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– Abraham me ha explicado dónde está la farmacia más cercana.

– Bien… dinos que hay alguna cerca -dijo José.

– A ver… -dijo Abraham. Había levantado mucho los brazos y retrocedido un par de pasos-. Quiero que entendáis que esto es demasiada responsabilidad para mí. Es de locos, no sé cómo se os ha ocurrido algo así… ¿sabéis cómo deben estar las cosas ahí abajo? Yo sí. He subido a las murallas y los he visto. No siempre es igual, parece que los zombis se mueven como una marea por las calles, y en ocasiones el número de ellos desciende, pero otras veces parece que se celebra una manifestación. ¿Cómo pensáis superar eso?

– Ya te dijimos que nos dejases eso a nosotros -dijo José suavemente.

Moses creyó captar un deje de impaciencia en él, pero no le extrañó. Los últimos días habían sido muy intensos, demasiado intensos como para que el delicado cable de la cordura no se tensara peligrosamente. Casi podía escuchar el zumbido del punto de ruptura, vibrando en el silencio de su mente. Y además estaba el hecho de que nadie había dormido demasiado bien la noche anterior, ni habían probado bocado en todo el día con la notable excepción de la mermelada y la tostada. Eso sumaba un importante deterioro físico al agotamiento psicológico. Teniendo en cuenta esas premisas, era bastante indulgente escuchando a Abraham. Realmente era una locura intentar un plan tan oscuro y desventurado como el que Susana y José tenían en mente; sobre todo de noche, con el frío intenso y la total ausencia de luz en la ciudad. En los intervalos de silencio que se habían producido mientras Susana estaba fuera, casi había creído escuchar el dilatado lamento de los muertos que llegaba desde las calles de Granada. Era apenas un rumor inquietante que el viento ayudaba a transportar sólo en ocasiones, pero que, de alguna forma, estaba ahí, tan omnipresente como el aire que respiraba.

– Yo os ayudaría, creedme… -dijo al fin-, pero no soy demasiado bueno con las armas. Mi puntería es nefasta.

– No te preocupes, Mo -se apresuró a decir Susana-. José y yo hemos hecho este baile varias veces y sabemos todos los pasos.

– Como queráis -se rindió Abraham tras bucear pensativamente en los ojos de José-, pero hay otras cosas. Le he dicho a Susana que en Plaza Nueva hay una farmacia, pero no sé si habrá otras más cercanas. No soy un hombre que visite muchas farmacias… creo que el último médico que me vio me dio un cachete en el culo y dijo: «Ha sido niño».

– Plaza Nueva… ¿eso dónde está? -preguntó José.

– Yo sé dónde está -dijo Susana.

– Quiero decir -continuó Abraham- que quizá haya otra gente aquí que podría ayudarnos. Hay bastantes personas de confianza. Como el señor Román. Te he visto hablar con él antes, Susana.

– ¿El médico?

– No es exactamente médico, creo que es un militar retirado, aunque sabe bastante de muchas otras cosas. Pero aunque su acento sea extraño, sé que lleva media vida viviendo en Granada. Quizá él puede saber si hay una farmacia más cercana.

– Mejor que no… -dijo Moses-. Cuantas menos personas sepan esto, mejor.

– Estoy de acuerdo -opinó Susana-. Plaza Nueva está bien.

Abraham se encogió de hombros.

– De acuerdo -concedió.

– Supongo que lo que queda por saber es cómo salimos de aquí -comentó Susana.

Abraham suspiró.

– El problema nunca ha sido salir -dijo-. En realidad, sospecho que si nos fuéramos todos, daríamos una alegría a esos soldados.

– Puede ser… -dijo José poniéndose en pie-. Pero ahora démosles una lección. No sé cuántos hombres tienen ahí dentro, pero seguro que son más de dos, y más de dos docenas, sospecho. Si no han querido mandar a sus hombres por miedo a las pérdidas, que les jodan. Vaya puta mierda de ejército…

– No sé si esos hombres están bien preparados -dijo Abraham, pensativo-. Parece que, hasta llegar aquí, fueron parcheando soldados de varias divisiones y frentes. Que yo sepa, Romero y sus hombres son de la UME, la Unidad Militar de Emergencia, al menos de dos divisiones diferentes, el BIEM I y el III de Madrid y Valencia, pero también hay soldados de la BRIPAC de paracaidistas, y regulares del ejército de tierra.

