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Ese espectáculo lo desmoralizó profundamente. No podrían esconderse en ninguna parte; no había árboles, ni rocas de gran tamaño, o hendiduras en el suelo donde pudieran escabullirse para intentar pasar desapercibidos. Era como un eterno campo de labranza, allanado y listo para sembrar.

Entonces recordó algo.

¡El vehículo! Aquel monstruo de enormes ruedas y aspecto herrumbroso que se constituía en severo atentado contra las normas estéticas más elementales; el mismo que había visto mientras estaba atado a la viga… Víctor había dicho que llevaban algo atado a él, y eso sólo significaba una cosa: que aquella amalgama de restos de utilitarios funcionaba. Pero ¿cómo se llegaba hasta allí? El laberinto le había hecho perder completamente toda referencia; y aunque no sabía si debía ir a la izquierda o a la derecha, el tiempo era un factor que jugaba en su contra.

Eligió ir por la izquierda.

– ¡Vamos, por aquí! Y por el amor de Dios, ¡CORRE!

Y vaya si corrieron. En poco tiempo dejaron atrás la fachada de aquel lado de la nave y volvieron a girar a la izquierda, corriendo agazapados pegados al muro. En aquel extremo habían colocado grandes barriles en la explanada, equidistantes unos de otros. El suelo era una jungla de cristales rotos que parecían lanzarle guiños a medida que el sol incidía en ellos. Dozer no podría decirlo con seguridad, pero parecía un campo de tiro.

Cuando estaban a punto de girar de nuevo, sin embargo, escucharon voces que se acercaban. Dozer se volvió para mirar a Víctor: le preocupaban más sus constantes bloqueos que el hecho de enfrentarse a aquellos hombres; si podía contar con él aunque sólo fuera en aquella ocasión, quizá todavía podrían tener una oportunidad, aunque fuese pequeña. Pero lo que vio entonces le tranquilizó en cierta medida: Víctor señalaba una fosa abierta en el suelo, a apenas dos metros de donde estaban, mientras se cruzaba los labios con el dedo índice.

Corrieron hasta allí y se lanzaron dentro, sin esperar a averiguar dónde se estaban metiendo. Al caer, se encontraron entonces con los pies enterrados en una montaña de ceniza que aún humeaba ligeramente, y que incluso a través de las botas se notaba todavía cálida. Pero esperaron agazapados, tan quietos como les era posible, mientras los pasos de sus perseguidores se dejaban oír cerca de ellos. Víctor tenía los ojos fuertemente cerrados, y Dozer se preguntó si estaría rezando. No le pareció mal, en aquellos momentos necesitaban toda la ayuda que pudieran recibir.

Mientras escuchaban, acuclillados contra la pared del foso, vio una forma conocida que, sin embargo, se le escapaba. Sobresalía de entre la ceniza: un palo alargado de formas curvilíneas en cuya punta relucía un pomo de color blanco. Ya había visto antes algo así, pero ¿dónde?

Por fin lo comprendió, y su verdadera naturaleza se le reveló con una contundencia abrumadora. Era un fémur, un fémur quebrado por el calor que, de alguna forma, había sobrevivido a las llamas, y ahora despuntaba como un símbolo funerario. Más allá había otros restos: aquello no eran trozos de una vasija, sino costillas, y lo de más allá no era una roca blanca con estrías irregulares, sino la mitad de un cráneo.

Era una pira funeraria; probablemente, el lugar donde aquellos sádicos se deshacían de los cadáveres que ya no les proporcionaban diversión.

– Creo que han pasado… -susurró Víctor.

Dozer asintió; también él lo creía. Los sonidos de los pasos se habían desvanecido con la misma rapidez con la que habían llegado. Se asomó por el borde del foso y vio que la explanada estaba tan vacía como antes. Era el momento de aprovechar la oportunidad, porque o mucho se equivocaba, o los cuatro hombres se habían dividido en grupos de dos para darles caza por ambos lados del complejo. Si era así, el camino estaba expedito.

Abandonaron el foso, arrastrando la barriga y el pecho sobre la tierra para encaramarse a su parte más alta, y echaron a correr otra vez. Unos momentos más tarde, llegaban a algo nuevo: un sendero que se alejaba del lugar siguiendo una trayectoria sinuosa. La tierra tenía perfectamente marcada las huellas de unas grandes ruedas. Dozer se detuvo y alargó el brazo derecho para frenar la carrera de Víctor.

– ¿Qué…?

– Mira…

Siguió las huellas hasta el edificio, y descubrió que se perdían bajo un listón de chapa, como la reja de un escaparate. En su parte superior había un mecanismo para que éste se enrollara. Si las huellas no mentían, aquel era el acceso al garaje que habían estado buscando.

– Su coche -dijo Dozer-. Está ahí dentro…

A Víctor se le iluminaron los ojos al escuchar aquello.

– El coche… ¡Mis cosas!

– Tenemos una oportunidad.

Se acercaron al portón y descubrieron que no estaba cerrado. Tenía sentido, porque ningún zombi tenía la capacidad para manipular la reja: hacían falta al menos dos personas para levantarla sin que se descompensara.

– ¡Ayúdame! -pidió Dozer, agachándose para agarrar uno de los extremos.

Resultó que la reja no era tan pesada como había temido: la mantenían bien engrasada pese al polvo que reinaba en el lugar. Pero al aplicar el primer empellón, crujió terriblemente, y el sonido se elevó por encima del silencio, grave y arrastrado como la pesada lápida de piedra de un nicho.

– Dios… -dijo Víctor, retirando las manos como si hubiera hecho sonar una bocina de alarma.

– ¡Tira, no te pares ahora, sigue tirando!

CRAAAAAAANK .

Dozer miraba a uno y otro lado mientras la reja se enrollaba en sus rieles, haciendo caer una nube de polvo blancuzco sobre su cabeza.

CRAAAAAAANK .

– ¡Un poco más! -dijo Víctor.

Pero Dozer sentía el peligro en el aire. Lo percibía con la misma claridad que un gallo percibe los primeros rayos del sol.

– ¡No hay tiempo! ¡Adentro, adentro!

Se agacharon para escabullirse por el hueco que habían dejado y se encontraron de bruces con el Roña Muñinator, que esperaba en el mismo sitio donde lo había visto la primera vez. Visto desde atrás era aún peor: encima del mecanismo de polea que alguien había montado fundiendo las placas de agarre a la carrocería, había un cráneo de un toro, cuidadosamente emplazado en su sitio. La fila de dientes parecía sonreírles con terca animadversión.

Ahora por favor, por favor, mamá, Uri, quien sea, por favor, el último favor… haced que las llaves estén puestas. Por favor, que estén puestas

Subieron a la cabina de un salto (Víctor en el asiento del copiloto) y Dozer no se atrevió a mirar la toma del contacto. En lugar de eso cerró los ojos, tragó saliva y tanteó con mano temblorosa. Fueron unos segundos eternos mientras la mano buscaba en el aire, indecisa, como si estuviera internándose en la madriguera de una serpiente. Pero por fin, el tacto ligeramente frío y metálico de un manojo de llaves recayó sobre su palma abierta.

– ¡SÍ! -gritó, inundado de una súbita alegría. Una lágrima resbaló por su mejilla, dejando un surco de piel limpia.

– ¡Arráncalo! -le pedía Víctor, mientras miraba atrás, esperando quizá ver a Malacara aparecer bajo la reja con la escopeta en la mano y esa mirada neutra y fría que conocía tan bien.