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Después de un rato repitiendo esas y otras palabras similares, sus párpados volvieron a abrirse, conectándola otra vez con el mundo terrenal. El dolor de cabeza parecía estar ganando intensidad y supo que, de todas formas, no podría conciliar el sueño en un buen rato; estaba demasiado preocupada y asustada. Moses, además, no estaba con ella; se había quedado hablando con aquel tipo que había venido con Aranda y con el finlandés, y echaba de menos su contacto cálido y reconfortante.

Mientras paseaba la vista por las sombras de la habitación, reparó en Alba, dormida en su cama. Tenía la cara vuelta hacia ella y parecía realmente un auténtico ángel. Su boca era una mancha rosa en su carita blanca, y su expresión era serena y tranquila, ajena a todas las miserias en las que habían caído. Era casi como si todo el drama de aquella situación no estuviera pasando, como si…

Es que a lo mejor no está pasando.

A lo mejor… A lo mejor ha pasado ya. Para ella sí.

De repente, Isabel se incorporó en la cama como si la hubieran sacudido con una descarga eléctrica.

Ésa era la clave. Si la niña tenía una puerta trasera en su mente, una puerta secreta que podía abrir y asomarse al futuro, podía saber… saber cómo se desarrollaría todo.

Nerviosa, se acercó a ella y se arrodilló junto a su cama. Pensó en despertarla, pero aunque al principio le pareció cruel, el deseo de saber si ella conocía el destino de José y Susana era más fuerte. Por fin, agachó la cabeza sobre la de ella y le imprimió un pequeño beso en la frente. Alba continuó dormida. Sus párpados serenos no revelaban movimiento alguno.

No la despiertes… ¿vas a despertarla? Es tan pequeña… tiene que descansar

Sí, pero

Pasó una mano por su frente y empezó a acariciarla, despejándola de cabellos.

– Alba… -susurró.

¡No la despiertes!

Volvió a besarla, esta vez con más énfasis. Necesitaba saber…

– ¿Alba…?

Por fin, la pequeña se movió ligeramente, sacudiendo brevemente la manita que colgaba de la cama, por fuera de las mantas.

– Alba… -se apresuró a decir Isabel, susurrándole cerca del oído-. ¿Has visto… algo… sobre José y Susana?

Otra vez nada.

– ¿Alba?

Entonces, la pequeña se volvió, abriendo ligeramente los ojos. Su expresión era de verdadero fastidio.

– Alba, cariño… ¿has visto algo sobre Susana?, ¿sobre José?

Y entonces, con apenas un hilo de voz que parecía surgir de algún lugar remoto e inaccesible de su mente, la pequeña, con la voz gangosa y distorsionada del que duerme, dijo:

– Sí… sí… ellos… pero él vive. Él vive.

Y entonces se dio media vuelta, se arrebujó contra Gabriel y se quedó por fin otra vez quieta. Isabel abrió mucho los ojos, súbitamente aterrorizada. Las palabras de la pequeña acababan de atravesarla como una lanza despiadada. ¿Él viviría?, ¿y qué pasaba con ella?, ¿qué ocurriría con Susana? Se quedó inmóvil, sin atreverse casi a respirar, esperando a que Alba añadiera algo más. Pero la pequeña no dijo nada… su respiración se volvió otra vez regular; había caído de nuevo en un profundo sueño.

Isabel quería ir con Moses y advertirle, quería salir fuera y decirle a sus amigos que regresaran, que estaban en peligro, que no funcionaría. Pero… ¿acaso no había dicho Gabriel que las predicciones de Alba eran absolutamente infalibles? Ella no veía probabilidades; veía el futuro, tan cierto como que los planetas giran alrededor del Sol.

Se tumbó en la cama de nuevo, casi sin darse cuenta de lo que hacía, mientras las lágrimas luchaban por escapar de sus párpados cerrados. Había abierto una puerta al futuro y ahora deseaba no haberlo hecho nunca; casi se sentía culpable por ello, como si de alguna forma, el conocimiento del desenlace pudiera provocarlo. Y entonces, justo cuando creía que iba a ser capaz de controlar las lágrimas, rompió a llorar.

