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Continuaron ganando terreno, hasta que llegaron al último tramo del canal. Una sensación de triunfo les inundó, aunque brevemente, porque allí, el río era conducido bajo el asfalto de la plaza de Santa Ana, a través de un túnel donde la oscuridad no encerraba matices, tan absoluta como espantosa. Las paredes del canal eran insoportablemente altas y no se veía por ninguna parte una manera de treparlas.

Susana señaló la pared del muro más meridional, el que daba a la calle, unos metros más atrás. Por allí, una montaña de tierra (probablemente arrastrada por el agua) lo hacía más accesible, y José asintió. Ése era el final de su silenciosa incursión. Tan pronto ascendieran por ese lado, serían otra vez visibles para los muertos, y para entonces, se dijo José, más les valdría saberse todos los pasos del baile.

Pero cuando empezaron a cruzar la corriente, un gruñido grave y grosero les heló la sangre en las venas. Se quedaron inmóviles, como si el haz de un foco proyectado desde la torreta de una prisión les hubiera sorprendido en mitad de la fuga. Susana se volvió, con el fusil preparado, buscando el origen del gruñido, y por fin lo vio.

Era uno de los zombis que vagabundeaban al nivel de la calle, un centinela alto y terrible con la mandíbula expuesta. Los dientes asomaban como los extremos de un cincel. Llevaba una especie de bufanda enredada alrededor del cuello, convertida en jirones en sus extremos y recubierta de manchas oscuras, de forma que parecía la soga de un ahorcado. Estaba asomado desde el muro que pretendían escalar, agazapado y en actitud de alerta, y les miraba con ceñuda concentración, como si estuviera intentando determinar si lo que veía era, en efecto, una presa.

– Susi… -susurró José sin poder evitarlo.

Y en ese momento, el centinela dio un respingo, agitando la cabeza con violentos espasmos.

– ¡Prepárate! -dijo Susana, llevándose el rifle a la mejilla y separando las piernas.

Y el centinela gritó.

Al instante, a modo de respuesta, un clamor aberrante se elevó por toda la calle; los muertos respondían a la llamada, propagando la alerta por las callejuelas de la ciudad. Mientras tanto, cuando el insoportable fragor estaba en su momento más álgido, Susana aprovechó para ejecutar un único disparo. El proyectil voló por el aire y se estrelló contra la cabeza del centinela, arrancándole parte del cráneo. No brotó sangre, pero sí una lluvia blancuzca que se esparció por el aire como una nube de insectos.

Con el grito congelado en su garganta, el centinela se precipitó al canal donde se quedó tendido en el suelo, con los brazos y las piernas extendidos.

Rápidamente, otros espectros se asomaron por el borde del muro, buscando con sus ojos muertos. Sus gestos eran de desesperada ansiedad. José lo había previsto y ya estaba apuntando en esa dirección: empezó a disparar contra ellos con una puntería imponente, y los cuerpos desaparecían tras el muro o caían hacia abajo, donde quedaban desmadejados como marionetas rotas.

Una segunda fila de zombis apareció para reemplazar a los que habían caído. No intercambiaron palabra, pero ambos sabían lo que debían hacer: Susana se ocupaba de los que aparecían por su izquierda,y José de los de su derecha, de forma que se reducía su arco de cobertura y no se desperdiciaba ni un solo disparo.

Después de unos instantes, los zombis seguían llegando. El canal se empezaba a llenar de cuerpos, que caían amontonándose unos sobre otros. La sangre manchaba la tierra y viciaba el agua del Darro, teñiéndolo de rojo.

– ¡Hay que avanzar! -gritó José para hacerse oír por encima del ruido de los disparos.

Susana reaccionó al instante, corriendo hacia el montículo y encaramándose a él sin dejar de disparar. José se quedó en el sitio para ofrecer cobertura, porque desde donde estaba tenía que describir menos giro para cubrir la misma área. Por fin, cuando la cadencia de zombis disminuyó un poco, Susana se colgó el rifle al hombro y se encaramó al muro de un salto, agarrándose con los brazos. José sabía que un disparo fallido, en ese momento crítico, supondría un desenlace fatal.

