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– Ha debido escucharnos hablar de ello -opinó Susana, pero seguía albergando dudas más que razonables de que algo así fuera posible.

– Cosa en verdad muy extraña -coincidió Abraham-. Hubiera jurado que hablábamos en voz baja.

– No ha podido oírnos -intervino José-, es imposible, ¿no lo veis? Debe ser una coincidencia. La pobre tiene que estar impresionada por lo de esta mañana. Creo que estaba dormida cuando aparecimos con el finlandés… una herida aparatosa, y todo el revuelo que se formó. Tiene que tener esas cosas en la cabeza. Un juego de niños, no saquéis las cosas de quicio.

– ¡Ah, por supuesto! -exclamó Abraham.

Isabel comentó algo brevemente, intercambiaron algo de conversación trivial y después se despidieron. Susana quería saber cómo seguía el finlandés (del que nadie recordaba su nombre) e Isabel volvió con los niños. Algo palpitaba en su cabeza y en su pecho, una sensación acuciante que no podía desatender. Una corazonada que debía quitarse de encima.

Llegó hasta ellos cuando estaban colocando piedras en el suelo, formando un cuadrado; los cimientos de un rudimentario juego de mesa que Gabriel estaba ideando sobre la marcha.

– Alba -dijo Isabel-, ¿tú sabes dónde hay armas?

Gaby levantó la vista rápidamente, mirándola como si hubiera soltado una de esas expresiones que harían sonrojar a un marinero.

– Ajá… -dijo despacio.

– ¿Y cómo lo sabes?

Alba miró a Gabriel. Tenía la expresión de quien acaba de cometer una travesura. Entonces, Gabriel le preguntó algo al oído, y ella asintió con prudencia.

– Entonces díselo -concluyó Gabriel-. Se lo he contado todo. Ella sabe.

Alba abrió mucho los ojos.

– ¡Ven! -dijo poniéndose en pie de un salto, y saliendo a la carrera por la avenida.

Isabel se levantó como espoleada por una vara, sorprendida por su reacción. Gabriel, mientras tanto, la miraba con expresión cansada.

– Así son estas cosas -dijo entonces; y algo en su forma de decirlo, en su tono de voz pausado e impropio de su edad, le hizo parecer mucho, mucho más viejo, casi un anciano vencido por la experiencia que acarrea sobre sus hombros.

Alba no la llevó muy lejos. La condujo por calles que no había recorrido nunca con la maestría de un guía turístico. El hecho no se le pasó por alto a Isabel; mientras andaban con ella un par de metros por delante, le preguntó a su hermano.

– ¿Os trajeron tus padres alguna vez, Gaby?

– ¿A Granada? No…

– No a Granada. Aquí, a la Alhambra de Granada…

Gaby pareció pensar un momento.

– ¿Esto es la Alhambra?

Era, naturalmente, toda la respuesta que necesitaba.

– Sí, esto es la Alhambra…

Mientras tanto, Alba continuaba corriendo, como si estuviera inmersa en un juego, con una sonrisa de oreja a oreja. Ahora giraba a la derecha, ahora tomaba una calleja a la izquierda, hasta que se detuvo, dándose la vuelta con una expresión de triunfo dibujada en su hermosa carita. Isabel sólo había estado un par de veces en la Alhambra, pero reconoció el lugar: era la parroquia de Santa María. Ésta formaba parte de la zona militar, si bien parte de ella se internaba en el área civil. El callejón en el que se encontraban estaba recorrido por las sombras umbrosas de un par de los pocos árboles que aún continuaban intactos; probablemente, por su proximidad al área vetada.

– ¡Es aquí! -dijo Alba, contenta de haber localizado el lugar que ya había visto en esos momentos de ensoñación en los que todo parecía oler a tarta de coco.

– ¿Dentro de la iglesia? -preguntó Isabel.

– Mira… ¡allí arriba!

La pequeña señalaba uno de los ventanucos de la segunda planta, rodeado de una hilera de finos ladrillos. Isabel no había sido nunca demasiado buena calculando las distancias, pero parecía abrirse en el muro a cinco o seis metros de altura.