José y Susana habían abandonado su parapeto y estaban bajando la ladera de la colina, con las piernas enterradas en una alfombra de hierba verde y lozana que les llegaba prácticamente hasta las rodillas. En poco tiempo se encontraron con los restos de una vieja torre, un primer bastión de defensa que alguna vez debió pertenecer al complejo de la fortaleza y que ahora era apenas una ruina con edificios de viviendas anexos. Desde allí se deslizaron con infinito cuidado, siempre descendiendo, hasta el canal. Ahora los muertos se encontraban a apenas unos metros, al otro lado del Darro, y sus rostros empezaban a ser distinguibles. Apagar las linternas había sido una buena idea, y probablemente, aventurarse de noche también había sido un acierto. Quizá en condiciones normales de luz diurna ya les hubieran detectado, pero se mantenían pegados junto al muro como gigantescos escarabajos negros, apenas dos sombras ocultas por las tinieblas del torreón derruido, y parecía que ninguno de los caminantes había reparado en ellos.

Sin mediar palabra, Susana se dejó caer por el pequeño desnivel y saltó al canal. El Darro, en ese punto, era apenas un pequeño riachuelo que se deslizaba hacia el oeste con un ruido alegre de aguas en movimiento, por lo que no hubo sonido de chapoteo. José la imitó, y cayó sobre sus pies en la tierra húmeda.

Descubrió con infinito alivio que, contra todo pronóstico, no había zombis en el canal. Si alguna vez los había habido, habían sido arrastrados por la corriente. Sin embargo, eran conscientes de que debían seguir poniendo mucho cuidado con cada paso que daban porque el murete que separaba la calle de donde estaban ellos tenía apenas un metro, y los zombis no dudarían en tirarse abajo si los detectaban.

Anduvieron como ladrones furtivos, cruzando bajo un pequeño puente. Allí el río se ensanchaba abruptamente, pero aún pudieron avanzar por los márgenes sin tener que tocar el agua. Los muros a ambos lados eran en ese punto altos y verticales; ladrillo visto recubierto de un musgo exuberante, y José empezaba a preguntarse cómo volverían al nivel de la calle cuando llegaran al final del canal. De vez en cuando, las ramas de las plantas que brotaban de las oquedades caían en cascada hacia ellos, como si se esforzaran por buscar la frescura de las aguas, y en algunos momentos tuvieron que escurrirse por entre la maraña de yedra que caía hacia abajo como las crines de un caballo.

Al pasar el segundo puente, Susana se detuvo, congelando su pose como si el tiempo se hubiera detenido. José hizo lo mismo, y miró en la dirección en la que Susana miraba. Allí, plantado en mitad del puente, había un espectro que parecía mirarles fijamente. Tenía los brazos extendidos hacia abajo y el cuerpo contraído en un rictus deforme; un hombro más alto que el otro, y la cabeza ligeramente inclinada.

Va a gritar. En cualquier momento va a señalarnos con un dedo largo y retorcido y va a gritar, como Donald Sutherland en la película La invasión de los ultracuerpos.

Pero no ocurrió nada de eso. Susana siguió dando pequeños y prudentes pasos, uno cada vez. Se manejaba como lo haría alguien frente a un animal que está a punto de atacar, temiendo hacer movimientos bruscos. Un paso. Pausa. Otro paso. Al fin, terminaron por desaparecer bajo el puente, escapando de su vista.

José quiso decir algo, pero se mordió la lengua. El silencio que inundaba la ciudad era casi sepulcral, y su voz podría sonar como el graznido de un pato en un parque. De vez en cuando les llegaba el sonido metálico de una lata rodando por la acera, quizá impulsada accidentalmente por algún espectro, y otros sonidos furtivos que se apagaban rápidamente y cuya naturaleza se les escapaba, pero eso era todo.