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Órdenes prioritarias: garantizar la custodia y seguridad del sujeto a toda costa. Enviaremos comisión tan pronto nos sea posible.

Romero envió otro mensaje, explicando que su personal médico estaba analizando al sujeto, y la respuesta volvió a demorarse. Cuando llegó, frunció el ceño de incredulidad.

Inspección del sujeto vía análisis médicos denegada. Órdenes: garantizar custodia y seguridad del sujeto.

Romero no entendía por qué su personal médico no podía intentar acelerar el proceso. Esa mañana estuvo dando vueltas y fumando en pipa más de lo acostumbrado, porque se había racionado el tabaco en previsión de que tuviera que pasar allí una larga temporada y sólo le correspondía una carga cada cuatro días. Llamó a su enlace para anular el trabajo de los doctores, pero cuando éste se presentó, le mandó irse sin encargarle nada. Luego la duda volvió a acosarle y estuvo tentado de cambiar la orden. Cambiaba de parecer a cada rato. No era hombre que pusiera en duda las órdenes de sus superiores, pero no acababa de entender qué daño podía hacer que los trabajos comenzaran inmediatamente. Lo que Marín y Barraca habían conseguido hasta la fecha era bastante halagüeño. Podían conectar el cerebro de una de aquellas cosas a una corriente eléctrica y activarlos y desactivarlos a voluntad, por ejemplo, y descubrieron algo que a él (a todos) se le había pasado por alto: la restauración.

Le explicaron que el virus tenía increíbles capacidades regenerativas. Actuaba sobre las partes dañadas, reparando y conectando las células perdidas extrayendo la información que faltaba del propio cuerpo. Los doctores se lo explicaron con palabras sencillas.

– La regeneración de órganos es bastante común entre los insectos -le dijeron-, pero no en los vertebrados. En el caso de los lagartos la regeneración se limita a la cola, pero en los urodelos se da de una forma muy potente y sorprendente. No solamente reconstruyen sus colas, también regeneran sus patas, las retinas, los cristalinos, las mandíbulas, los dientes… el tejido cardíaco e incluso partes del cerebro. Se consigue con una masa de células indiferenciadas llamada blastema, que da origen a la nueva extremidad. En el caso de nuestro virus, parece que opera a nivel de la masa cerebral, que en realidad es lo único que necesita para funcionar. En concreto, la parte derecha, que controla la capacidad para solucionar problemas y las facultades espaciales. La clave está en esas células indiferenciadas… son como células madre, activan genes en secuencia en un proceso no muy diferente al que ocurre durante el período embrionario. En cierto modo, teniente, ponen en marcha el mismo mecanismo que formó esa parte inicialmente.

– ¿Qué significa eso realmente?

– Significa que, en un período de tres o cuatro días, los zombis que hemos dado por acabados por haber destruido su cerebro por cualquier medio pueden volver a levantarse. Es el tiempo que necesitan para restituir el material orgánico perdido.

Romero no se sorprendió demasiado por aquel descubrimiento, si bien le pareció sumamente inquietante. Eso explicaba por qué el mundo seguía cuajado de muertos, pese a todas las contiendas que se sucedían (o sucedieron) en todo el planeta. En las situaciones de combate solían limpiar las zonas de muertos empleando ingentes cantidades de munición, y dejaban los cadáveres allí donde caían, dándoles por muertos, destruidos en el más amplio sentido de la palabra. Sin embargo, cuando volvían a pasar al cabo de los días, volvía a estar tan lleno de espectros como al principio. Siempre lo atribuyó a ese efecto ola que los caracterizaba, que los mantenía en constante movimiento. Ellos no dormían, y dedicaban las largas horas de la noche a moverse siguiendo algún instinto invisible, arrastrando los pies lentamente durante horas y horas… Por la mañana, la población de zombis podía haberse duplicado o reducido a la mitad. Ese descubrimiento le pareció muy revelador; de haberlo sabido antes, habrían hecho pilas con los cuerpos y los habrían incinerado, o habrían separado sus cabezas de sus troncos.

Desde aquel momento, los doctores se ganaron su confianza y empezó a atender (no sin reticencias) sus más locas peticiones. Las últimas le habían costado demasiado esfuerzo. Insistían en que necesitaban gente viva, sin infectar, para entender cómo actuaba el virus en el momento justo de la muerte…

Mientras daba vueltas a esas reflexiones, acabaron llegando a la Torre de Comares, ubicada en el extremo más septentrional de la fortaleza. Allí le esperaban dos soldados que escudriñaban en la noche con unos prismáticos.

– Señor… -saludaron casi al unísono.

Romero reclamó los prismáticos con un gesto, sin decir nada. La noche era bastante clara, pero a través de las lentes, la visión se degradaba mucho. Tuvo que dejar pasar un rato para acostumbrarse a la oscuridad. Vio entonces cómo los espectros pasaban corriendo por la calle, trotando con su acostumbrado desparpajo, que era a la vez risible y espantoso.

En ese momento, los disparos volvieron a sonar. Había al menos dos disparos simultáneos, arropados por los gritos de una plétora de zombis: sus alaridos eran inconfundibles.

– Ahora se escuchan más lejanos, señor -dijo el soldado.

– Más lejanos… -murmuró el teniente, intentando comprender qué podía significar aquello.

No podían ser civiles, porque no contaban con armas. ¿Desertores, quizá?, ¿hombres de entre sus propias filas que habían decidido probar suerte en las calles? Era improbable, pero la posibilidad no debía desestimarse.

– ¡García! -dijo-. Recuento de hombres.

– ¿Ahora, señor?

– Inmediatamente.

– Sí, señor -dijo el soldado.

– Y mientras está en ello, póngalos en alerta. Asigne más hombres a todo el perímetro.

– Sí, señor.

Mientras el soldado desaparecía escaleras abajo, el ruido de los disparos cesaba inesperadamente, dejando en el aire el rastro de un eco que fue difuminándose hasta extinguirse. Romero permaneció expectante, atento a los ruidos de la noche. Los gritos llegaban a través de la oscuridad, amortiguados pero evidentes. Y había algo más… una especie de ruido monótono y repetitivo que llegaba de alguna parte indeterminada. Pero cuando intentaba concentrarse en él para determinar su naturaleza, desaparecía sin proporcionarle la información que buscaba. Demasiado lejano.

Se mantuvo allí durante un buen rato, repasando las calles y el movimiento de los espectros con los prismáticos. En todo ese tiempo, el sonido de los disparos no volvió a producirse. Después empezó a acusar el frío de la noche (había abandonado la habitación sin procurarse un abrigo), así que se despidió de los soldados, indicó que le avisaran si había novedades y se retiró de nuevo a su habitación.

Una vez estuvo de vuelta, no volvió a encender la pipa ni retomó su libro. Se apoyó sobre la chimenea y estuvo observando las llamas, ensimismado. De vez en cuando consultaba el reloj. Había pasado una media hora y esperaba el informe en cualquier momento, pero éste aún se retrasó diez minutos más.

– Señor… -dijo el soldado tras llamar tres veces a la puerta.

– ¿Todo en orden? -preguntó Romero, expectante.

– En… En realidad no, señor -contestó el soldado. Estaba lívido y mantenía la cabeza ligeramente agachada, señales ambas que no le inspiraron buenas sensaciones.

– ¡Explíquese! -increpó Romero.