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– Hay que conseguir levantar la persiana un poco más… -dijo Susana entonces.

José asintió.

Inmediatamente, se pusieron manos a la obra. Parecía algo imposible: la persiana se había desquiciado por varios puntos y ofrecía resistencia sobre sí misma. Pero imprimiendo toda la fuerza que pudieron generar, consiguieron levantarla unos pocos centímetros. El tambucho crujió amenazadoramente, como si fuese a precipitarse contra ellos, y en algún punto sonó el potente chasquido de alguna pieza de metal quebrándose en dos. Era, sin embargo, espacio suficiente para que pudieran arrastrarse por el agujero.

José pasó primero, escapando con los brazos debajo del cuerpo y moviéndose como lo haría una oruga. Los zombis corrían por la calle, ya a cierta distancia, siguiendo las luces del helicóptero, que desaparecía en ese momento por encima de los edificios, rumbo a la Alhambra. Chascó la lengua, porque en realidad el aparato no había hecho sino retrasar lo inevitable: los espectros seguían estando entre ellos y la fortaleza árabe.

Susana hizo salir las dos mochilas desde el interior de la farmacia, lanzándolas a través del hueco. Luego, se arrastró ella también, moviéndose con mucha más rapidez que José; no tenía las espaldas tan anchas y podía abrir más los brazos.

– Bien… -dijo Susana una vez estuvo fuera. Se mantenían agazapados, para evitar llamar la atención, mientras miraban inquietos alrededor. Ella hablaba en murmullos, temiendo que su voz pudiera alertar a los espectros-. No parece que podamos volver por donde hemos venido…

– No… no creo que tenga fuerzas para pasar por eso otra vez -admitió José. A no mucha distancia, arriba en la plaza, los muertos aullaban como enloquecidos.

A pesar del chocolate, sentía los brazos cansados, y no se imaginaba enfrentándose de nuevo a una refriega como en la que habían participado hacía un rato; era perfectamente consciente de que, esa vez, el componente suerte había sido muy elevado.

– Yo tampoco -dijo Susana.

– Podemos probar otros caminos.

– ¿Conoces esto?

José asintió, un poco distraídamente. Tenía la mirada fija en un espectro rezagado que les miraba desde uno de los portales. Se apoyaba contra la pared, con las piernas dobladas, y les devolvía la mirada con los ojos inundados de una tremenda sorpresa y la boca muy abierta. Un hilacho negruzco y denso caía resbalando por su barbilla. Temía que, de un momento a otro, lanzase un grito de alerta que volviese a atraer a la masa.

El zombi levantó lentamente el brazo, doblado al menos por tres partes. La mano colgaba flácida como un manojo inútil.

José agarró a Susana por el brazo instintivamente, anticipándose al grito. Pero éste no se produjo. En lugar de eso, de algún lugar indeterminado empezó a llegar un sonido melancólico y terrible, como si un animal prehistórico hubiera lanzado un lamento desconsolado. El sonido fue creciendo en intensidad hasta que José lo ubicó, porque lo había oído demasiadas veces en documentales y películas: era una especie de sirena, como las que usaban en la segunda guerra mundial para avisar de un bombardeo. Llenaba el aire como un palio cargado de una advertencia funesta, y tanto José como Susana encogieron el cuello, confundidos.

Apoyado contra la pared, el espectro sacudía la cabeza mirando en todas direcciones.

– ¿Qué coño es eso? -preguntó José.

Pero Susana no lo sabía. Miró hacia el cielo, y la luna, hinchada y brillante como un sol iracundo, pareció devolverle la mirada con manifiesta indiferencia.

– ¡Juntaos todos! -decían unos.

– ¡Más, más juntos! -gritaban otros.

La consigna que siguió unos momentos después era: «¡Como los pingüinos!»

Moses le encontró el sentido rápidamente. La noche era fría, apenas cuatro grados por encima de cero, y muchos de aquellos hombres y mujeres habían abandonado el Parador apenas con lo puesto. Al juntarse, se ayudaban a conservar el calor. Calor humano. Un murmullo apagado recorría el grupo, salpicado de toses quejumbrosas.

Mientras tanto, los soldados pasaban corriendo de un lado a otro, cargando sus fusiles y equipamiento completo. Entraban en los edificios y recorrían con linternas todos los recovecos. De vez en cuando formaban en escuadra en mitad de la avenida, se unía a ellos un jefe de escuadrón y marchaban hacia algún otro punto. En la oscuridad, los conos de luz recorrían temblorosamente cada muralla, cada ventana, cada pequeño agujero.

– ¿Qué está pasando? -preguntaba Isabel.

Tenía a los niños a cada lado. Alba se había agarrado a su pierna y tenía los ojos cerrados, pero Gabriel estudiaba con profunda atención las idas y venidas de los grupos armados.

– Creo que están buscando algo -explicó Moses.

En uno de los extremos del grupo, algunos de los hombres increpaban a los soldados que los mantenían vigilados desde cierta distancia. Les insultaban, les llamaban asesinos, les decían que no eran perros y que no estaba bien lo que hacían con ellos. A ninguno se le escapaba el hecho de que todos aquellos soldados no presentaban síntoma alguno de desnutrición, y no faltó quien se rasgó la tela de la camisa para ofrecerles el pecho descubierto, incitándoles a que disparasen, que qué más daba, que se metieran su muerte lenta de mierda por el agujero que les vio nacer.

Escuchar toda aquella algarabía era lo que más asustaba a Isabel. Temía que en cualquier momento volviera a saltar la chispa de una revuelta, y que los soldados acabaran a tiros con ellos. Aún peor, en el fondo de su mente, acechaba el miedo oscuro e infundado de que fueran a usar sus fusiles contra ellos, de todos modos; tanto era que los matasen allí mismo o que los dejaran perecer, aquejados de enfermedades infecciosas que, a la larga, representasen más problemas. Mientras se aferraba a Alba y a Gabriel con manos crispadas, temía por sus vidas con la expresión demudada por un terror insoportable.

Moses no compartía sus pensamientos. Si los habían sacado de allí, pensaba, era porque estaban buscando algo. Hacía un rato habían escuchado el helicóptero alejarse hacia la ciudad, algo que Abraham había dicho que ya no solían hacer nunca. Se trataba, sin duda, de algún problema de seguridad.

Justo cuando el sonido de la aeronave empezaba de nuevo a ganar intensidad, la vieja sirena comenzó a aullar.

La gente calló. El rumor confuso a media voz que flotaba sobre la masa se extinguió por completo; sus corazones se encogían, estremecidos por aquel llanto cargado de sensaciones aciagas. Alba abrió mucho los ojos y se tapó los oídos para no escuchar aquel sonido y Gabriel se estremeció: el aullido era demasiado parecido al de las máquinas marcianas de La guerra de los mundos, cuando se activaban para comenzar la carnicería.

Romero se detuvo en seco.

– ¿Qué cojones es eso? -preguntó.

Los soldados que le acompañaban miraban en todas direcciones, intentando localizar la fuente del sonido, pero sin éxito; las ondas parecían rebotar contra las paredes, haciendo casi imposible su localización.

– ¿De dónde ha salido eso? -preguntó de nuevo, otra vez sin respuesta.