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– Tenemos un problema -contestó el soldado, con un hilo de voz.

Romero irrumpió en el área asignada a los doctores acompañado de cuatro soldados armados. Avanzó por la sala con paso resuelto, mirando en todas direcciones. Cruzó por en medio de las mesas dispuestas en extrañas formaciones, como las piezas de un Tetris, y avanzó hacia la siguiente sala. Allí se encontró con Marín. Estaba tirado en el suelo, con el cuello marcado por una abominable incisión que lo recorría de lado a lado. Un charco de sangre se desparramaba debajo de su cuerpo, manchando su bata. En la pared del fondo, alguien se había tomado tiempo para escribir una sola palabra:

El teniente permaneció inmóvil unos segundos, saturado por el pegajoso olor a sangre. No corrió a buscar a Aranda ni a Barraca en las salas anexas, sabía que no los encontraría. Aranda no estaría, era naturalmente el propósito de todo aquello. En cuanto a Barraca, estaría muerto en cualquiera de las habitaciones de la zona médica…

Muerto, no. Está con ellos. Porque él también es

TRAUMA. TRAUMA. TRAUMA .

– El hombre que trajimos de Málaga -interrumpió el soldado desde su espalda- ha… desaparecido, señor. El doctor Barraca tampoco aparece.

Romero apretó los puños, sin poder apartar la vista de los espesos trazos de sangre en la pared. Su mente empezaba a tejer ideas y conjeturas, acelerando sus pensamientos hasta que se convirtieron en una rápida cadena de imágenes: hombres sacando a un civil del corazón de su propia base sin que ninguno de los centinelas diera la alarma, sin que se produjera el menor altercado… Aquello era demasiado. Las taimadas amebas se habían convertido en un parásito que acababa de fagocitar toda forma de vida en su charca. Habían evolucionado a un depredador sigiloso pero terrible, un asesino que operaba desde dentro, un cáncer letal que acababa de privar a la humanidad de una de sus pocas esperanzas.

Apretó los dientes. Su visión se oscureció por unos instantes, como cuando uno se levanta bruscamente y le asalta una pequeña lipotimia.

La verdad de su incompetencia cayó sobre él como la losa de una lápida. Le habían encargado la custodia y seguridad del sujeto, y había fracasado. Había subestimado a su enemigo, y ahora había crecido tanto que no sabía hasta dónde llegaban sus negras raíces. Se volvió para mirar a los soldados, y por un brevísimo instante le pareció que sus comisuras se curvaban ligeramente hacia arriba; sus ojos sonreían, ocultando pensamientos de fondo que parecían decir: «Sí, nosotros también somos TRAUMA, sólo que no lo sabes. Y nos lo hemos llevado. En tus narices, teniente. Ahora es nuestro, y dentro de poco, toda la base Orestes será también nuestra. Oh, las cosas que haremos con Aranda. Seremos inmunes a los zombis. Construiremos una ciudad, Nuevo Orden, y viviremos a cuerpo de rey durante el resto de nuestras putas vidas. Gracias por fumar en pipa, teniente, gracias por no hacer… na-da.»

Pero entonces la ilusión pasaba y se enfrentaba a sus miradas compungidas, preocupadas y casi asustadas.

– Señor, además está el recuento -dijo el soldado. Romero lo miró sin decir nada, esperando que continuase-. Faltan al menos diez hombres. Han abandonado sus puestos y están… desaparecidos, también.

TRAUMA. TRAUMA. TRAUMA .

– De acuerdo… -contestó Romero. Se dio cuenta de que su voz estaba quebrada y carraspeó para recuperar el tono normal-. Preste atención: quiero que coja uno de los helicópteros y sobrevuele la zona donde se escuchaban disparos. Quiero saber qué hay allí abajo. Quiero que la vigilancia del otro aparato se doble. Hombres de su máxima confianza. Y por último, levante a todo el mundo. ¡A todo el mundo! Quiero que registren toda la puta fortaleza, hasta el último rincón. La zona civil también. Con total contundencia, García… ¿me oye? Desgarre sus colchones y sumérjase en sus depósitos de agua si es necesario. Busque debajo de sus empastes y abra el contenido de sus estómagos si sospecha que ahí puede esconderse cualquiera de estos rebeldes.

