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Zacarías consultó el reloj.

– Media hora más -murmuró.

– Ya era la puta hora, francamente -opinó Marcos. Se había incorporado sin dejar de mirar a Aranda.

– ¿Y si descubren lo de Marín? -preguntó el otro soldado. Había estado ocupado limpiando y poniendo a punto su fusil con un pañuelo engrasado.

– No lo harán -dijo Zacarías.

Confiaba que no, aunque la posibilidad existía, desde luego. El propio Romero podría decidir darse una vuelta por allí para ver cómo iba todo, para empezar, aunque confiaba en que el asunto permaneciera encubierto hasta que fuera demasiado tarde; sólo dos horas más. De lo contrario no sabía a ciencia cierta cómo reaccionaría Romero cuando viera que su pieza favorita en el tablero de ajedrez, su nuevo juguete, había desaparecido. En previsión de reacciones extrañas, habían tomado muchas precauciones. Los centinelas de la puerta y el encargado de las guardias estaban con Trauma, y el encargado del recuento se haría el despistado cuando llegara la hora. En cuanto a los doctores, nadie se sorprendería de que no aparecieran por las áreas de recreo ni el comedor principal, porque a menudo faltaban, de todas formas, cuando andaban enredando en lo que quiera que hicieran en sus salones privados. Y por si acaso, sólo por si acaso, habían dejado su grito de guerra debidamente pintado en la pared.

Eso, al menos, serviría para infundir un poco más de respeto, de temor, a los que no eran simpatizantes de su organización. Proverbialmente, ésos serían los que acompañaran a Romero cuando se descubriera su pequeña fechoría, sus hombres más próximos. En cuanto a Romero en sí, confiaba en que la impresionante marca escrita en la pared le sacara de sus casillas. Quería que la sangre corriera a toda velocidad por sus venas e incendiara de rabia su cabeza, porque como sabía muy bien, la gente con el ánimo encendido toma extrañas decisiones que suelen tener poco que ver con lo racional.

La idea de Trauma había sido una genialidad, considerando las cosas. El nombre en sí era bastante ominoso, lleno de connotaciones explícitas. Trauma se asociaba a lesión, lesión de los tejidos. A herida. A golpe contundente. Empezaron a usarlo como clave para distinguirse entre ellos, pero descubrieron que el rumor de que existía un grupo disidente entre los subordinados de Romero empezó a asociarse con esa palabra. ¿Qué era Trauma?, ¿qué hacía Trauma? No lo sabían, pero pronunciaban la palabra con un temor casi reverencial. Y cuando alguien se les acercaba con los rumores sobre Trauma, descubrieron que en sus palabras se ocultaba el miedo. De repente, Trauma se convirtió en una especie de hermandad secreta que, decían, pensaba arrebatar el poder a Romero, y descubrieron también que los ojos de muchos de aquellos hombres brillaban cuando consideraban la idea.

Lo que Romero había pasado por alto era que detrás de aquellos soldados había hombres. Hombres que, en todos los casos, habían perdido a sus familias, a sus amigos, sus vidas. Antes de la pandemia trabajaban como soldados profesionales para pagar sus hipotecas, las vacaciones de verano o asegurarse buenos ratos de ocio. Puede que alguno acariciara en sueños la carrocería de un flamante Audi, si es que no tenía responsabilidades familiares, pero todo eso había desaparecido. Del viejo estímulo para levantarse todas las mañanas no quedaba nada, y el motivo para obedecer las órdenes de un único hombre se había esfumado como una nube solitaria.

Por eso Trauma empezó a seducirles como el curvilíneo cuerpo de una muchacha de veinte años. De cuatro miembros pasaron a ocho, luego a doce, y en el último mes contaban con casi treinta afectos al plan de destituir a Romero. Era aún una proporción desfavorable, pero su verdadera fuerza residía en que nadie sabía quiénes eran los demás, excepto unos pocos.

