Выбрать главу

Tienes un puto imán para estas cosas. Es tu tercera prisión en las últimas veinticuatro horas, tío. ¿Qué vas a hacer, hombre, qué cojones vas a hacer ahora?

Pero no lo sabía, y no hizo nada. Se quedó allí, de pie, demasiado asqueado como para apoyarse siquiera en la pared. En un momento dado, se colocó la camiseta por encima de la nariz, y aunque descubrió que su propio olor corporal no era demasiado bueno, resultaba infinitamente mejor que el olor a heces y putrefacción que venía del suelo. Tenía los pies hundidos en varios centímetros de algo que ni se atrevía a identificar conscientemente. De pronto escuchó voces que se acercaban, las de sus captores, que debían volver. Casi al instante, la puerta se abrió de nuevo, y un hombre con aspecto asustado se le vino encima, empujado desde atrás. Dozer apenas tuvo tiempo para reaccionar, tomándolo entre sus brazos; no parecía ser capaz de sostenerse en pie y temblaba como una ramita en un día de viento. Dozer le sacaba una cabeza de alto y tuvo la sensación de estar abrazando a un adolescente.

¡Bum! La puerta se cerró, desplazando el aire dentro de la cabina y haciendo resurgir un rebufo pestilente.

– Tranquilo… -acertó a decir.

– Por favor… -dijo el hombre.

Dozer reconoció la voz enseguida: era el otro prisionero.

– Vamos, ¿puedes ponerte en pie?

– Creo… creo que sí.

Se quedaron uno junto al otro, expectantes. El único sonido que les llegaba era el de sus propias respiraciones aceleradas.

– ¿Cómo te llamas? -preguntó Dozer.

– Víctor. Me llamo Víctor… -respondió el prisionero.

– Llámame Dozer, Víctor. Lo conseguiremos. Ya verás.

– Tío… no conseguiremos una mierda…

Dozer quiso abrir la boca y contestarle. Quería quitarle esos pensamientos derrotistas de la cabeza, aunque sólo fuera para mantener un nivel de moral alto, pero no encontró argumentos para reforzar sus comentarios que, de pronto, le parecieron vacuos e irrelevantes; así que se quedó callado.

De pronto, la puerta que estaba al otro lado se abrió, crujiendo pesadamente. Dozer se giró, dejando a Víctor a su espalda. Intentó tragar saliva, pero descubrió que su garganta estaba más seca de lo que había pensado y le fue imposible.

– ¡Van a ver cómo hacerla de pedo! -decía el mexicano desde alguna parte en el exterior-. ¡Ya saquen sus pinches culos de ahí y les mostramos!

– Por Dios, por Dios… -susurraba Víctor a su espalda-. No salgas, por Dios…

– Vamos, sigámosle la corriente -dijo Dozer, apretando los dientes-. Si nos quedamos aquí nos golpearán, o algo peor. Ya estoy harto de esta mierda. Quiero ver en qué acaba.

– No tío… por Dios, por Dios…

Pero Dozer avanzaba ya hacia el exterior. Ofrecían una visión extraña, con Víctor cogido de sus caderas, utilizando su cuerpo como escudo. Dozer no lo sabía, pero una canaleta de sangre seca cruzaba su frente, atravesaba su ojo derecho y descendía describiendo una forma sinuosa por su mejilla, como un tatuaje tribal de guerra.

Salieron a otra nave de techos altos, de increíbles proporciones. No podían ver hasta dónde llegaba, porque la vista de la planta estaba bloqueada por estanterías de tres metros de alto, dispuestas de forma que dejaban estrechos corredores entre sí. Como en las otras estancias, algunas de las placas del techo habían sido retiradas para dejar pasar la luz, pero aquí esos huecos habían sido cubiertos por plásticos opacos que se estremecían sacudidos por una brisa invisible. El resultado era una temperatura varios grados más alta, húmeda y asfixiante. El mexicano y los otros tres captores esperaban en una barandilla que recorría toda la nave, situada a unos cinco metros por encima del nivel en el que estaban. Verlos ahí, a cierta distancia, sin ningún acceso visible que pudiera colocarlos a su lado en un corto espacio de tiempo le resultó reconfortante.