– ¡Sí, señor! -soltó el soldado.

– Y García…

– ¿Señor?

– Incinere el cadáver. Y borre esa majadería de la pared, coño.

– ¡Sí, señor!

Mientras el soldado salía fuera para poner en marcha la operativa, los otros soldados se prepararon para empacar el cadáver utilizando unos plásticos que colgaban de un gancho en la pared. Al girar el cuerpo de Marín, Romero vio una espantosa y profunda herida en la base de la cabeza: le habían agitado el hipotálamo como se agita una bebida con hielo. No querían que se convirtiera en zombi y diera la alarma.

Romero sacó la pistola de su funda y se aseguró de que estaba en orden y cargada. Era hora de cazar ratas.

Los soldados irrumpieron en la zona civil casi veinte minutos más tarde. Llegaron por la avenida principal, corriendo en formación cerrada, espoleados por los gritos de los jefes de escuadra.

Los supervivientes, que yacían ya en sus camas en el interior del Parador de San Francisco para evitar el frío de la noche, escucharon la algarabía y se pusieron sobre alerta. Se miraban y se preguntaban qué ocurría. Ya habían escuchado los disparos y habían andado bastante inquietos, preguntándose qué pasaría ahí fuera. Unos opinaban que venían a rescatarlos, otros que eran supervivientes que se acercaban y unos pocos albergaban la esperanza de que fueran los soldados, que por fin habían salido para traer alimentos.

Pero los soldados que entraron en el Parador, apuntándoles con sus armas, no trajeron más que malas noticias.

– ¡Todos fuera, vamos! -decían unos.

– ¡A la calle!, ¡todos a formar a la calle! -decían otros.

– P-pero… ¡hace demasiado frío! -contestó un hombre, acercándose a ellos con las palmas extendidas.

Antes de la pandemia había sido profesor del departamento de Psicología de la Universidad de Granada, y llegó a publicar un libro sobre los dibujos y escritura en espejo de Leonardo Da Vinci, pero ahora, su aspecto famélico y desaseado le daba la apariencia de un loco. El soldado le cogió del brazo y lo empujó hacia la calle.

– ¡Vamos! ¡FUERA! ¡TODOS FUERA!

Los civiles se miraban, sin ser capaces de reaccionar. Nadie daba el primer paso, y el jefe de zona, Abraham, no aparecía por ninguna parte. Un ruidoso murmullo empezó a propagarse por toda la planta.

Por fin, uno de los soldados levantó el arma por encima de su cabeza y disparó tres veces. Los proyectiles se perdieron entre la delicada decoración del techo. Eso fue suficiente: el murmullo se transmutó en algarabía, y alguien empezó a gritar histéricamente. Los soldados elevaban la voz por encima del griterío, haciendo gestos de dirección hacia la puerta. Los supervivientes comenzaban a salir.

– Dios mío… y ahora qué… -dijo Moses.

Estaba todavía con Sombra, que no se separaba de Jukkar.

– El doctor… -dijo Sombra, con un hilo de voz. Si lo obligaban a moverse, las heridas volverían a abrirse y la sangre volvería a manar. Si salía fuera, tendría un shock térmico asegurado. Si lo movían, Jukkar tenía las horas contadas.

Miró a Moses con ojos suplicantes, esperando que él hiciera algo.

– No digas nada… -dijo Moses-. Déjalo así y salgamos fuera como dicen. Quién sabe… quizá él, aquí dentro, esté más a salvo de lo que vamos a estar nosotros.

Y tan pronto pronunció esas palabras, pensó en los niños.

Isabel se incorporó en la cama, dando un respingo. Había conseguido quedarse dormida (o eso creía) y el ruido de la gente la había traído de vuelta del mundo de los sueños. Casi inmediatamente, sonaron varios disparos en la zona de la puerta, y a duras penas consiguió ahogar un grito de sorpresa. Su corazón se aceleró.