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Pasear entre los muertos era, en las circunstancias en que vivían, lo más parecido a ser Superman que se le podía ocurrir.

Empezaba a sentirse abrumado con las posibilidades que iban saltando a su mente en cuestión de segundos. Cuando los muertos te ignoran, puedes pasearte por todas partes, acceder a todos los lugares… puedes incluso rodearte de ellos para que te defiendan… Sintió un súbito estremecimiento, embelesado con la idea. ¿Existía acaso un ejército mejor? No necesitaban comer, ni dormir, ni permisos. Eran incansables, eran legión, y leales más allá de la muerte…

Rió entre dientes, con los ojos chispeantes de la emoción. Pestañeó un par de veces, intentando serenarse. En el pasado se había dejado llevar por promesas de éxito y al final se había ido todo al traste.

– ¿Cómo saben que eso es verdad? -preguntó.

– No lo sé… -dijo el hombre con chubasquero-. Mire, sólo le transmito el mensaje… debo volver, está a punto de amanecer.

– Un momento. ¿Quién irá a recogerles?

– El teniente Romero con algunos hombres.

La sala estaba en penumbra, y el hombre con chubasquero no consiguió vislumbrar la sonrisa fría y espeluznante que se formó en el rostro de Zacarías. Romero era un hombre que prefería planificar y dirigir a sus tropas desde la seguridad de su oficina. Enviaba mensajeros, observaba las cosas desde su atalaya y tomaba decisiones desde su despacho. Nunca le había visto involucrarse en las escaramuzas que, sobre todo al principio, se habían lanzado hacia la ciudad, ni mezclarse con los civiles en las zonas donde éstos se hacinaban. Si Romero había decidido embarcarse en semejante periplo, entonces el viejo oficial tenía motivos más que fundados para pensar que semejante historia podía ser cierta.

– De acuerdo, vete -dijo Zacarías-; pero recuerda…

– No tiene que decirme nada -dijo el hombre-. No hablaré. He venido, ¿no? -Y sin esperar respuesta, se dio la vuelta y se marchó, desapareciendo por el pequeño corredor casi instantáneamente.

Fuera, la lluvia caía torrencialmente, produciendo un alegre repiqueteo contra los cristales. Zacarías se volvió para disfrutar del sinuoso rastro de las gotas. Éstas formaban ríos y canales entrecruzados, que no bien se habían formado, perdían su propio rastro al mezclarse, en confusa profusión, con las nuevas gotas que iban cayendo. En ese entramado dinámico y cambiante, con ojos entrecerrados por el humo que ascendía pesadamente de la punta de su cigarrillo, veía Zacarías los designios extraños de su glorioso destino. Así permaneció durante mucho tiempo, entregado a ensoñaciones triunfales donde él paseaba por ciudades infectadas de muertos vivientes, ciudades sin nombre, de anchas avenidas, donde él se había erigido Rey de Reyes, quintaesencia y cénit de la evolución humana, el Campeón de la Muerte. Y así, arrullado por las fantasías dulces que su mente tejía para él, permaneció Zacarías hasta que la luz del alba difuminó la oscuridad del cielo.

Amanecía, símbolo de renacimiento, de renovación, de cambios. Era hora de que las pequeñas arañas tejiesen los últimos hilos. Era hora de que Trauma hiciera lo que debía hacerse.

5.

LA BIENVENIDA

Juan Aranda se daba cuenta de que, probablemente, era un hombre único en el mundo. Reflexionaba sobre eso mientras el helicóptero sobrevolaba el embalse de los Bermejales a unos doscientos cincuenta kilómetros por hora. El paisaje que circulaba por debajo tenía una belleza serena, como si las cosas no hubieran cambiado. Era algo que Aranda apreciaba. Casi todo parecía estar en su sitio: las carreteras zigzagueaban por entre las pequeñas ondulaciones del terreno y las poblaciones, formadas por grupos reducidos de casas, tenían todavía la belleza rural de los campos tranquilos y dormidos. El sol de la mañana arrancaba vivos destellos del embalse, que desde esa altura parecía un espejo pulido. Estaba lleno hasta los topes, porque nadie usaba ya su agua para el consumo.

Su mente, mecida por el ruido del motor y las hélices, se dejaba seducir por las ensoñaciones que le inspiraba el paisaje. Apenas había dormido la noche anterior, y sentía cada vez más sueño. Apoyó la cabeza contra el asiento y cerró los ojos, hasta que un esbozo de sonrisa curvó las comisuras de su boca. Sonreía porque le acompañaba también cierta sensación de euforia. De algún modo, estaba ahora al final de un ciclo, de un episodio de su vida. Se había enfrentado a la Pandemia Zombi resistiendo en la Ciudad Deportiva de Carranque, junto a una treintena de personas, y se habían visto obligados a recurrir a mil y una argucias para sobrevivir. Ahora, después de un sinfín de penurias, sobrevolaba la tierra infectada para dirigirse, por fin, a lo que quedaba de civilización. Vería a otros supervivientes, y tendría a otras cabezas pensantes organizando las cosas.

Pensando en eso, la sonrisa se acentuó en su rostro.

Pero Aranda no se sentía único por el simple hecho de haber conseguido sobrevivir, ni porque todos le habían considerado el líder de Carranque. Aranda no se sentía líder de nada, ni siquiera cuando dirigía el destino de aquella pequeña comunidad. Era diferente porque por sus venas corría algo único, un extraño legado de un hombre que luchó con todas sus fuerzas por destruirles, pero que, sin proponérselo, puso en sus manos lo que podría ser la solución al problema: el fin del tormento y la pesadilla de los muertos vivientes. Su sangre contenía la clave química del agente patógeno que había hecho que los muertos volvieran a la vida, una especie de vacuna debilitada que había provocado un alucinante efecto secundario: podía andar entre los muertos sin que éstos reparasen en él, como si fuera uno de ellos.

Era consciente de que, si conseguían reproducir el efecto en el resto de los supervivientes, la amenaza de los zombis desaparecería. Podrían reconquistar las ciudades de nuevo. Restablecer las viejas estructuras, poner en marcha las antiguas centrales eléctricas, los conductos para conseguir herramientas y alimentos, y también medicamentos. No sabría decir cómo de dañado estaría el sistema, pero sería cuestión de tiempo. Un nuevo resurgir, con grandes oportunidades para todos. La reconstrucción del mundo. Trabajo para todos.

– ¿Cansado? -preguntó una voz.

Aranda abrió los ojos, haciendo un esfuerzo por sacudirse de encima la modorra que se estaba apoderando de él. Era el teniente Romero, que se había vuelto hacia atrás desde su asiento de copiloto y le miraba con una expresión enigmática en el rostro.

– Un poco… -contestó Aranda-, las últimas veinticuatro horas han sido difíciles.

– Ya… ¿qué ocurrió, exactamente?, ¿cómo perdieron su campamento? Diría que lo tenían todo bastante bien organizado.

– Circunstancias especiales… -contestó Aranda, recordando de pronto muchos de los eventos que habían ocurrido la noche anterior-. Creo que atrajimos la atención de un grupo de indeseables que consiguieron destruirlo todo…