– Vaya… -dijo pensativa. Se acercó a la puerta de madera y la tanteó, empujándola suavemente. Estaba, por supuesto, firmemente cerrada.

– Bueno… está bien -exclamó al fin.

De repente se sintió incómoda. Se habían alejado mucho de la zona donde estaba el resto de los supervivientes, demasiado, y además sola, con la única compañía de dos niños pequeños. Había sido una imprudencia, y ahora se daba cuenta: la Alhambra era grande, estaba llena de rincones, de casas cuyo contenido se le escapaba, de edificios con las ventanas oscuras que parecían mirarla acusadoramente, llenas de los fantasmas de la historia. Y nadie le había dicho que todo fuera seguro.

Nunca había sido una mujer aprensiva, pero ahora estaba experimentando una asfixiante sensación de pánico súbito. Todo el entorno parecía sumamente hostil. Las hojas que se agitaban en las copas de los árboles parecían susurrar palabras de advertencia y las puertas cerradas eran promesas de una amenaza segura. No era realmente consciente del porqué de ese ataque de ansiedad, pero en su mente, la silueta difusa de Theodor se paseaba por los recovecos de su memoria, implacable, sobrecogedor y omnipresente.

– Vámonos -pidió, con la voz temblorosa.

La sonrisa de Alba se desdibujó rápidamente. Había notado el cambio de actitud en ella. Gabriel tampoco sabía qué había pasado, pero Isabel estaba ahora pálida y sus ojos no tenían la mirada dulce de antes. Acertó a decir algo más o menos coherente y tomó a su hermana de la mano.

Mientras emprendían el camino de vuelta, Isabel se sintió aún peor. A cada paso que daba, se sentía más cerca de Moses y el resto de sus amigos y, consecuentemente, el miedo se deshacía como el hielo de un iceberg que abandona aguas heladas. Entonces se repudiaba, se repudiaba por haberse sentido tan sumamente desprotegida y estúpida, y aunque en su fuero interno sabía dónde acababan normalmente las plegarias, rezó en silencio por no volver a sentirse igual nunca más.

Y mientras el edificio del Parador se hacía visible en la distancia, dos lágrimas resbalaron por sus mejillas.

– ¿Cómo sigue? -preguntó Susana.

– Igual, me temo -respondió Abraham tras hablar con las personas que habían estado cuidando a Jukkar-. Tiene fiebre, y no recobra el conocimiento.

– Va a necesitar analgésicos… -susurró ella.

– En las próximas veinticuatro horas -fue la respuesta.

La hora de la comida fue, como en los días anteriores, de una tristeza inhumana. Abraham, ayudado por algunos otros, dispuso una mesa a la entrada del Parador y los supervivientes desfilaron para recibir su ración. Ésta consistía en una horrible rebanada de pan tostado con sal, fina como una compresa, y una cucharada de mermelada de fresa con grumos negros. El pan sabía a harina quemada y la mermelada tenía un olor rancio, como si llevara algunas semanas caducada. Nadie decía nada.

– Bebe mucha agua, muchacho… -le dijo una mujer a Gabriel, en tono confidencial-. Ayuda a mantener el estómago engañado.

A las cinco de la tarde, mientras José se paseaba como un perro rabioso por el jardín del Parador, esperando quizá que la solución Jedi se «presentara por sí sola», Susana se encontraba apoyada contra una de las columnas, pensativa. Su cabeza no paraba de trabajar. No sabía cómo iba a conseguir lo que Jukkar necesitaba, pero si no se le ocurría nada antes del anochecer, juraba por Dios que cogería a José por el cuello e irían a hablar con los soldados hacha en mano.

– Hola… -dijo una voz conocida junto a ella.

Susana dio un pequeño respingo. Estaba tan ensimismada que no la había visto acercarse.

– Hola, chica -contestó.

La miró con curiosidad. Isabel tenía una expresión extraña en el rostro y supo enseguida que se traía algo entre manos.

– Hey… ¿qué te pasa? -preguntó Susana.