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– ¿Qué pasa? -preguntó una voz somnolienta. Era Gabriel. A Isabel no le pasó desapercibido el hecho de que, aun en la confusión característica de ese estado entre el sueño y la vigilia, había pasado un brazo protector por encima del cuerpo de su hermana, que seguía dormida a su lado.

– No lo sé… quédate ahí, Gaby.

Justo cuando se incorporaba, Moses llegó hasta ellos por entre la multitud. El caos era desproporcionado. Se escuchaban llantos, gritos y sonidos de muebles y enseres desplazándose. La gente parecía determinada a llevarse sus cosas. Subido en lo alto de una mesa, un soldado gritaba para hacerse oír por encima del caos. Insistía en que no debían mover nada, que sólo necesitaban que salieran para hacer un registro.

– ¿Un registro? -preguntó Isabel, parpadeando.

– Qué coño… -dijo Moses.

La situación volvió a recordarle las películas que había visto sobre los campos de concentración nazis. Recordaba a los judíos y polacos por el andén de una estación, con sus posesiones más valiosas empacadas en maletas. En el último momento, el equipaje era separado de ellos. Algunos marcaban sus cosas con trazos de tiza blanca, para poder localizarlos después. Sólo que no había un después; eran introducidos en trenes oscuros de basta madera donde se hacinaban para ser conducidos a su destino final.

Pero no es eso, claro, pensó. Han oído los disparos, como los hemos oído todos, y vienen a ver qué está ocurriendo. Oh, ¿cómo es que nadie pensó en eso?, ¿cómo pensamos que saldría bien?

– Cariño… abrígate… -decía Isabel.

Moses se volvió a tiempo para ver cómo extendía las mantas sobre los hombros de la niña, cubriendo su cabeza. Alba parecía una versión apagada de sí misma, cabizbaja y con los ojos entrecerrados. Gabriel estaba calzándose las viejísimas deportivas, mirando alrededor con aire preocupado.

En ese mismo momento, alguien a no mucha distancia gritó, con la voz cargada de rabia contenida: «¡Hijos de puta! ¡Dadnos de comer, hijos de puta!» A eso se sumaron otras voces similares («¡Dadnos comida!», «¡Hace frío, cabrones!», «¡Dispara a tu puta madre, cabrón asqueroso!»), y en poco tiempo, un montón de gente se unía a las protestas, cada vez más airadas. Moses se acercó a Isabel y los niños, y se aseguró de que se mantuvieran junto a la pared. Un objeto indeterminado (¿un zapato?) voló en dirección al soldado que estaba subido a la mesa, pero falló con mucho y acabó estrellándose contra una pared. El soldado le señaló con el dedo.

– ¡Te he visto, hijo de puta!

– ¡Comida, dadnos comida! -decían las voces.

– ¡Vuelve a hacerlo y abro fuego, gilipollas! -bramó el soldado. Pequeñas gotas de saliva salieron volando de su boca; sus dientes asomaban por entre sus labios contraídos.

En alguna parte, una mujer lloraba.

Moses temía una revuelta por encima de todo. Aquella gente había soportado demasiado. En el tiempo que llevaba allí había descubierto que muchas de aquellas personas tenían inflamaciones y ulceraciones en la boca, dientes flojos, encías y heces sangrantes. Muchos sufrían fiebres intermitentes, dolores abdominales o diarrea. También delirios y temblores convulsos. Eran síntomas de enfermedades serias como la disentería o el escorbuto, probablemente por la falta de higiene y de una alimentación insuficiente, que generaba deficiencias en el aporte de vitaminas entre otras cosas. Y ellos lo sabían. Sabían que aunque no estaban en ningún andén, sí que había una especie de tren. Uno que marchaba en silencio, lento pero inexorable. Este tren no iba a ningún campo de concentración, y ciertamente no les esperaban las cámaras de gas, pero si nadie hacía nada por evitarlo, el ritmo lento y monótono de aquel tren en el que estaban subidos les conduciría igualmente a la muerte.

– Quedaos aquí… -dijo Moses, extendiendo ambos brazos para protegerlos. Intentó vislumbrar a Sombra entre la gente que se arracimaba a su alrededor, pero había sido devorado por la masa, oculto en un mar de cuerpos que se movían de un lado a otro.

