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– ¡Sí, sí!

Entonces ella le tendió los brazos y José la recibió torpe pero ávidamente. Era la segunda vez que Susana le abrazaba en poco tiempo, pero éste era un abrazo distinto, o así lo percibió. Notó su cuerpo delgado pero fibroso, y su mejilla caliente contra la suya. Su piel olía a sudor, pero por debajo se ocultaba un perfume embriagador que le trajo recuerdos de veranos de playa y de juventud. Aquel abrazo simple y sincero le pareció, en definitiva, una de las pocas cosas reales que había vivido en los últimos meses, y por unos segundos se olvidó de la pandemia, de Jukkar, de Dozer, de su propia angustia y de los muertos vivientes.

Pero a lo lejos, por encima del sonido desquiciante de la sirena, un espectro aulló como si le estuvieran arrancando el alma del cuerpo, y el momento pasó. Susana volvió a su asiento y empezó a ajustarse la mochila que aún llevaba a la espalda.

– ¿Y ahora? -preguntó-. ¿Cómo entramos?

José miró alrededor. Las descomunales puertas estaban, por supuesto, cerradas, y los camiones estaban alineados al pie de la cuesta, con las lonas de color caqui cubriéndolos como para velar su sueño. La Alhambra quedaba al lado derecho, protegida por un pronunciado terraplén y un muro; las altas murallas les miraban desafiantes a unos doce metros, volviéndolas impracticables.

– Había una entrada por alguna parte… -dijo José, apretando los ojos como si estuviera haciendo grandes esfuerzos por recordar-. Había… agua… ¿has visto agua mientras veníamos hasta aquí?

– Es de noche -protestó Susana-. Lo único que escuchaba era el ruido del motor y el de mi propio corazón.

– Ya… Pues vamos a seguir el muro hacia allá… -dijo, señalando hacia el este-. Creo que había una entrada.

– Sin linternas -dijo ella.

– Sin linternas -concedió José.

Bajaron de la furgoneta y empezaron a andar. No tardaron en encontrar un camino que iba pegado al muro y que recordaba a un foso, angosto y bordeado por un muro de piedra; éste les llevó directamente a la Puerta de los Carros.

– ¡Éste era el acceso que recordaba! -exclamó José.

Se trataba de un acceso abierto en el muro, practicado después de la conquista para facilitar la entrada a los carros que transportaban los materiales que se emplearon en la construcción del Palacio de Carlos V. Desde entonces era usado por turistas de todo el mundo para acceder directamente al recinto. Pero ahora, el acceso, que solía estar expedito, se encontraba bloqueado por una hilera de tablas burdamente claveteadas.

– La han tapiado, claro… -susurró José, presionando las tablas con la mano para comprobar su resistencia.

Al lado se abría una entrada accesoria, pero la solidez de la puerta, ribeteada por clavos de hierro de gran tamaño, parecía incluso mayor que la de la barricada.

– Escucha… -dijo Susana de repente. José se congeló en el sitio, volviendo la cabeza suavemente para enfocar el sonido. El ruido de la sirena parecía llenarlo todo, pero por debajo detectó más cosas. Susana tenía razón: a cierta distancia se escuchaba un susurro amortiguado, como el de algo que se movía arrastrándose entre la espesura.

José asintió.

– Es la mierda de sirena… -dijo-. No sé qué estará pasando ahí dentro, pero ha sido la peor idea desde que inventaron el puto virus zombi.

– Tenemos que entrar, José.

José apretó los dientes. Claro que tenían que entrar, pero los muros eran altos, la barricada parecía bastante sólida y el tiempo corría en su contra.

– Mierda -soltó.

Y entonces, a lo lejos, sonó una explosión. Jimmy caminaba contento hacia su destino.

En su cabeza sobrevolaban las palabras de Zacarías, flotando como nubes luminosas. «Te necesito, Jimmy.» «Un gran favor, Jimmy.» Oh, cómo iba a complacerle. Si quería que volase unas cuantas puertas con granadas, haría exactamente eso, y más valdría que nadie intentara inmiscuirse, porque si era necesario metería una bala entre los ojos a todos y cada uno de los soldados de la base.

A su alrededor se desarrollaba un follón de mil demonios, con soldados corriendo como hormigas enloquecidas en medio de un diluvio. Unos se desvivían por cumplir las órdenes recibidas y terminar con el registro; les habían instruido para cumplirlas a toda costa: localizar a aquel individuo era objetivo prioritario, y es lo que pensaban hacer. Otros, en cambio, se movían buscando a sus jefes de escuadra, confundidos por el sonido de la sirena, o intentaban localizar la fuente del ruido.

