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Con esa idea en la cabeza, Susana tomó una resolución.

– ¡José, hay que correr! -gritó, sin dejar de disparar contra los zombis. Los casquillos vacíos saltaban en el aire y caían al suelo con un sonido metálico.

– ¡Te sigo!

– ¿Qué?

– ¡TE SIGO!

– ¡Sube aquí arriba!

José saltó encima del muro, que se levantaba del suelo apenas un metro, y se incorporó. Cuando estuvo preparado para disparar de nuevo, se sintió abrumado por la rapidez con la que los muertos habían avanzado en esos escasos segundos. Susana tenía razón… tenían que avanzar, porque esa situación era del todo insostenible. Su puntería iba también a peor, porque la tensión se incrementaba a cada segundo, y los proyectiles hacían volar clavículas, destrozaban los huesos de los hombros y arrancaban finas explosiones de sangre de los cuerpos muertos, pero nada de eso les detenía.

– ¡CORRE! -gritó Susana, y empezó a moverse con prodigiosa rapidez por encima de la tapia.

José la imitó, pero desde su perspectiva, la sensación de vértigo era mucho mayor. Él sí veía cómo los muertos lanzaban sus brazos hacia ella a medida que pasaba corriendo, veloz como una centella. Los puños se cerraban en el aire a escasos centímetros.¡Demasiado cerca!, pensaba, envuelto en un pánico palpitante.

No me va a dar tiempo… si no me agarran, me empujarán contra el canal, y si no me rompo la crisma allí abajo, habrán conseguido dividirnos, al menos, y ya no se podrá hacer nada

Para garantizarse el paso, se llevó el fusil a la cadera sin aminorar la marcha y empezó a disparar contra todas aquellas garras retorcidas; las manos quedaron desgarradas, los dedos cercenados, pero los espectros continuaban proyectándose hacia ellos como una marea abominable.

Pero al fin, cuando parecía que iban a caer ya en sus garras, se encontraron al término del muro de piedra. Habían llegado a la plaza. Instintivamente, Susana saltó por encima del embellecedor con forma de bola que marcaba el principio de la calle y cayó en la acera, al lado de la masa de espectros que se había congregado. Los muertos se giraron emitiendo un ruido agudo e insoportable, pero Susana había perdido pie con la caída y trataba de recuperar el equilibrio, desaprovechando preciosos segundos. Volvió la cabeza, hipnotizada por las manos que ya casi arañaban su cara, y en su mente se formó una pregunta con una claridad y una serenidad sorprendente: ¿Ya está?, ¿así es como acaba todo?

Pero en ese momento, José saltaba también sobre la bola de piedra. Cayó encima de los zombis que estaban ya prácticamente sobre Susana, derribándolos contra el suelo. Susana reaccionó rápidamente, lanzando una lluvia de proyectiles contra los espectros que ocupaban la segunda fila. Los cuerpos se sacudieron, acribillados por las ráfagas, y aunque fue una salva a la desesperada, cumplió su propósito, haciéndolos retroceder unos segundos.

Era justo el tiempo que José necesitaba para ponerse en pie de un salto.

Tan pronto se hubo recuperado, salieron corriendo hacia la izquierda, siguiendo el trazado circular de la acera. Allí el número de zombis se había reducido completamente, ya que todos los que habían estado vagabundeando por esa zona se habían lanzado contra la estrecha calle que habían venido recorriendo. Eso les permitió avanzar un buen trecho en poco tiempo, dando zancadas tan grandes como les era posible.

José recordaba haber estado en esa plaza varias docenas de veces, cuando él era más joven y los tiempos más amables, pero nunca pensó que correría por su vida en esos mismos lugares. A decir verdad, mientras avanzaban tuvo la sensación de que progresaba por un escenario con cierto tinte teatral, en parte por el aspecto irreal y sorprendentemente luminoso que le confería la luna.

De pronto, Susana se detuvo, tan bruscamente que José estuvo a punto de llevársela por delante. Miraba alrededor, como buscando algo.

– ¡¿Dónde está?! -exclamó.

