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– Moses me ha explicado para qué queríais las armas.

– ¿Sí?

– Sí… No sé cómo lo hacéis, pero… creo que si alguien puede conseguirlo, sois vosotros. Lo de salir fuera, quiero decir. Os he visto en acción y sois… sois increíbles.

Eramos increíbles, sí, pensó Susana con repentina amargura, pero Dozer está alimentando a los peces en el fondo del puerto de Málaga y Uriguen se quemó. Ya ves, somos como un soldado al que le falta una mano, y la otra está desnuda, sin una mala piedra que tirar a los caminantes

– Si te pido que me sigas y te enseño algo… -continuó diciendo Isabel, sacándola de sus reflexiones-, ¿no me harás preguntas?

No habían dado las seis de la tarde y José seguía dándole vueltas a la cabeza. La impotencia que sentía le desesperaba. El estómago le dolía de pura hambre y el estado de Jukkar le transportaba a abismos de rabia. Había visto a los soldados de la barricada y a los que iban en el helicóptero, como el soldado cuyo nombre significaba «trueno» en griego, y por su vida que no presentaban ningún indicio de que estuvieran pasando hambre. Hasta diría que tenían un aspecto saludable.

Esos hijos de puta tienen comida, y apuesto a que tienen medicinas. Una mierda de antibiótico podría hacer que el finlandés tuviese una mínima oportunidad de sobrevivir, pero no quieren saber nada… No quieren saber nada

Y mientras pensaba en esas cosas, otra voz gritaba de fondo: ¿Por qué?, ¡¿por qué?¡, pero no tenía respuestas. No comprendía por qué alguien podría abandonar a varios cientos de personas a su suerte, las mismas personas que habían jurado proteger. Entonces se mordía los puños mientras apretaba dolorosamente el vientre.

– ¡Eh, José! -dijo una voz.

José levantó la cabeza. Susana le llamaba desde el otro lado del pequeño patio en el que se encontraban.

– Te he estado buscando -dijo Susana mientras se acercaba.

– Tía, he estado pensando -soltó José-. No podemos esperar más, tenemos que volver con esos soldados otra vez y…

– Espera -interrumpió Susana-. Tienes que ver una cosa.

Le llevó hasta un apartado situado a poca distancia, donde había un poyete rodeado por un magnífico parterre. Allí las plantas habían crecido exuberantes, y las hojas eran grandes y de un color verde lozano. Para su sorpresa, Isabel y Moses estaban allí sentados, con una expresión enigmática en el rostro. Él tenía las manos de ella entre las suyas.

– Mira… -dijo Moses al verlo llegar.

Comprobó que no había nadie alrededor y se giró para revelar una especie de manta mugrienta. José pestañeó, sorprendido por aquel ambiente de secretismo. Pensó en decir algo, pero entonces Moses levantó la manta y reveló su contenido.

– Hostia puta -soltó José, con los ojos muy abiertos.

Eran varios fusiles, de los que usa el ejército de tierra, negros, mates y lustrosos como si acabaran de salir de la fábrica. En el paquete iban varios cargadores, apilados con sus bandas de goma.

– ¿Qué coño…? -preguntó.

Moses volvió a cubrir los fusiles.

– ¿De dónde han salido? -quiso saber José.

Isabel le miró con una sonrisa.

– Nos los ha conseguido un ángel -dijo-. Un ángel muy especial.

18.

EL LABERINTO

Fue el calor, más que el dolor, el que sacó a Dozer del sueño profundo en el que había caído. Pero a pesar de eso, tan pronto empezó a conectar de nuevo con el mundo, todos los músculos de su cuerpo protestaron al unísono, denunciando magulladuras y hematomas en lugares por donde ni sabía que circulara la sangre.

Estaba bañado en sudor. Formaba manchas oscuras en las axilas y en el torso; el cuello estaba cubierto de una película pegajosa y lo mismo ocurría con la cara. La frente le ardía, y el pelo corto tenía un aspecto grasiento y desaseado, pero lo peor era quizá la boca, transmutada en una especie de desierto árido. Abrió los ojos a duras penas, y los rayos del sol, de una intensidad abrumadora, le cegaron por unos segundos. Éstos entraban por el techo del lugar en el que estaba, magnificados por una vidriera polvorienta, y caían sobre él con cruel dureza.

