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Rosa se quedó sin aire, bloqueada por una terrible opresión en el pecho. Sin poder evitarlo, se dobló hacia delante y vomitó un filo hilo de saliva, porque su estómago estaba completamente vacío. Y luego volvió a mirar. Definitivamente, eran cosas… y o mucho se equivocaba, o en cuestión de segundos su número se había doblado.

Entonces vibró como un diapasón, con los ojos abultados como dos huevos duros y gritó.

Los zombis avanzaban por la calle Real, pero ninguno de los soldados que los enfrentaban sabía a ciencia cierta de dónde habían salido. Nadie les había dado instrucciones para esa eventualidad, y no existía en realidad ningún protocolo de invasión del perímetro. Estaban desorganizados, disparaban sin mucho acierto y, llevados por el nerviosismo, gastaban ingentes cantidades de munición hasta que los cuerpos caían al suelo, cosidos por un sinfín de heridas profundas y sangrantes.

Gritaban, daban y recibían órdenes contradictorias, y parte de las instrucciones que se vociferaban quedaban eclipsadas por el ruido de los disparos. La barricada que habían montado para separar el área civil era más una molestia que otra cosa, porque por algún motivo, los zombis aparecían desde todas partes. Nadie sabía exactamente cómo había ocurrido, pero las puertas habían sucumbido: las poderosas tablas de la Puerta de la Justicia, construidas por orden de Tusuf I en el año 749 de la Égira, pendían ahora inútiles, y los zombis avanzaban a través del recinto quebrado, y en los dinteles de los arcos el símbolo que representaba la defensa contra el enemigo para los antiguos musulmanes estaba caído en el suelo, separadas sus partes en muchos pedazos que los espectros pisaban en su camino hacia el interior.

En la puerta sur del Palacio Real, Romero asistía a la escena con labios apretados. Ahora estaba perfectamente claro el motivo de la sirena. Era una forma de conjurar a los muertos, de llamarlos a la lucha. Y después de invocarlos, de atraerlos desde las calles de la ciudad, les habían facilitado el acceso volando las puertas con algunos de los muchos explosivos que guardaban en distintas dependencias. Al menos dos de las puertas, a juzgar por las dos explosiones que se habían podido oír.

Trauma, Trauma

Cómo se la habían jugado. Sus hombres repartidos por toda la condenada Alhambra, los zombis ganando terreno a cada segundo, y seguía sin saber quiénes eran o dónde estaba Aranda.

Hijos de puta.

– Soldado, orden prioritaria: envíe a veinticinco de sus hombres a vigilar los camiones. Hombres de confianza. Que NADIE se acerque a menos de diez metros de ellos. Y otra cosa: ordene al resto que se replieguen, coño -exclamó-. Al interior del palacio.

– Sí, señor -dijo el soldado que estaba a su lado.

Pero su voz sonaba demasiado grave, extraña, como si brotara directamente del estómago. Romero sabía a qué se debía. Está acojonado, pensó. Puto idiota de mierda.

Y desapareció en el interior.

El grito de Rosa causó un gran revuelo entre la gente que aún no había accedido al Parador, que era todavía mucha. Varias personas se acercaron para saber qué ocurría, pero cuando vieron en la distancia las conocidas figuras, se olvidaron completamente de ella. Con la oscuridad, nadie había reparado en ellas, pero algunos espectros se acercaban tambaleantes entre los muros del área arqueológica del Palacio de Abencerrajes, a no mucha distancia.

Y cuando alguien gritó: «¡Los muertos están dentro!» con la voz aguda y desaforada de alguien que se desliza por una resbaladiza cuesta sin control alguno, el caos estalló.

Las situaciones que ponen en peligro extremo la propia vida sacan lo mejor y lo peor de las personas. El instinto de conservación, innato en el ser humano, es un factor determinante para que uno decida proteger su vida por encima de las demás. Es un instinto vegetativo, ancestral, un centinela constante del miedo, que en sí mismo no es otra cosa que la ley de la defensa. Y puede… puede que algo de eso influyera en lo que ocurrió después.

La muchedumbre se precipitó al unísono contra la puerta, corriendo incluso más allá de lo que sus desvalidas fuerzas les permitían. Nadie pareció reparar en el hecho, pero varias personas cayeron al suelo, superadas por la gente que tenía detrás. Sus manos se alzaron brevemente, temblorosas, pero terminaron por desaparecer entre la masa de cuerpos que se arracimaba apretadamente. Inesperadamente, las puertas comenzaron a cerrarse. Los puños se alzaron, y los gritos alcanzaron cotas estridentes. La gente empujaba, pero desde el interior del Parador redoblaban los esfuerzos y parecían ganar centímetros a cada instante. Alguien gritó desesperado el nombre de algún otro que había reconocido entre los que estaban dentro, pero la hoja se cerraba… se cerraba…

Isabel se encontró en medio de la algarabía, sin ser realmente consciente de cómo había empezado. El tumulto la zarandeaba de un lado a otro, y apretaba a los niños contra su cuerpo con toda la fuerza de la que era capaz. Sabía que si los perdía y caían al suelo, nunca los recuperaría, y ese pensamiento la aterraba más que ninguna otra cosa. En un momento dado, sintió que algo tiraba de ella, apretándola por la cintura, y dejó escapar un chillido de sorpresa; pero al volver la cabeza vio que se trataba de Moses. Intentaba sacarla de entre el gentío.

– ¡Por el otro lado! -gritó alguien.

Unos cuantos echaron a correr en distintas direcciones, buscando accesos alternativos. Se movían como encorvados, y en la oscuridad de la noche no se diferenciaban mucho de los zombis. Cuando tuvo campo de visión suficiente, Moses se fijó en los zombis. Trotaban hacia ellos, como montados en caballos invisibles, y tendían sus manos hacia delante, casi como si se anticiparan ya al hecho de aprehenderlos.

Moses contó seis… ocho espectros, pero casi al instante, divisó algunas figuras más apareciendo en la distancia, difusas todavía en las tinieblas de la noche.

Se estremeció.

– Mo… -suplicó Isabel.

Sus ojos no imploraban por ella, y Moses lo supo al instante. Bajó la cabeza y se encontró con la mirada de Gabriel, viva, despierta, inteligente. No había miedo en ella, y ese conocimiento le infundió nuevos ánimos.

Inmediatamente, Moses pensó en las armas. Las que Susana y José no habían utilizado las habían dejado en el parterre, ocultas por la manta. Había al menos cuatro más, si no se equivocaba. Él no era bueno con las armas, pero suponía que sería capaz de acertar a aquellas cosas, de un modo u otro. Y estaba Sombra. Cuando lo conoció, llevaba una ametralladora, y por lo que sabía, había pertenecido a alguna especie de grupo armado. Pero ¿dónde había ido a parar?

Lo buscó entre el gentío, mirando rápidamente a uno y otro lado. Vio rostros embargados por el terror y la desesperación, pero ninguno pertenecía a Sombra.

De hecho, no estaba por ninguna parte.

– Pero… ¿qué hacen? -decía Sombra.

Miraba con incredulidad y creciente horror cómo un grupo de hombres cerraban las puertas del Parador. Empujaban con todas sus fuerzas, esforzándose por dejar al resto de sus compañeros fuera. Los gritos que llegaban del exterior se reducían paulatinamente en intensidad a medida que la hoja ganaba terreno. Sombra se llevó una mano al pecho, impresionado por lo que estaba ocurriendo. No se les dejaba fuera. Se les estaba condenando a una muerte atroz.