rato!

– Escuche… -intervino José-, creo que podremos hacerlo. Creo. No sé cuántos zombis hay ahí fuera, pero con las armas adecuadas, podemos intentarlo al menos. No nos quedaremos aquí de brazos cruzados mientras la herida del finlandés empieza a oler a queso.

Abraham los miró, incapaz de decidir si estaba ante dos lunáticos o algún tipo de héroe que creía desaparecido de la faz de la tierra.

– ¿Se han enfrentado a ellos alguna vez, acaso?, ¿los han visto actuar en grupo?, ¿saben de lo que son capaces?

– Amigo… -dijo Susana con voz cansada-, podríamos escribir un libro sobre eso.

José esbozó una amarga sonrisa.

Alba corría por el pequeño jardín que estaba situado enfrente del antiguo Parador, aunque ya no tuviera mucho aspecto de jardín. Los estanques rectangulares ya no contenían agua y los setos se habían secado; aparecían raquíticos y carentes de hojas en su mayor parte.

Isabel caminaba junto a Gabriel, viéndola correr con los brazos extendidos. Era lo que había estado esperando. La niña era demasiado pequeña para abordar ciertos temas, pero él parecía suficientemente mayor, y estaba segura de que había visto cosas, de todos modos, que hubieran hecho palidecer a cualquier adulto.

– No te preocupes por ese hombre -dijo Isabel sonriendo-. Se pondrá bien. Ha sido un accidente.

Gaby asintió, aunque sabía que «accidente» era un eufemismo para referirse a «intento de asesinato premeditado». Sabía que estaban en un sitio donde, por debajo de la realidad de las cosas, se entretejían las intrigas del complicado mundo de los adultos. Lo notaba en la base del cuello y en los poros de la piel.

– Bueno… -dijo ella entonces, pasando un brazo por encima de los hombros del muchacho-. Creo que todavía no os había agradecido lo suficiente que me sacarais de aquella casa.

– No tiene importancia -musitó Gabriel.

Isabel notaba que el chico había encogido los hombros bajo el tacto de su brazo. Se preguntó cuánto tiempo llevaba sin que un adulto le diera algo de cariño, sin tener contacto físico con alguien.

– Me gustaría saber más de vosotros, Gabriel… ¿cómo llegasteis allí?, ¿qué fue de vuestra familia?

Gabriel agachó la cabeza, súbitamente interesado por el suelo de tierra y piedrecitas.

– Mis padres murieron, como todo el mundo -dijo de pronto. Sus mirada se había retraído a un mundo interior, donde los recuerdos paseaban en un remolino de imágenes turbias-. Alba y yo nos quedamos en los jardines de la casa donde vivíamos. Allí estuvimos bien. Un tiempo, al menos. Era un recinto cerrado y no veíamos a muchos de esos muertos. Yo conseguía alimentos de otras casas y de una tienda cercana. Es increíble la de cosas que se pueden conseguir en esos sitios.

A cierta distancia, Alba se había agachado en el suelo y estaba dibujando una preciosa flor en la tierra sirviéndose de una pequeña rama.

– ¿Estabais solos, no había nadie más?

– Estábamos solos -confirmó Gabriel.

– Oh, Dios mío… -contestó Isabel, sorprendida-. Debió ser muy duro para vosotros…

El muchacho se encogió de hombros.

– Yo en vuestro lugar me habría vuelto loca -dijo riendo, intentando conseguir algo de complicidad con el niño-. ¿Dónde vivíais?

– En Calahonda.

Isabel pestañeó, intentando localizar el lugar en el confuso mapa de urbanizaciones y mancomunidades de la costa.

– Calahonda… -dijo al fin-, eso está bastante lejos de donde me rescatasteis…

– Un poco.

– ¿Cómo llegasteis hasta allí?

La mente del muchacho preparó un nuevo set de imágenes para él y le mostró recuerdos de cuando andaban por el monte, acompañados por Gulich, el perro anti-zombis, de la terrible experiencia con el Hombre Andrajoso, y las noches frías que pasaron, dormitando en las ruinas de una casa o en alguna oquedad de una pared rocosa.

– Atravesamos los campos que están al otro lado de la autovía, durante varios días. Gulich nos ayudó. Nos ayudó mucho, ¿sabe?

– Gulich… era vuestro perro, ¿verdad?

– No sé si era nuestro. Creo que iba con nosotros.

– Entiendo… -contestó Isabel con una sonrisa-, me gusta eso que dices. No se tiene a los animales en posesión, ¿verdad?

– No, lo digo en serio… -explicó Gabriel, intentando encontrar las palabras adecuadas. Gabriel siempre había tenido un vocabulario mucho más rico que el resto de los niños de su edad. Le gustaba mucho leer, al menos antes, cuando uno podía dedicar tiempo al ocio sin temer que alguien que debía estar enterrado y descomponiéndose bajo la tierra, irrumpiera en tu casa a través de la ventana. Pero hacía tiempo que no leía, y hacía mucho más tiempo que no hablaba con un adulto. De alguna forma sentía que había perdido práctica-. Creo que Gulich apareció en el momento exacto en el que lo necesitábamos. Nos llevó donde mi hermana quería y, luego, cuando ya no hacía falta, se despidió de una forma heroica.

Isabel asintió.

– Como un ángel de la guarda…

– Algo así… -contestó Gabriel, encogiendo los hombros. Por primera vez, se volvió hacia ella para mirarla a los ojos-. ¿Usted cree en esas cosas?

Ella era bonita, o así lo creía. Aún era demasiado joven para fijarse en las vacuidades del aspecto físico, pero veía otras cosas. Veía su mirada limpia, e inconscientemente, notaba que cuando sonreía, los ojos acompañaban al movimiento de los labios. Y entre ellos existía aún otro vínculo en el que él mismo no había reparado: la había visto desnuda y atada a una cama, y aunque su mente no estaba preparada para dibujarle los atroces momentos que Isabel pasó en ella, sí que intuía que había sufrido, que era una víctima de aquel nuevo mundo en el que estaban atrapados, como él y su hermana.

– Sí que creo, Gaby -dijo ella entonces.

A él le gustó que le llamara Gaby. Sólo sus padres y su hermana le llamaban Gaby. Dejó escapar una pequeña sonrisa, la primera en muchísimo tiempo.

– ¿Pero has dicho que el perro os llevó donde tu hermana quería? -preguntó Isabel.

Gaby volvió a desviar la mirada al suelo, súbitamente incómodo. Sabía muy bien adónde le llevaría esa pregunta, y no podía decidirse a revelar lo que hacía especial a su hermana. La buscó con los ojos y la miró brevemente: ella estaba ahora terminando su dibujo. Había escrito su nombre en la tierra con trazos temblorosos, la letra «B» al revés, y había adornado el conjunto con líneas sinuosas, como los rayos de un sol invisible.