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Pero allí estaba, indemne.

– ¡Dispárale! -bramó-. ¡Dispara a ese tío!

Malacara no hablaba mucho, era más bien un hombre de hechos. En su opinión, en el mundo había demasiadas palabras. La gente hablaba sobre cosas, opinaba sobre cosas y se enredaba en banales conversaciones sobre lo que se haría en un momento dado. Malacara prefería hacer. Los hechos eran tangibles, se podían constatar. Y así, cuando pronunció aquellas palabras, salvó la vida a Dozer sin proponérselo.

– ¡Víctor! -llamó Dozer, apremiante-. ¡VÍCTOR!

Víctor apareció tras la esquina. Jesús, mira esos ojos, pensó Dozer, fascinado por la expresión de su rostro. Son como dos huevos duros. Estaban enrojecidos, como si hubiera pasado el último minuto llorando. Un hilo de moco blancuzco se descolgaba de su nariz hasta el labio superior.

– ¡CORRE AQUÍ! -llamó.

Pero Víctor no se movió inmediatamente. Su cabeza era un hervidero de inquietud. Había visto zombis ahí dentro, zombis despiadados de grandes dientes prominentes y miradas iracundas. Pero entonces miró a Dozer, asomado en el marco de la puerta, y se convenció de que no podía haber monstruos detrás de él. No sabía lo que había hecho, pero de alguna manera se había librado de aquellos espectros, porque de lo contrario estarían encima de él.

Y con esos pensamientos en la mente, empezó a avanzar hacia aquel hombre que le tendía la mano. Víctor no reparó en el hecho, pero Dozer bailaba la vista a cada segundo entre él y los hombres de arriba. Y lo que estaba viendo era cómo Malacara le quitaba la escopeta a Macho.

– ¡Dispara a ese tío! -había dicho Malacara.

Macho volvió la cabeza para mirarlo. Estaba todavía bastante perplejo por lo que acababa de pasar allí abajo, pero aún era más sorprendente ver al amigo de Muñeco decir algo. A Macho no le gustaba. Sus ojos tenían el brillo frío y muerto de las estrellas, e incluso cuando lo veía aparecer se las arreglaba para no dar la impresión de que venía, sino más bien que acechaba. Era como un espantajo, delgado, y siempre vestido de negro. Le daba escalofríos. Pero a Muñeco le gustaba andar con él, Dios sabría el porqué, y Muñeco era el jefe.

– ¡Dispara, coño! -volvió a decir Malacara, fuera de sí.

– ¿Qué? -preguntó Macho estúpidamente, saliendo de su perplejidad.

– ¡CORRE AQUÍ! -Oyó decir a uno de los mamones que habían pillado en la carretera. Volvió la cabeza instintivamente, a tiempo de ver a aquel tipo extraño con la mano extendida.

Malacara montó en cólera, pasó por delante de Muñeco y alargó la mano de dedos largos y crispados para coger la escopeta. Entonces hizo bailar el cargador con un rápido movimiento -¡Clac, clac!- y pasó el arma sobre la barandilla.

Pero para entonces era demasiado tarde. Víctor desaparecía por el marco de la puerta una fracción de segundo antes de que una lluvia de metralla se incrustara contra la hoja. Ésta se sacudió como si hubiera sido sacudida por un mazazo, las astillas volaron hacia atrás a medida que los proyectiles hacían saltar las tablas.

Malacara miró la hoja de la puerta, mientras una sensación de rabia que percibió como una neblina rojiza inundaba su mente.

– ¡Abre bien los ojos, semental! -exclamó Muñeco-. ¡Ya se fueron los chivitos por la parte de atrás!, ¿qué andas con ésas?

– ¡Vamos! -dijo el tuerto.

Y echaron a correr por la pasarela mientras debajo, en algún lugar del laberinto, la sorpresa final del juego, un Javier con los ojos blancos y anhelantes de carne humana, daba un alarido estremecedor.

– ¡Por aquí! -dijo Dozer abriendo la puerta al otro extremo de la estancia.

La luz entró en la sala, retirando las penumbras que allí se habían congregado. Víctor dio un respingo cuando descubrió las figuras de los zombis, pero rápidamente comprendió lo que pasaba. Se golpeaban torpemente con las paredes, o chocaban unos contra otros, cegados por esas cosas que llevaban (¿enrolladas?) en la cabeza.

