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Pero Malacara no apareció, ni ninguno de los otros. Dozer giró la llave del contacto y el Roña despertó a un infierno de pistones y cilindros que se ponían en marcha con un estrépito inenarrable. El motor se sacudió con una fuerza demoledora, haciendo vibrar toda la cabina. Víctor no pudo evitar dejar escapar una exclamación de sorpresa.

– ¡Por Dios santo!

Dozer metió la primera y pisó el acelerador, impulsando el engendro metálico hacia delante. Calculó mal la exacerbada potencia de la máquina y el Roña se precipitó hacia delante, partiendo en dos una de las estanterías. Una lluvia de embellecedores, llantas y baterías cayó sobre el capó, produciendo un estrépito ensordecedor.

– ¡Qué hijo de puta! -soltó Dozer.

Por fin, maniobró como pudo para sortear la viga central (la misma a la que había estado atado hasta hacía poco rato) y dirigió el morro hacia la puerta de entrada. Estaba todavía a medio subir, pero si aquella máquina infame no era capaz de arremeter contra ella, nada lo haría.

Apretó el acelerador a fondo y embistió.

– ¡NOOOO! -chillaba Muñeco mientras corría hacia la entrada del garaje. Estaba escuchando la poderosa batería de motores del Roña volver a la vida con su acostumbrada fanfarria, un sonido potente y atroz a un mismo tiempo-. ¡MI ROÑA NOO!

– ¡MUÑECO! -gritó Malacara a su espalda, adivinando lo que iba a pasar a continuación.

Pero era demasiado tarde. Muñeco amaba aquella máquina más que a ninguna otra cosa en el mundo, y la posibilidad de perderla le cegaba. La había construido diligentemente durante los últimos dos meses, utilizando todos los conocimientos de mecánica que estaban a su alcance, y un poco más. En Tepito le llamaban el Rey, pero con la mecánica del Roña se había erigido en Dios.

Se plantó delante de la reja, con los brazos extendidos, como si pudiera vetar de alguna forma la salida del vehículo.

Y entonces la reja saltó por los aires, como la cola prensil de una serpiente pitón. Sus rodamientos le golpearon en la cara con una fuerza brutal y la cabeza se separó de su cuello, saliendo despedida a una velocidad endiablada. Un borbotón de sangre se elevó en el aire como el agua de una fuente. Casi al instante, el todoterreno emergió del garaje como una bestia que surge de su cueva, presta para despedazar. El Roña pasó por encima del cuerpo del mexicano, que crujió como un saco de piñas bajo una prensa y se perdió bajo las ruedas, donde se enredó en formas imposibles. La sangre salió despedida en todas direcciones. Una vez más, Frankenstein había asesinado a su creador.

Malacara vio cómo el Roña caía otra vez sobre el suelo y se alejaba, derrapando salvajemente mientras intentaba recobrar el control envuelto en una nube de polvo.

Mucho tiempo después, cuando se le encontraba con un par de cervezas de más en el cuerpo, Malacara podía jurar, poniendo la mano sobre las Sagradas Escrituras, que la cabeza cercenada de Muñeco, ya en el suelo, seguía la trayectoria de su Roña a medida que se perdía de vista.

Y lo que era todavía más raro, que de sus ojos brillantes de impotencia brotaban lágrimas.

19.

DARRO ROJO

Aunque lo mantenían todo lo abrigado que podían, Jukkar seguía teniendo la piel fría y pegajosa, y continuaba sin recuperar el conocimiento. Sombra, que no se había separado de su lado en las últimas tres, quizá cuatro horas, esperaba que en algún momento susurrara algunas palabras, quizá entre sueños, quizá en finlandés, aunque fueran producto del delirio, pero ni eso sucedió. Estaba tan lívido que parecía un muerto, y a Sombra no le faltaron oportunidades para temer, mientras lo observaba durante interminables minutos, que podría volver a abrir los ojos en cualquier momento. No serían, sin embargo, sus viejos ojos cansados, sino una mirada vacua y desprovista de iris. La mirada del horror de los muertos vivientes.