– Muy interesante -soltó José, sombrío-. Pero siguen siendo una puta mierda.

Isabel no había abierto la boca, en parte porque se había perdido en sus propias reflexiones sobre las palabras de Moses, pero también porque tenía un miedo atroz a lo que pudiera pasar con sus compañeros. No se atrevía a imaginar lo que debía ser salir de noche a enfrentarse a una plétora de muertos vivientes equipados con un fusil, por muy sofisticado y mortífero que éste pareciese. Además, miraba a Susana con ojos cautivados, atenta a sus palabras resueltas y su evidente liderazgo, porque ella era fuerte, destilaba seguridad y parecía perfectamente capaz de cuidar de sí misma. Notaba esa tremenda diferencia y se castigaba en silencio por no haber podido desarrollar esa integridad ante las adversidades; se castigaba por no parecerse un poco más a ella. Imaginaba que Susana habría actuado de una manera diferente en caso de haber acabado en la Casa del Miedo en su lugar. Se imaginó que habría mordido a Theodor en la oreja cuando se puso encima, o habría luchado con Reza hasta la muerte para evitar ser llevada de vuelta al piso superior. Pero ella se sometió. De alguna forma se sometió, y ahora lo lamentaba.

– Pues pongámonos en marcha, corazones. El tiempo juega en nuestra contra -dijo Susana resueltamente.

– ¿Y cuándo no es así? -preguntó José. Pero la pregunta quedó sin respuesta, y el aire se impregnó de pronto del rumor lejano, pero inequívoco, de los muertos.

Después de despedirse de Moses e Isabel, Abraham les llevó por las calles de la Alhambra hasta la ciudad palatina. Allí cruzaron por los jardines y rodearon las grandes fuentes (ahora secas), sobrecogidos por la hermosa y queda belleza del lugar. Cuando llegaron hasta un pequeño edificio de planta rectangular, hermosamente tallado y montado sobre la muralla del recinto, Abraham se volvió con gesto solemne y dijo:

– El Oratorio del Partal. A veces vengo aquí a buscar algo de paz. Daos cuenta del privilegio, el lugar era usado por el sultán para meditar sobre cosas como la naturaleza, la Creación y la oración.

José asintió. Pese a que era de noche, el lugar parecía cargado de una entidad mágica, casi sobrenatural. La luna arrancaba tintes azulados a las piedras milenarias, casi iridiscentes, y el viento traía aromas a espliego y a pino. Abraham les dejó unos instantes para que se embriagaran de la serenidad del sitio, a modo de altar de la meditación antes de la batalla.

– Acompañadme… -anunció al cabo, y empezó a caminar hacia uno de los túneles, coronado por un arco.

Atravesaron varias estancias, prácticamente a oscuras, hasta que descendieron por unas escaleras y se encontraron junto a una puerta. Un único cerrojo de pestillo, montado sobre la puerta, era la última frontera entre ellos y lo que les esperaba fuera.

– Aquí está la salida más cercana -dijo Abraham en un susurro, aunque cuando hubo hablado no supo, en verdad, por qué había empleado un tono de voz tan bajo.

– De acuerdo.

– Sólo tenéis que ir a la izquierda, bajando por el monte -dijo Abraham-. Se lo he explicado a Susana… llegaréis al Darro y desde ahí podéis bajar a Plaza Nueva. Imagino que ésa será la peor parte. Yo me quedaré aquí todo el tiempo hasta que volváis, o bien hasta mañana al mediodía, lo que ocurra primero.

Abraham era consciente de que sus palabras sonaban duras y terribles, pero quería ser justo con ellos. Susana se apresuró a mover la cabeza en señal de asentimiento, demostrando agradecimiento por la sinceridad. Inmediatamente después, se descolgaron los fusiles del hombro y se ajustaron las cintas de la mochila, sin añadir nada más a la conversación. Mientras los veía comprobar los seguros de las armas y distribuirse algunos cargadores por los bolsillos de sus pantalones, asegurar los nudos de las botas, y colocar las linternas magnéticas en los laterales de los rifles, Abraham admiró en silencio la valentía y la calidad humana de aquellos dos lunáticos a quienes acababa de conocer. Pensaba que las cosas hubieran podido ser diferentes de haber contado con ellos en un principio, aunque probablemente, sospechaba que habrían acabado muertos en la refriega que Andrés lideró contra los soldados.