– ¡Cinemex presenta su nuevo reality, «El laberinto»! -chilló el mexicano, cambiando el tono de voz. Esto arrancó risas que a Dozer le resultaron detestables por lo exageradas. Probablemente estaría imitando a algún presentador, pero no tenía ni idea de a quién, y a decir verdad, le importaba bien poco-. ¡Escúchenla, ustedes amigos sólo tienen que llegar al otro extremo del laberinto, y caso de conseguirla, serán libres! ¡Como la oyen! Lleven sus pinches huesos a la salida y el comité organizador se compromete a dejar que se vayan de rositas, ésta es nuestra chamba!

El comentario arrancó otra explosión de risas entre los otros hombres, aunque ahora se daba cuenta de que Manuel no participaba en la explosión de carcajadas. Estaba apoyado sobre la barandilla, mirándoles con curiosidad.

Dozer le sostuvo la mirada mientras el mexicano anunciaba algunas normas ridículas («¡No se permiten mamadas ni enculadas chingonas entre los concursantes!»). Aquellos hombres querían un buen espectáculo, uno donde la sangre corriera a borbotones y los concursantes acabaran reducidos a trozos irreconocibles de vísceras palpitantes. Además, estaba seguro de que no existía realmente ninguna probabilidad de que pudieran escapar. Si la había, en todo caso, no le quedaba duda de que su premio sería una buena ración de metralla, generosamente distribuida por las escopetas que portaban.

– Vamos, Víctor, vamos…

– Ese hombre… el mexicano… -dijo Víctor, como ausente-. Se llama Muñeco. Y el otro se llama Jodedor de los Cojones. Se llama Malacara. Se llama…

– ¡Miren esa pendejada de nenaza! -chilló el mexicano entonces, interrumpiendo los delirios de Víctor-. ¡Le está cogiendo por detrás!

Mientras reían, Dozer y Víctor se pusieron en marcha. Se imaginó que sería posible trepar por las estanterías y echar un vistazo a lo que les esperaba luego, pero supuso que intentar algo así iría contra las normas, y no quería ser objeto de una andanada de proyectiles.

– ¡Ya les dije que nada de enculadas, chingones!

Dozer continuaba avanzando. Las manos de Víctor en sus caderas despedían un calor desagradable, y sus dedos se crispaban sobre su carne, pero no le importó. Si lo que temía se convertía en realidad, prefería que siguiese donde estaba. Al fin y al cabo, ¿qué otra cosa podían haber inventado aquellos hombres?

Perros. Quizá. Perros hambrientos, con espuma blanca escapando de sus fauces llenas de dientes. O un charco conectado a un generador con un cable oculto de manera que te fría el cerebro al pisarlo. O un cable como el que usaron en la trampa del camión cisterna. Un cable que conecta dispositivos inflamables. Tendrán que retirarte la ropa de la piel usando aguarrás y un rascador.

Siguió avanzando, intentando ir en línea recta en la medida de lo posible. A veces se les obligaba a girar a la izquierda, y luego a la derecha, pero tan pronto encontraban un ramal que les llevara hasta el otro extremo de la nave, lo tomaban. Y caminaban despacio, atentos a todo; pero sobre todo, caminaban despacio para no hacer ruido.

En la barandilla, que cruzaba la nave también por el centro formando una rejilla, los carceleros se movían a la par que ellos. Sus ojos brillaban de excitación.

Entonces, al superar una esquina, se encontraron de bruces con un hombre.

El hombre se irguió tan pronto lo divisaron, aunque estaba de espaldas. Lo vieron estremecerse, como si los hubiera presentido, y girar en redondo. Víctor dejó escapar un pequeño grito. Tenía la cabeza ligeramente inclinada a un lado, y en su rostro, unos ojos blancos como pequeñas lunas destacaban en una piel recubierta de heridas y pústulas varicosas que le daban el aspecto de un enfermo de lepra. Su nariz era un espantajo rojo.

Dozer se preparó para recibirlo, abriendo los pies y extendiendo los brazos. El leproso lanzó las manos hacia delante, con los ojos y la boca abiertos de par en par. No estaba interesado en Dozer, así que éste se apresuró a agarrarlo por las solapas de la chaqueta que vestía y empujarlo contra la estantería. Ésta se desplazó varios centímetros, produciendo un sonido estridente.