Pero sin proponérselo, Jukkar había obrado un importante cambio entre los prisioneros de la Alhambra; desde la gravedad de su situación y debatiéndose entre la vida y la muerte, había hecho más por la integración del grupo de Carranque de lo que hubiera sido capaz el mismísimo Juan Aranda. Supervivientes que hasta entonces habían sido sombras anónimas atormentadas en sus apartados, sumidos en sus miserias, se acercaban a cada rato a interesarse por su estado de salud. Sombra agradecía esos primeros y tímidos acercamientos, y también Moses, Isabel y el resto. Algunos se presentaban, hablando trémulamente, con apenas un hilo de voz en sus cuerpos cansados. Se interesaban por saber cómo estaba la situación ahí fuera y les pedían que les contaran cosas sobre esa comunidad de la que se hablaba ya por todas partes. Ese lugar donde ellos mismos dirigían sus propios destinos. «Hemos tenido muy mala suerte», comentaban unos; «Ojalá aquí hubiéramos hecho lo mismo», decían otros.

En un momento dado, un anciano que se apoyaba en una rudimentaria garrota se acercó a Sombra y lo miró con severidad. Llevaba un buen rato observando al finlandés con una expresión solemne en el rostro.

– No le des agua, joven -le dijo.

– ¿No? -preguntó Sombra. Se le había ocurrido poner un trapo húmedo cerca de los labios del finlandés con la esperanza de conseguir hacerle beber un poco.

– No. Podría atragantarse, si está en estado de shock, y no te darías ni cuenta -explicó.

– Ah… -contestó Sombra-. Le humedeceré los labios…

– Eso no le hará mal.

Sombra asintió.

En ese momento, Susana llegaba de la calle. Acababa de enseñarle a José el producto de su pequeña sustracción y quería saber algo más del estado de Jukkar.

– Hola -saludó-, ¿cómo sigue?

– La verdad, igual -dijo Sombra.

– Le vendría bien algo de dopamina -dijo el anciano.

Susana le miró intrigada.

– ¿Dopamina? -preguntó.

– Dopamina, sí. Puede incrementar la presión arterial.

– ¿Es usted médico? -preguntó Susana.

– No exactamente, señora. Pero tengo ya setenta y siete años… y en ese tiempo he visto y he hecho de todo. De todas maneras, coniecturalem artem esse medicinam.

Susana asintió despacio. No hablaba ni entendía latín, pero no tenía ganas de ser aleccionada en lenguas muertas en ese momento. Lo miró unos segundos, con tanto disimulo como le fue posible, y vio a un hombre alto, de buena hechura y que se mantenía tan erguido como un militar de alto rango, aunque usase un improvisado y desgastado bastón para ayudarse. Sus facciones proporcionadas, aderezadas con un aristocrático bigote blanco, le daban un aire distinguido. Aunque ahora unas marcadas bolsas delimitaban sus ojos, Susana pudo imaginárselo con el bigote bien perfilado y quizá un par de kilos rellenando las mejillas exangües, y se dijo que, en sus tiempos, debió haber conquistado más de un corazón, y más de dos.

– ¿Para qué es la dopamina? -preguntó entonces.

– Se usa para subir la presión arterial. No sé cuánta sangre ha perdido este hombre, pero diría que le vendría bien una transfusión, para empezar.

– Transfusiones caseras… -dijo Sombra, poniendo los ojos en blanco.

– Es lo que yo haría -contestó el anciano con sencillez-. Supongo que nadie ha mirado si en su cartera lleva algún papel con su grupo sanguíneo…

– Un momento… -pidió Susana-. ¿Podemos hacer eso?, ¿una transfusión?

– En realidad, no -contestó el anciano-. Demasiado arriesgado. En las emergencias se suelen pasar por alto las medidas prudenciales, pero aquí la gente no cuenta ya con una salud de hierro, y eso sin tener en cuenta otros factores. Podría subirle la fiebre, lo que sería muy malo. Podría ser alérgico. Podría ser hemofílico, y entonces tendríamos un verdadero problema. Hemorragias internas y cosas así. Así que apostaría por la dopamina. Conseguiríamos que ese corazón suyo bombeara suficiente sangre al cuerpo, a la velocidad que necesitamos. Ayudaría a compensar las cosas. Probablemente abandonaría el shock en el que ha entrado.