– ¡Rápido! -apremió Dozer.

Al mismo tiempo, uno de los zombis se llevó ambas manos a la cara y empezó a tirar de la sudadera. La prenda se estiró todo lo que dio de sí, pero sin ceder. Víctor lo miraba como si lo contemplara a través de una pantalla, en la seguridad del salón de su casa.

– ¡VÍCTOR!

Víctor se activó, sobrecogido por el grito. Retrocedió dos pasos, pero descubrió que no podía apartar la vista del zombi. Éste seguía imprimiendo fuertes tirones insistentemente. Hasta él se daba cuenta de que la sudadera cedería en cualquier momento, pero continuaba ausente, sin asociar el peligro que iba implícito.

Otra vez fue Dozer quien lo sacó de su ensimismamiento. Se adelantó, lo tomó del brazo y tiró de él hacia la puerta. En ese mismo instante, la cabeza del zombi se liberó. Sus cabellos estaban revueltos en mil bucles endemoniados, dándole la apariencia de un loco. Levantó la barbilla y abrió la boca como si necesitase una buena bocanada de aire, pero era sólo un gesto reflejo, una reacción recuerdo de cuando la vida, la vida natural, alimentaba su cuerpo. Sus pulmones ya no necesitaban aire. Hacía tiempo que habían dejado de funcionar.

Dozer empujó a Víctor a través de la puerta, sacándolo al exterior, pero demasiado tarde. El zombi había identificado a Víctor como presa, y su expresión se iluminó a medida que el deseo enloquecedor por su carne viva crecía en su interior. Dozer cruzó el marco y apenas si tuvo tiempo de cerrar la puerta tras de sí, pero no fue suficiente: el espectro embistió como un toro embravecido y golpeó la hoja, que saltó contra él con una fuerza desmesurada. Dolorido por el portazo, aún se las arregló para volver a cerrarla, empujando con ambos brazos.

– ¡Víctor, la tabla!

– La tabla… -repitió Víctor, indeciso.

Dozer resopló pesadamente. Al otro lado, el espectro arremetía contra la puerta con toda la fuerza de que era capaz. A cada embestida, la hoja saltaba varios centímetros y volvía a cerrarse.

– ¡La tabla, CIERRA LA PUERTA CON LA TABLA!

Víctor se puso en movimiento, tomó el pesado tablón del suelo y se las arregló para colocarlo sobre los soportes metálicos. Encajó con un sonido reconfortante, sin problemas, y la puerta dejó de temblar casi al instante. Al otro lado, el espectro gritaba con una voz extrañamente femenina, aguda y enervante.

– Dios, Dios, Dios… -dijo Dozer.

Se daba cuenta ahora de que le faltaba la respiración y sudaba, sobre todo su frente. El hecho le sorprendió en cierta medida, porque su forma física era impecable y no estaba acostumbrado a fatigarse tanto por tan poco. Debía estar más agotado de lo que pensaba, y no del todo recuperado de los días de enfermedad. De cualquier modo, se incorporó y miró alrededor, consciente de que el peligro aún no había pasado. Habían perdido más tiempo del que pensaba en superar la habitación, y los cuatro hombres debían estar corriendo hacia allí, con sus escopetas en la mano. Sabía positivamente que esta vez no se andarían con juegos. Si no salían de allí inmediatamente, acabarían tendidos en el suelo, sobre un copioso charco de sangre.

– Esto no ha terminado -dijo Dozer mientras intentaba orientarse.

Estaban ahora en la parte trasera, aunque era difícil decirlo porque el viejo edificio estaba en medio del campo. Toda la zona de tránsito alrededor de la nave era estéril, sólo tierra y polvo que el suave viento levantaba y arrastraba algunos metros más allá. Contra la pared había cajas y una buena pila de (¿maletas?) maletas de viaje, de las que asomaban los restos de algo que alguna vez debió de ser un bonito vestido de alegres colores, ahora mortecinos y consumidos por el sol y el polvo. Son de otros concursantes, se dijo, entre conmovido y aterrado. Más allá, el campo se extendía formando una planicie sólo interrumpida por algunas colinas de formas suaves.