Sin embargo, la situación que temía no se produjo. Finalmente, hombres y mujeres empezaron a salir fuera, estremeciéndose por el helor que caía. Algunos habían tomado la precaución de llevarse ropa de abrigo, pero otros muchos estaban demasiado confundidos y asustados para pensar en esas cosas. Lentamente, la masa de gente fue circulando, y se unieron a la hilera que iba abandonando el antiguo convento.

Y cuando estaban a punto de cruzar el zaguán, un sonido intenso y penetrante como la sirena que anuncia un bombardeo empezó a sonar en la distancia.

La Alhambra también tenía sus secretos. Como cualquier lugar con un rico pasado, había visto pasar a pueblos y culturas que se fueron asentando a través de los siglos sobre los restos de las civilizaciones que los precedieron. Romanos, visigodos, árabes, íberos y cristianos utilizaron estos restos como solares donde levantar sus templos, suburbios y zonas residenciales. Las culturas se solapaban, no sólo temporalmente, sino también físicamente; edificios que en otro tiempo lucieron orgullosos sobre la superficie yacían ahora bajo tierra, y aunque de muchos de ellos sólo quedaban algunas ruinas apenas reconocibles, en otros, como los viejos túneles donde Zacarías y sus hombres se ocultaban, estos restos se encontraban razonablemente conservados.

Se trataba de un entramado de cámaras y túneles abiertos en la roca viva que el sultán Mohamed «El Hayzari» encontró casi por azar cuando apenas eran un pequeño escondrijo miserable. Fascinado por el carácter secreto de aquellos recovecos oscuros y fríos, ordenó su ampliación atendiendo a oscuros propósitos de los que nunca dio cuenta a nadie, y sesenta hombres trabajaron durante incontables días socavando la dura roca con herramientas básicas, del todo insuficientes. Algunos de aquellos trabajadores murieron en aquellos túneles angostos, ahogados en los vapores asfixiantes de sus lámparas de aceite y el polvo de roca o sepultados por los eventuales desprendimientos cuando encontraban una bolsa de arena.

Ahora, Zacarías utilizaba aquellos muros ancestrales y malditos, forjados con el esfuerzo de hombres llevados a la extenuación, para dibujar una circunferencia de trazos difusos y deformes utilizando el chorro de su orina. Cuando hubo terminado, aspiró el aroma tibio, que recordaba vagamente a la sopa de espárragos, y se volvió.

– ¿Cómo está? -preguntó a los hombres.

– Creo que está bastante drogado, eso creo -dijo uno de ellos.

Estaba arrodillado junto a Juan Aranda, que estaba tendido sobre un par de mantas, e inclinaba la cabeza para alinearse con la de él. Juan respiraba pesadamente, como quien ha caído en un sueño profundo demasiado repentinamente.

Se encontraban en una cueva de forma semicircular, de paredes lisas y pulimentadas. Tres ramales salían de ella y se internaban en la oscuridad, en distintas direcciones. Sobre la roca madre habían extendido unos cables oscuros que colgaban, flácidos, entre los soportes que los sostenían cada pocos metros. Uno de esos cables se descolgaba de la pared y alimentaba un rudimentario foco: apenas dos luces circulares montadas sobre un atril. La luz que generaban era macilenta y teñía la escena de un tono amarillo enfermizo.

– Espero que sólo sea eso -dijo Zacarías.

– Barraca lo dirá.

Zacarías asintió.

– Más le vale… -dijo, pensativamente-. No debimos dejarle tanto tiempo con esos carniceros.

El soldado, que tenía treinta y dos años y se llamaba Marcos, miraba a Juan como si estuviera delante de una aparición, embargado por una fascinación que era mezcla de curiosidad e incertidumbre. Le habían dicho que aquel hombre era capaz de caminar entre los muertos como si fuera uno de ellos, y ese concepto le resultaba bastante difícil de aprender. De algún modo, se preguntaba si aquello lo definía más como zombi que como humano, si abriría de repente los párpados y revelaría unos ojos blancos, sin iris, como los que caracterizaban a los que volvían a la vida. Pero luego, ese pequeño destello de temor desaparecía, porque todo en él parecía normaclass="underline" el color de su piel era saludable y no cetrino, como el que terminaban por adquirir los espectros, y su respiración era regular; los zombis que había visto a corta distancia no parecían necesitar aire en sus pulmones.