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El taladro funcionó a las mil maravillas. El viejo motor empezó a girar y bastaron unos pocos segundos para que el sonido ululante y estremecedor empezara a ganar muchos enteros.

Después se enfrentaron al siguiente problema: sacar la Tangent de la cueva. Intentar moverla por el angosto túnel estaba descartado: era físicamente imposible. Rápidamente comprendieron que la unidad era difícilmente desmontable, sin las herramientas adecuadas descomponerla y volver a armarla sería una tarea imposible. Finalmente, alguien señaló que la estructura venía en realidad soldada de fábrica, como un todo, y resultaría imposible separar la estructura de metal. Entonces, ¿cómo llegó allí en su momento?

Resultó que la sirena antibombardeos no fue introducida por los túneles, sino por el exterior de la fortaleza. La pared de roca había sido cubierta por una capa de mortero, pero detrás se ocultaba un burdo remiendo a base de ladrillos y tierra. Les bastó unas pocas horas de trabajo para acabar emergiendo junto a la Puerta de las Armas, escapando de la tierra como conejos de una pequeña madriguera.

No les costó demasiado esfuerzo sacarla al exterior y cubrirla con maleza, de forma que la humedad no pudiera dañarla, al tiempo que la ocultaban para que no pudiera ser vista desde la torre. Allí la dejaron, esperando el momento adecuado. Esperando a esa misma noche.

El soldado salió al exterior, arrastrándose por el pequeño túnel de tierra. Habían emplazado tablas a ambos lados y en el techo para sujetar la tierra; una idea que alguien había sacado de las películas de fugas en prisiones. En la mano llevaba el taladro, que con la oscuridad parecía un extraño prototipo de algún arma futurista, con la broca apuntando como un delgado cañón láser. La noche era fresca y agradeció el aire y el olor a tierra húmeda, pero más aún la ausencia de zombis. Los espectros habrían complicado mucho la operación. Cuando estuvo junto a la Tangent, introdujo el taladro en el cilindro y preparó la cinta aislante, que aplicó sobre el gatillo. El taladro se puso en marcha, vibrando ligeramente y haciendo girar el motor, que empezó a roncar pesadamente. Entonces dio dos vueltas al aparato con el adhesivo, de forma que el gatillo quedó oprimido. Luego, retiró las manos y se quedó expectante, admirando su obra.

La broca seguía girando, mientras el sonido de la sirena empezaba a ganar intensidad. Era un estruendo funesto, que arrancaba de los tonos más graves e iba agudizándose y cobrando intensidad a cada segundo.

Complacido, el soldado volvió a arrastrarse por la madriguera para volver a la cueva, con los blancos dientes expuestos en una sonrisa maquiavélica, resplandeciendo en la oscuridad. Zacarías lo ayudó a salir, satisfecho por el enervante sonido que empezaba a aullar con una intensidad apremiante.

– Listo -dijo el soldado, sacudiéndose el polvo de la ropa.

Zacarías asintió, con una sonrisa fría dibujada en el rostro.

En las tinieblas de la farmacia, una agotada Susana se incorporaba en primer lugar, secándose el sudor de la frente. Era más bien sudor nervioso, frío y pegajoso, adherido a su piel como una película desagradable. Las manos le temblaban.

– Creo que estamos jodidos -dijo.

Fuera, los muertos se arremolinaban como un huracán demente, golpeando la reja metálica con golpes contundentes. La persiana, trabada en sus rieles, parecía resistir los envites, pero ambos sabían que podía ceder en cualquier momento.

– Creo que sí, Susi -dijo José despacio, como ausente-. Creo que esta vez, sí.

21.

LA PUERTA NEGRA SE ABRE

Susana pensaba en Jukkar.

De alguna forma, era lo que más le preocupaba en aquellos momentos, la única cuenta pendiente que le quedaba en todo su desarrollo personal desde que la pandemia cambió no sólo su vida, sino su forma de ser. Dozer había caído, Uriguen murió de una bala que ella misma le metió en el cuerpo, Carranque ya no existía, Juan Aranda formaba parte de algún comité científico en pos del antídoto zombi definitivo y Moses e Isabel habían encontrado una vida juntos. Hasta los niños parecían sentirse cómodos con ellos. Los niños son fuertes. Imaginaba que, si todo salía bien, a pesar de las penurias, en algún momento terminarían por llamarles papá y mamá. A ella en cambio no le importaba enfrentarse al olvido definitivo. Estaba cansada, y sus lazos con ese mundo demente desaparecían día tras día.

Jukkar, en cambio, era su responsabilidad. Si no le llevaban los medicamentos que necesitaba, y pronto, en cierto modo indirecto pero evidente sería culpa suya. En su cabeza, esa asociación directa se conformaba con una claridad meridiana.

– ¿Y ahora? -preguntó José. Estaba sentado en el suelo, con las piernas extendidas y la espalda encorvada, los brazos lacios caídos sobre sus muslos.

– Ahora… podemos empezar por intentar encontrar lo que hemos venido a buscar. Luego ya veremos.

José no dijo nada, pero la idea le sedujo rápidamente y se incorporó con movimientos mecánicos. Le daba algo en lo que pensar, algo de coherencia a los últimos acontecimientos. Sentado en el suelo había empezado a sentir nostalgia de Carranque; y pensaba que ojalá se hubieran quedado allí. Al fin y al cabo, podían haber usado el campamento falso, ubicado al sur del complejo, el pabellón grande, para empezar otra vez. Con Juan Aranda capaz de traer cualquier cosa que hubieran necesitado, habrían estado perfectamente; porque incluso si el personal científico de los militares conseguía retomar los trabajos de Rodríguez, ¿qué posibilidades había de que inocularan a los civiles?, ¿a los mismos civiles que habían, prácticamente, abandonado a su suerte?

Susana había recorrido los estantes de la sala con la linterna, pero en la parte pública de la farmacia sólo había productos de higiene, belleza, control de peso y un surtido enorme de productos para el cuidado de los pies. Pasear el haz por los carteles con sonrisas perfectas y madres abrazadas a bebés sanos y hermosos era como viajar al pasado. Un expositor de preservativos Durex languidecía ofreciendo seguridad y confort, y al lado, unos botes blancos sin ángulos guardaban lociones tonificantes para pieles sensibles.

– Dios… -dijo José.

Susana se volvió hacia él. Su linterna estaba enfocando una caja de barritas energéticas Enerzona Snack. El envoltorio, de un color verde manzana, parecía despedir destellos luminosos bajo la luz de la linterna. La imagen promocional incluía una infografía imposible mostrando el chocolate en su máximo esplendor, y tan pronto identificó la imagen, su estómago se sacudió emitiendo ruidos quejumbrosos.

– ¡Oh, mira eso! -exclamó Susana.

Unos segundos después, se entregaban a la tarea de arrancar el plástico de las chocolatinas. El sabor era en extremo dulzón, y se pegaba a los dientes como si uno de sus componentes básicos fuese el pegamento, pero aun así, poner en marcha otra vez las mandíbulas les resultó una experiencia casi mística. Hacer bajar la comida por la garganta sólo les hizo darse cuenta de lo hambrientos que estaban.

Cuando dieron buena cuenta de tres chocolatinas cada uno, se sintieron renovados. José miraba el envoltorio con fascinación, sintiendo la explosión de energía en su cuerpo. 40 % hidratos de carbono, 30 % proteínas, 30 % grasas, decía la etiqueta, pero su estómago las había recibido como el maná celestial.