– Por Dios… ¿el qué? -preguntó José.

Los muertos avanzaban a cierta distancia, como muñecos de cuerda a los que les fallaran gran parte de los engranajes.

– ¡La farmacia! ¡No veo la farmacia!

José dio un respingo. Había estado tan ocupado en sobrevivir que se le había olvidado el verdadero motivo por el que habían iniciado esa campaña ridículamente suicida. Miró alrededor, buscando en las fachadas de los edificios. Un local anunciaba MINI-MARKET TELEPHONE, y al lado, un desvencijado toldo con una tipografía casi ininteligible decía: ARTESANÍA EL SUSPIRO. Pero Susana estaba en lo cierto, no se veía ninguna farmacia por lado alguno.

¿Y si no hay ninguna farmacia?, ¿y si el viejo Abraham se equivocaba? «Preguntemos a los otros», dijo, pero no… nosotros elegimos mantenerlo en secreto. ¡Hurra por el Escuadrón de la Muerte! Como que el ruido de los disparos y los gritos no se habrán oído arriba, en la Alhambra. Apuesto a que cuando regresemos, habrá un montón de soldados queriendo saber de dónde sacamos las armas. ¿Qué crees que harán con las medicinas entonces, si es que conseguimos encontrar alguna?

Susana chasqueó la lengua. No podían esperar más, porque una caterva de espectros avanzaba a la carrera por mitad de la calle.

– ¡Susi! -chilló José.

– ¡Quizá más adelante! -contestó Susana.

Corrieron por la acera, sorteando a los zombis cuando éstos se interponían en su camino. Ahora se alegraban de haberlos frenado en el embudo de la Carrera del Darro, porque su número no era tan elevado; para cuando éstos los detectaban y se volvían con ojos enardecidos, ellos ya habían pasado zumbando a su lado. Mientras progresaban, la crudeza de viejos escenarios de terror no se les pasó por alto: un taxi volcado sobre su costado, un kiosco de prensa que había sido arrancado de sus cimientos por una furgoneta de los equipos especiales de la Policía Nacional (y que se había incrustado, varios metros más allá, en el escaparate del Café Lisboa), cadáveres y montones de basura desperdigados por todas partes, desde ropa hasta maletas. Pero intentaban concentrarse en repasar los locales a pie de calle: ARTESANÍA RODRÍGUEZ, decía un toldo, MUNIRA PIEL – LEATHER, anunciaba la marquesina del negocio que le seguía. Pero cuando llegaron al final de la plaza, el proverbial y conocido símbolo de la cruz no había hecho acto de presencia.

– Dios… -soltó Susana, jadeante. Su cabeza giraba en una y otra dirección, como una veleta sacudida por un vendaval.

– No puede ser verdad… -dijo José, desalentado.

Levantó el fusil y se preparó para recibir a los espectros que avanzaban desde todos lados. Uno de los portales parecía una puerta dimensional al mismísimo infierno, a juzgar por el número de muertos vivientes que estaba lanzando a la calle. Y la horda, heredera del conflicto en el canal, ganaba terreno a cada segundo, bajando por la misma calle por donde habían venido.

– ¡Susi!, ¿cómo volveremos? -preguntó.

Pero cuando se volvió para mirarla, Susana había saltado al capó de un viejo Renault y se había encaramado a su techo; el aluminio se hundió visiblemente bajo el peso de las botas. Parecía otear en la distancia, calle abajo, intentando vislumbrar algo a través de las tinieblas que velaban la escena.

– ¡Allí! -gritó entonces-. ¡Allí está!

José no lo veía: estaba demasiado oscuro a esa distancia, y la sombra de los edificios era pronunciada más allá de la plaza. Para Susana, en cambio, la visión del símbolo de la cruz, constituida en marquesina volante, era casi una señal divina. No había electricidad que le devolviese ya su viejo resplandor verde y cálido, pero por un brevísimo segundo, Susana hubiera jurado que la cruz había parpadeado fugazmente, como si le brindara un guiño en mitad de todo aquel caos.