Cuando dieran la señal, todos esos hombres anónimos sabrían lo que hacer, y la base Orestes quedaría rendida. Porque eran hombres, sí, y tres meses sin hacer nada era demasiado tiempo. No querían pudrirse en una estúpida fortaleza mora de los cojones cuando ahí fuera había todo un mundo que podían reclamar.

El soldado se encogió de hombros y siguió limpiando su arma. Zacarías iba a añadir algo cuando otro soldado llegó hasta ellos a la carrera desde uno de los corredores. Zacarías se llevó instintivamente la mano a la funda de su pistola.

– El teniente -dijo, luchando por controlar su agitada respiración- lo sabe. Ha movilizado a todos los hombres.

– ¡Hijo de puta! -dijo Marcos.

– Movilizado… -interrumpió Zacarías, levantando la mano como para imponer tranquilidad-, ¿en qué sentido?

– Ha mandado a los hombres a hacer un registro completo. Gran parte irá al área civil.

Zacarías no contestó inmediatamente. Significaba que, a la hora señalada, todos los soldados estarían en movimiento y alerta por toda la base.

– Entonces hagámoslo ahora -dijo-. Hagámoslo ya.

Marcos asintió con gravedad, y sin decir nada más, abandonaron la cámara por otro de los ramales.

El túnel les llevó unos metros hacia el este, y después empezó a descender abruptamente. El suelo estaba húmedo y resbaladizo por las filtraciones de agua que se habían producido con el tiempo, y las paredes parecían irradiar un frío fuera de lo común. Mientras caminaban, daba la sensación de que el aire se volvía más y más escaso, y descubrieron que respiraban por la boca, dando grandes bocanadas.

Después de un rato llegaron al lugar donde habían preparado todo: una pequeña cámara de techo alto que fue usada durante la guerra civil española por los civiles falangistas. En pleno julio de 1936, los militares sublevados emplazaron baterías en la Alhambra para sofocar a la población obrera que se había protegido en el Albaicín. Parte de los restos de aquel material (incluyendo algunos proyectiles sin explotar de los bombardeos aéreos) se ocultó en aquellas cámaras, así como una sirena de alarma Tangent, fabricada en la Gran Guerra por Gents of Leicester, que el Grupo de Recuperación de la Memoria Histórica, anecdóticamente, estuvo buscando durante años sin resultado. Se trataba de una especie de cracker inglés gigante, de esos que los niños cogen de ambos extremos por Navidad para tirar de ellos hasta hacerlo estallar; apenas un cilindro de metal basto y compacto con dos prolongaciones a ambos lados recorridas por aberturas para el sonido.

La Tangent de ocho caballos no era tan potente como la monumental Chrysler, pero con un alcance de unos seis kilómetros era perfecta para sus planes. El principal problema fue suministrarle energía. La base Orestes contaba con generadores híbridos que garantizaban tres y cuatro horas de electricidad sin combustible, pero para que las baterías no se agotaran, su consumo se mantenía reducido a lugares clave, como la sala médica o las habitaciones privadas de Romero. Trauma se las ingenió para conectar los viejos cables de iluminación de los túneles a una de las tomas principales; al fin y al cabo, todo el conjunto se reducía a quizá diez bombillas de bajo amperaje que pasarían desapercibidas en el rendimiento de los generadores.

La Tangent era otra cosa. Estaba demasiado lejos del entramado de cables como para conectarla, y sospechaban que sus requerimientos energéticos serían probablemente más exigentes. Examinando el motor, se dieron cuenta de que podrían hacer girar las turbinas con algo tan sencillo como un taladro eléctrico, aplicado sobre los cilindros de soporte centrales. Finalmente se hicieron con un taladro alimentado por batería de la sala de mantenimiento del Palacio Real, que no necesitaba conexión a la red; un Black & Decker negro y naranja con el mango abultado para hospedar la batería de litio recargable. Para conseguirlo tuvieron que ocuparse del encargado de su custodia, pero ésa era una tarea para la que habían sido adiestrados: la parte más sencilla.