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No quiso darse tiempo para examinar el entorno. No necesitaba saber si iban a por él o no; sólo quería poner toda su atención en abrir la tapa, porque de lo contrario, caería en la trampa de quedarse paralizado por la tensión del momento. Tenía experiencia, sí, pero la visión de una horda de muertos acercándose a paso precipitado siempre era algo capaz de congelarte la sangre en las venas.

La tapa, por el amor de Dios, la tapa

Era vieja y las inscripciones, si una vez las hubo, estaban prácticamente desgastadas. Los bordes eran irregulares y se confundían con el pavimento, como si el tiempo hubiera vuelto el contorno difuso y abstracto. Pero, no obstante, alargó la mano hacia las diminutas aberturas y deslizó los dedos por ellas.

El primer tirón le provocó una sensación de alarma que se transformó en una oleada de pánico que recorrió todo su cuerpo. No se movió lo más mínimo, como si se tratase en efecto de una sola pieza. A su alrededor, los muertos habían empezado a aullar, y a media distancia, otros se unían ya al bramido áspero de los primeros. Sabía que tenía apenas unos pocos segundos antes de que sintiera la garra apremiante de la muerte hincándose en su espalda, pero la tapa no cedía.

Los músculos de sus brazos emergieron de entre la carne y se tensaron, y en su cuello afloraron una decena de tendones. Apretó los dientes y cerró los ojos, concentrándose en ejercer un poco más de fuerza cada vez. Intentaba no escuchar, no sentir temor, y las yemas de sus dedos, hundidos en las aberturas de la tapa, se volvieron blancas. Por fin, cuando creía sentir ya el aliento cálido e infame de los muertos a su espalda, la tapa cedió con un sonido ronco y pétreo, que incluso en la premura del momento le recordó a las sólidas puertas de los nichos.

El sol se filtraba a través de las copas de los árboles y tejía su cuerpo de luces y de sombras, y cuando Dozer levantó la tapa hasta la parte superior de su torso y la hizo girar para imprimirle impulso, un destello luminoso en el borde fruncido de la tapa confirió a su imagen el recuerdo de un Hércules furibundo. Una acción en verdad colosal, porque la tapa, de hierro dúctil, alcanzaba los cincuenta kilos. Los caminantes a la carrera cayeron derribados a uno y otro lado, como las huestes de un ejército desmañado y caótico. Por fin, dejó caer la cubierta al suelo y fijó la vista al frente. Apretó los dientes; ante sí tenía la visión espantosa de un tropel de muertos vivientes acercándose peligrosamente.

Por un instante que pareció infinito, Dozer se sintió transportado. Por sus venas corría un torrente de rabia renovada. No se quedó petrificado, como había temido. Algo interno había reventado de una vez por todas, quizá para siempre, y todo el estrés y el vacío espantoso que había estado padeciendo se liberaron como la explosión de una supernova en la profundidad del espacio. Allí delante estaban esas… cosas. Esas atrocidades nauseabundas que lo habían cambiado todo, que habían acabado con Uriguen, y con su hermano. Habían asesinado a todos los amigos y compañeros que había tenido, a la hermosa Vanesa, al hombre que le traía tabaco de Gibraltar a bajo precio. A todo el mundo. Los… odiaba. Si alguna vez había sentido pena por ellos, porque una vez fueron Vanesa y el hombre que traficaba con tabaco, ahora sentía un odio real y casi palpable, intenso y despiadado.

Enseñó los dientes como un animal embravecido y, cegado por una bruma blanca de rabia, se abalanzó hacia ellos. La mandíbula le temblaba de forma descontrolada y las uñas se le clavaban en las palmas de los puños cerrados.

Embistió contra los muertos como un ejército de un solo hombre. Su puño voló con la rapidez de un relámpago e impactó en la mandíbula del primero de los monstruos. El sonido del crujir de huesos rasgó el aire con insolencia, grosero y estremecedor, pero Dozer no se detuvo ahí. Sus brazos bombeaban golpes con la cadencia de una perforadora hidráulica, y los espectros caían ante su devastadora potencia. Sus cuerpos se doblaban en ángulos inverosímiles, desmañados, torpes como fardos sin vida, y cuando caían lo hacían sin los instintos naturales de protección que el ser humano desarrolla: caían de bruces, pero nunca ponían las manos para protegerse; se trababan con sus propias piernas y perdían el equilibrio.

Mientras descargaba sus violentos envites, uno de los muertos estiró los brazos y consiguió arañarle el rostro; sus dedos se abrían y cerraban como las pinzas de un cangrejo, en sincronía con su mandíbula. Sorprendido por la ferocidad animal de su enemigo, sintió que tomaba conciencia de la situación. Pestañeó un instante y echó el cuerpo hacia atrás, intentando esquivar los dedos largos y huesudos, y de pronto cayó en la cuenta: había avanzado demasiado. Los espectros que había derribado ya luchaban por incorporarse, y detrás de éstos, una segunda fila ganaba terreno a cada segundo. Los ojos blancos de todos ellos le buscaban.

Dozer trastabilló, súbitamente sobrecogido. La furia repentina que había experimentado estaba desapareciendo, como jirones de una débil niebla arrastrada por el viento. En su lugar afloraba ahora una creciente sensación de terror, que le atenazaba la base de la nuca, impidiéndole la movilidad. Un par de garras le atraparon finalmente, asiéndole por la espalda. Dozer se sacudió como pudo, pero los dedos se hincaban en su carne con una persistencia letal. Abrió la boca, pero no pudo gritar.

En medio de la contienda, divisó de pronto la boca del alcantarillado. Era un ojo ciego, miserable y oscuro, en mitad de la acera, pero se le antojaba como el claro de nubes en el cielo borrascoso de una tormenta; jamás había visto a un caminante capaz de coordinar sus movimientos de manera correcta para adentrarse por una, así que si podía llegar a ella, estaría salvado. Cerró los puños y golpeó al ser monstruoso que le tenía agarrado. Le faltaba toda la carne de la mejilla derecha, y la piel colgaba allí en tirajas espeluznantes. Asqueado, empujó y tiró con toda la fuerza de que era capaz, mientras el aire se incendiaba con los gritos agudos de los muertos. Sabía que, si no se libraba en los próximos segundos, tendría a otros encima, y acabarían por tirarle al suelo, de donde ya sólo se levantaría con la mirada ausente y los ojos en blanco.

Por fin, animado por una ocurrencia desesperada, Dozer se abrazó al muerto viviente, atrayéndole hacia sí. Lo rodeó con sus fuertes brazos y lo levantó en volandas sin mucho esfuerzo. El zombi agitaba la cabeza con los ojos despavoridos, frenético, dando dentelladas al aire. Su pelo era una maraña grasienta y desaseada, y Dozer se revolvió, asqueado por el hedor insoportable de su podredumbre. Entonces, con el espectro aún en volandas, avanzó hacia la boca de alcantarilla y se lanzó por ella, erguido cuan alto era y con los pies por delante. Desaparecieron en el acto, justo cuando una caterva de garras crispadas parecían estar a punto de atraparles.

Cayeron a plomo, recorriendo los tres metros que les separaban del fondo. Allí, convertidos en un barullo de piernas y brazos, se toparon con una suerte de barrizal fangoso, que era a la vez frío y húmedo. Rodaron por el suelo, pese a que la mayor parte del golpe lo amortiguó Dozer con sus piernas, hasta que dieron contra un charco de agua pútrida. Al remover su superficie, una vaharada de un olor pestilente golpeó su nariz como un mazazo.