Agachó la cabeza y pestañeó varias veces, intentando adaptarse a la luz. Hasta mover el cuello levantaba oleadas de sensaciones incómodas, como si algún proceso alquímico hubiera convertido sus tendones en un fósil rígido y quebradizo. También descubrió que necesitaba respirar por la boca. Tenía la nariz taponada, y moverla le traía sensaciones hasta tal punto dolorosas que pensó que, probablemente, estaba anegada en un rastro de sangre seca.

Y había todavía otra cosa: al intentar mover los brazos, descubrió que sólo obtenía un tintineo metálico: estaban trabados a la altura de las muñecas. Tenía ambas manos atadas a la espalda, alrededor de una especie de poste sobre el que se apoyaba. Tenía las piernas extendidas ante sí, completamente estiradas.

Y de pronto, al ser consciente de su encarcelamiento, su cerebro arrancó con un clic casi audible. Un torrente de imágenes le inundó, ofreciéndole los últimos momentos vividos antes de perder la conciencia, antes de acabar en aquel lugar. Se recordó colgando de su jaula de cuerda trenzada y cables de acero, y en esas imágenes vio a Marcus el Zombi saliendo despedido con una contundencia demoledora. Vio su suéter de un verde sucio manchado de sangre, y casi pudo volver a rememorar, con todo el registro completo de inflexiones, a aquel tipo mexicano. Recordaba la luz mortecina que bañaba todas las cosas gracias a los faros de algún vehículo… y entonces… ¿qué pasó entonces?

Mientras repasaba ceñudo aquellas escenas pero sin conseguir traspasar ese momento clave, sus ojos empezaron a ofrecerle un poco más de información. Comenzó a pasear la mirada por su entorno, sintiéndose más y más inquieto. Parecía una especie de nave industrial, diáfana y espaciosa, llena de estanterías que se alzaban prácticamente hasta el techo. Vio baterías de coche, latas de combustible y de aceite, algunos gatos, una esmerilladora, cajas de tornillos, un torno, una pila de llantas con sus embellecedores horriblemente deformados, y bastantes otras cosas, todas relacionadas con el mundo de la mecánica. En el suelo vio una grúa de pluma hidráulica de la que pendía un motor renegrido y desvencijado, una prensa hidráulica y una rectificadora tan vieja y rematada con clavos que parecía una joya del retrofuturismo, algo fabricado con tecnología del siglo xix o sacada directamente de la mente de Julio Verne. Conocía bien todas aquellas cosas porque estuvo seis meses trabajando en un taller mecánico antes de que la vida le llevara por otros derroteros, cuando tenía dieciocho años, y efectivamente, todo el lugar olía a aceite de motor caliente y a gasolina. Eran olores que no se olvidan.

Pero además de toda aquella cacharrería había otras cosas que parecían fuera de lugar en aquel sitio. Junto a la pared de uralita había varios maniquíes que exhibían sus desnudeces sin ninguna pudicia. Uno de ellos llevaba una sofisticada pamela, aunque tenía un aspecto demasiado polvoriento y apagado para resultar remotamente estético. Tenía, además, un pecho quemado, y el plástico se había derretido dándole un aspecto de sebo. Al lado había un cartel donde los azules destacaban sobre el resto por la acción del sol. Mostraba a una chica que intentaba parecer seductora en un sofá lleno de globos, y debajo las palabras: «PENÉLOPE Y LOS KLEENEX EN CONCIERTO, GRANADA». Debajo, escrito con caracteres involuntariamente infantiles, se leía: «Sos mi mejor amiga, te llamas Pamela y toda la noche soplas la vela».

A su derecha, con varias toneladas de peso, la Joya de la Corona, una aberración contrahecha de un tamaño formidable descansaba sobre cuatro ruedas varios enteros por encima de la medida recomendada para un vehículo de esa clase; un híbrido entre un Grand Cherokee y otros turismos con la palabra «ROÑA» escrita en la puerta del conductor. Tenía el aspecto de haber pasado por un túnel de fuego y haber salido con toda la pintura desabrigada, formando calvas negruzcas que con el tiempo se habían oxidado. Si alguna vez había visto un coche feo, era aquél.