Cuando estuvo arriba, Susana levantó la cabeza y vio con repentino horror que tenía prácticamente encima a un zombi; avanzaba hacia ella de frente, motivo por el que no lo había visto hasta ese instante. Sabía que José no tendría ángulo para frenarlo porque ella estaba en medio, y su rifle aún colgaba de su hombro. Justo cuando parecía que sus manos estaban ya a punto de aferrarla, consiguió sacarse la cinta del fusil y darle un revés con la culata. Los huesos de la mandíbula crujieron de una manera atroz, desgarradora, pero el zombi apenas retrocedió. Un segundo revés, sin embargo, sí consiguió que se replegara un par de pasos, circunstancia que aprovechó para encañonarle y disparar.

– ¡Susana! -gritaba José desde el canal. En los últimos segundos había realizado una cantidad impresionante de disparos, y la tensión era ya insoportable, girando a uno y otro lado tan rápido como podía.

Susana se preparó y empezó a dar cobertura, disparando a los zombis que venían corriendo por la calle. Ahora que tenía visibilidad, se daba cuenta de que, calle arriba, el número de zombis era aún manejable, pero cuando se volvió, contempló sobrecogida cómo una numerosa horda de espectros avanzaba hacia ellos, ganando terreno a cada segundo.

– ¡Ya! -gritó Susana.

José corrió hacia el montículo y se encaramó en un tiempo récord. No se colgó el arma al hombro, sin embargo, sino que la subió al muro antes que él. Al instante, descendió el escalón que le separaba de la acera y estuvo junto a Susana, cubriéndola.

– ¡Hostia puta! -exclamó, al ver el número de zombis que subía desde la plaza.

Los disparos se mezclaban con los aullidos de los espectros. Si había alguna manera de que éstos salieran de su estado de aletargamiento y se volvieran enfurecidos corredores, era precisamente el ruido martilleante de dos fusiles descargando copiosamente al unísono. Y cómo corrían… corrían sacudiendo los brazos como si fueran extensiones ajenas a su cuerpo, como si sus extremidades fueran de trapo, cosidas burdamente a sus cuerpos. Los que eran abatidos caían al suelo convertidos en fardos sanguinolentos, dificultando el paso de los que venían detrás. Éstos tropezaban y se derrumbaban, conformando una masa confusa que se movía como un capullo de huevos de araña.

– ¡Suusiiii! -gritaba José-. ¡Hay que avanzar!

Susana se había vuelto ahora hacia atrás, describiendo un giro rápido, para ocuparse de los zombis que corrían hacia ellos por ese lado. A cierta distancia, el estrecho callejón del Lavadero de Santa Inés empezaba a vomitar espectros con una cadencia pasmosa. Llegaban a la carrera, resbalaban al alcanzar la esquina como un coche que derrapa y eran luego atraídos por el sonido de los disparos.

Se acabarán… en algún momento tienen que acabarse

Continuaron disparando y ganando espacio centímetro a centímetro. Afortunadamente, de todo el material que encontró en la iglesia, Susana escogió el mismo modelo de fusil que usaban en Carranque, y gracias a eso, cuando era necesario podían municionar con la rapidez que las circunstancias requerían: un proceso que habían practicado hasta la saciedad.

– ¡Llegamos a la plaza! -anunció Susana. Subida al murete que separaba la calle del canal, tenía una visión un poco más amplia y lejana de lo que ocurría. El momento de abandonar la Carrera del Darro le venía preocupando desde hacía un rato, ya que donde éste acababa se formaba una especie de embudo. Además, si les costaba mantener a los zombis bajo control con sólo dos frentes, ¿qué ocurriría cuando se encontrasen en terreno abierto, con tantos frentes como ángulos tiene una circunferencia?