Jimmy se acercó a la zona de la Alcazaba, como Zacarías le había dicho. El sonido de la sirena era allí mucho más hermoso, casi cantarín, y descendió por los bloques de piedra animándose a acompañar la musicalidad del tono con su propia aportación: «¡Uuuuuooooh, uuuuuooooh!». Le gustaba, y le gustaba mucho, principalmente porque era la música de Zacarías, la misma que había empleado para que él le hiciera el favor. Mientras emulaba el sonido con la boca formando una O perfecta, se entretuvo en sacar la primera granada del bolsillo del chaleco. La apretaba contra la mano para percibir su magnífico peso; su tacto frío y reconfortante, y su volumen tan seductor como letal.

Después del último uuuuuooooh, se paró en seco. Había tres soldados, atraídos por el sonido de la sirena. Cuando vieron llegar a Jimmy, se acercaron a él hasta que pudieron identificar de quién se trataba.

– ¡Sólo es Jimmy! -dijo uno.

– Coño… ¡seguid buscando esa mierda! -exclamó otro-. ¡Hay que pararla ya, hostias!

Jimmy inclinó la cabeza, repitiendo las palabras en su cabeza. ¿Parar la música?, ¿parar la música de Zacarías? No podían parar la música de Zacarías hasta que él no hubiera cumplido todos sus objetivos, si no, ¿cómo sabría que debía hacerlo? Zacarías había sido muy claro, y se lo había repetido muchas veces a lo largo de muchos días: «Cuando escuches la sirena, lo haces. Cuando escuches la sirena…» Si paraban el sonido, ¿cómo podría saber si debía seguir con sus tareas?

Jimmy apuntó su rifle y disparó. Los soldados cayeron al suelo, acribillados por la salva de disparos, con una rapidez sorprendente. Jimmy se acercó. Uno de ellos estaba tendido boca abajo, respirando con un sonido sibilante y tosiendo sangre. Jimmy le disparó en la cabeza y el contenido del cráneo se desparramó describiendo un arco de sangre y masa cerebral.

– ¡Uuuuuooooh! -dijo Jimmy, mirando las gotas de sangre que habían manchado sus pantalones.

Por fin, se acercó a su objetivo, la Puerta de las Armas. En la oscuridad de la noche le parecía negra y aberrante, como casi todo en aquel sitio, así que se apresuró a quitar el seguro de la granada. La sostuvo un par de segundos en la mano, dándose cuenta de la terrible potencia letal que sostenía en su puño. Era casi como darle la mano a la Muerte, como sostener la mirada a la Parca y desafiarla, y por unos breves instantes pensó en quedarse quieto, sin hacer nada, sintiendo la proximidad del olvido definitivo. Sus labios se curvaron en una sonrisa enigmática, una respuesta casi eléctrica a un estímulo nervioso.

Pero después recordó a Zacarías, y sus maravillosas palabras resonaron otra vez en su cabeza: ¡Un favor, un favor importante!, y entonces se decidió a lanzarla contra la doble hoja. El artefacto rebotó sordamente contra el suelo y se quedó inmóvil, meciéndose suavemente, hasta que explotó con un sonido retumbante. La puerta salió despedida hacia fuera, convertida en una tormenta de esquirlas que volaron por los aires y se clavaron con una contundente violencia en los cuerpos de los zombis que esperaban fuera. Un par de extremidades salieron volando por los aires rodeados de una fina lluvia de sangre y resbalaron por el suelo varios metros.

Jimmy había retrocedido varios pasos, dando saltitos como un colegial el último día de curso. La explosión hizo flamear su ropa, y recibió una herida en la mejilla derecha: una astilla de madera con la forma de un punzón de hielo que le dibujó un sangrante corte longitudinal. Pero ni siquiera se enteró. Se quedó mirando con fascinación la polvareda que se había levantado, porque dibujaba formas extrañas en las penumbras. Después de unos segundos, las primeras figuras aparecieron entre el humo, inhumanas y terribles, con los brazos rectos estirados hacia abajo y las bocas abiertas, impuras y hambrientas. El que iba en cabeza tenía un trozo de madera clavado en el pulmón derecho, y la cara parecía haber sido batida por una lluvia de metralla fina. Pero a pesar de ello avanzaba, liderando un ejército invasor que, por primera vez, irrumpía en uno de los últimos baluartes de Andalucía.